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En el puente de mando, la capitán Carol Mason observaba con serenidad la pantalla de plasma de treinta y dos pulgadas del chartplotter Northstar 941X DGPS, que funcionaba con infonav 2.2. Le parecía un prodigio de la electrónica, una tecnología que volvía obsoletos todos los conocimientos, las matemáticas, la experiencia y la profunda intuición que en otros tiempos habían sido necesarios para el pilotaje y la navegación. Con aquel aparato, hasta un niño de doce años podía gobernar el Britannia, o casi: bastaba usar aquella carta de navegación tan grande y llena de colores, donde salían el barco y una línea que indicaba su rumbo, junto a una serie de señales que especificaban algo tan útil como su futura posición estimada a intervalos de diez minutos, y puntos de ruta para cualquier cambio de rumbo.

Echó un vistazo al piloto automático. Otro prodigio. Vigilaba constantemente la velocidad del barco, relativa y absoluta, las revoluciones del motor, el consumo de energía y los ángulos del timón y de los módulos, además de realizar un sinfín de ajustes tan sutiles que ni el más avezado de los oficiales habría sido capaz de percibir. Mantenía el rumbo y la velocidad del barco mejor que el más capacitado de los capitanes humanos, a la vez que ahorraba combustible, motivo por el que las normas estipulaban que el piloto automático sólo dejara de utilizarse en aguas interiores o costeras.

Diez años atrás, el puente de un barco como aquél habría exigido como mínimo la presencia de tres oficiales perfectamente formados, mientras que ahora sólo hacía falta uno… que se pasaba la mayor parte del tiempo sin nada que hacer.

Se fijó en la mesa de navegación de LeSeur, con sus cartas de papel, sus reglas paralelas, sus compases, sus lápices y marcadores y la caja con el sextante. Instrumentos muertos. Conocimientos muertos.

Rodeó el terminal del puente, y al volver al timón posó una mano sobre la elegante rueda de caoba. Puramente decorativa. A la derecha estaba la consola del timonel, desde donde se gobernaba realmente el barco: seis pequeños mandos, manipulados con un solo dedo, que controlaban los dos módulos de propulsión (dos fijos y dos rotatorios), así como las palancas de los motores. Con sus módulos de popa que giraban trescientos sesenta y cinco grados, el barco era tan maniobrable que podía atracar sin la ayuda de un solo remolcador.

Deslizó la mano por el barniz liso del timón, mientras sus ojos se alzaban hacia la pared de ventanas grises. Hacía más viento, pero llovía menos, y ahora se veía el contorno de la proa sufriendo el azote de unas espectaculares olas de más de diez metros, que bañaban las cubiertas de proa con chorros de espuma, blancas explosiones a cámara lenta.

Mason sentía una especie de paz, un vacío absoluto, que iban más allá de todo lo que conocía. Su vida, por lo general, había sido tensa, por los reproches que se hacía a sí misma, la sensación de no estar a la altura, las dudas, la rabia y una ambición desmesurada, pero ahora no quedaba nada de todo ello, afortunadamente. Nunca le había costado tan poco tomar decisiones; ya no sentía las dudas angustiosas que siempre la habían atormentado después de las grandes elecciones de su carrera. Había tomado la decisión de destruir el barco; lo había hecho con calma, sin emoción, y ahora sólo faltaba cumplirla.

¿Por qué?, había preguntado LeSeur. Si no lo adivinaba por sí mismo, no sería Mason quien le diera la satisfacción de explicárselo. A ella le parecía obvio. Ni uno de los grandes transatlánticos, ni uno solo, había tenido a una mujer como capitán. ¡Qué tonta había sido al esperar que el Britannia rompiese esa maldita tradición! Era consciente (y no por vanidad) de que valía el doble que la mayoría del resto de capitanes: primera de su promoción en la academia naval de Newcastle, con una de las notas más altas de la historia del centro, su historial era perfecto, inmaculado. Hasta se había quedado soltera sólo para eliminar la cuestión de la baja por maternidad, y no por falta de oportunidades, que las había tenido, y muy buenas… Se había esmerado al máximo en cultivar las relaciones más beneficiosas dentro de la compañía, y en buscarse a los mejores protectores, siempre tomando la precaución de no parecer una arribista. Había cultivado asiduamente la actitud seca y profesional, pero no antipática, de los mejores capitanes, que siempre se alegraban sinceramente del éxito de sus iguales.

Su ascenso por el escalafón había sido fácil: segundo oficial, primer oficial y por último segundo capitán, cada cosa en su momento. Lógicamente, en todo ese camino no habían faltado comentarios desagradables, ni la molestia de que sus superiores hicieran avances sexuales; pero ella siempre se enfrentaba a ello con aplomo, sin escándalos ni quejas, respondiendo a la chocarrería de algunos superiores babosos con la mayor corrección y respeto, haciéndose la sorda a sus comentarios ofensivos y vulgares y a sus asquerosas proposiciones. A todos les trataba con buen humor, como si lo que salía de sus bocas fueran simples e ingeniosos comentarios.

Cuatro años atrás, al ser botado el Oceania, los que más números tenían para capitanearlo eran ella y otros dos segundos capitanes: Cutter y Thrale. Se había llevado el gato al agua el menos competente, Thrale, que además tenía problemas con el alcohol. A Cutter, mejor capitán, le había traicionado su forma de ser, susceptible y poco sociable; pero a ella se la habían saltado, pese a ser con diferencia la más capacitada de los tres. ¿Por qué?

Por ser mujer.

Pero lo peor no fue eso; lo peor fue que todos sus colegas se compadecieron de Cutter, cuando a muchos ni siquiera les caía bien. Todos le habían hecho saber discretamente que no estaban de acuerdo, que el cargo le correspondía legítimamente a él, y que la compañía se había equivocado. Todos le habían asegurado que la siguiente ocasión sería la suya.

En cambio con ella nadie había tenido el mismo gesto. Nadie la había compadecido. Todos daban por hecho que, como mujer, no se esperaba el nombramiento, y que éste superaba sus capacidades. La mayoría eran antiguos compañeros de la Royal Navy, algo vedado para ella. Nadie podía llegar a imaginar su dolor, la ofensa de saberse la mejor de los tres candidatos, superior en antigüedad y calificaciones.

Debería haberlo comprendido entonces.

Y entonces llegó el Britannia: el transatlántico más grande y lujoso de la historia. Había costado casi mil millones de libras a la compañía, y lo lógico era que la eligiesen a ella. El mando del barco casi le correspondía por defecto…

Pues no, se lo había llevado Cutter; y para colmo a los jefes no se les había ocurrido nada mejor que pensar que Mason les agradecería la limosna de ser el segundo capitán.

Cutter no era tonto. Sabía perfectamente que el mando lo merecía ella. También sabía que era mejor capitán. De ahí su odio: se sentía amenazado. Ya antes de subir al barco había aprovechado cualquier ocasión para encontrarle defectos y rebajarla ante los demás. Pero no contento con ello, había dejado claro que, a diferencia de la mayoría de los capitanes del transatlántico, no se pasaría el día hablando con los pasajeros y presidiendo amenas cenas en la mesa del capitán, sino en el puente, usurpándole a ella el puesto que le correspondía.

Y por si le faltaba munición para humillarla, se la dio ella misma a la primera de cambio: la primera infracción de disciplina de toda su carrera, antes de que el Britannia abandonara el puerto. Entonces ya debería haber sabido que nunca sería capitán de un gran barco.

¡Qué raro que Blackburn hubiera reservado pasaje en el viaje inaugural del Britannia! Justamente el primer hombre que la había pedido en matrimonio, y a quien ella había rechazado por culpa de su ambición. Y qué irónico que hubiera amasado tantos millones durante la década transcurrida desde su relación.

¡Qué increíbles tres horas habían pasado juntos! Tenía grabado cada segundo en la memoria. El camarote de Blackburn era una maravilla. Había llenado la sala de estar con sus tesoros favoritos: cuadros que valían millones de dólares, esculturas, antigüedades únicas en el mundo… Pero lo que más le entusiasmaba era una pintura tibetana que por lo visto tenía desde hacía menos de veinticuatro horas. Dejándose llevar por la ilusión y el orgullo, la había sacado de la caja para desenrollarla en el suelo, a la vista de Mason, y ella, atónita, estupefacta y muda por lo que veía, se había arrodillado para contemplarla mejor, siguiendo con la vista y con los dedos hasta el último de sus infinitos detalles. La absorbía. Estallaba en su cerebro. Y ahí mismo, mientras ella miraba (hipnotizada y al borde del desmayo), Blackburn le había subido la falda por encima de las caderas, le había arrancado las bragas y la había montado como un semental embravecido. Mason nunca había tenido una relación sexual como aquélla. Siempre la recordaría, hasta el último detalle, hasta la más ínfima gota de sudor, hasta el más inaudible gemido, hasta el último choque de las carnes. Sólo de pensarlo sentía un hormigueo renovado de pasión.

Lástima que no pudiera repetirse.

Porque Blackburn, después, había enrollado la pintura mágica para guardarla de nuevo en la caja, y ella, todavía en la euforia del acto sexual, le había pedido que no lo hiciera, que la dejara verla una última vez. Al volverse, Blackburn debía de haber reconocido la avidez de su expresión, porque sus ojos se convirtieron inmediatamente en dos puntitos celosos y posesivos. Con palabras despectivas, le dijo que con una vez bastaba. Entonces a ella la invadió una rabia oscura y devoradora, y con la misma rapidez con la que había sucumbido al deseo sexual, empezaron a gritarse con una intensidad de la que Mason no se sabía capaz. La rapidez del cambio de sus emociones le provocó una mezcla de sorpresa y euforia. Finalmente, Blackburn la echó de la suite. No, Mason ya no le dirigiría la palabra, ni volvería a ver la pintura.

Pero lo más irónico fue lo de después: el pasajero del camarote de al lado se había quejado de los gritos. La vieron salir del tríplex, y alguien dio el parte. Era una oportunidad que Cutter no pudo desaprovechar. La humilló en el puente, en presencia de todos los oficiales. Seguro que a esas alturas ya constaba en su expediente, y llegaría a conocimiento de la compañía.

Las relaciones sexuales en el barco eran algo frecuente entre los oficiales y la tripulación, incluso los casados. Era tan fácil… Como pescar en una pecera. Sin embargo, nunca ocurría nada. ¿Por qué? Porque eran hombres, y entraba dentro de las previsiones que los hombres hicieran esas cosas, discretamente, en su tiempo libre, como ella. Pero claro, en el caso de las mujeres era distinto… Al menos la compañía parecía opinar así.

Era el final de su carrera. En adelante no podría esperar nada mejor que el mando de un crucero de dimensiones medianas, uno de esos que daban tumbos por el Mediterráneo o el Caribe, llenos a reventar de viejos gordos, de raza blanca y clase media, que sólo se embarcaban para comer y comprar. No ver nunca agua azul, huir de todas las tormentas…

Cutter. ¿Qué mejor manera de vengarse que quitarle el barco, destrozarlo y mandarlo al fondo del Atlántico?