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Constance se incorporó al oír la puerta, que al abrirse dejó entrar los rumores del pánico: gritos, palabrotas, pasos rápidos… Pendergast entró y la cerró.

Cruzó el recibidor con algo grande y pesado sobre un hombro. Al tenerle algo más cerca, Constance vio que era una bolsa de lona de color marfil, envuelta con cordel. Pendergast se detuvo en la puerta de la cocina, descargó la bolsa del hombro, se limpió las manos de polvo y entró en la sala de estar.

—Por fin has hecho el té —dijo, mientras se servía una taza y se sentaba al lado, en un sillón de piel—. Magnífico.

Constance le miró con frialdad.

—Todavía estoy esperando que me expliques tu teoría.

Pendergast saboreó despacio un buen sorbo de té.

—¿Sabías que las Carrion Rocks son uno de los mayores peligros para la navegación de todo el norte del Atlántico? Hasta el punto de que, justo después de que se fuera a pique el Titanic, lo primero que pensaron fue que había chocado con ellas.

—Muy interesante.

Al verle sentado en el sillón tranquilamente, como si no hubiera crisis, Constance cayó en la cuenta de que quizá no la hubiera.

—Tienes un plan —dijo.

No era una pregunta, sino una afirmación.

—Efectivamente; y, ahora que lo pienso, quizá sea el momento de darte a conocer los detalles. Así más tarde nos ahorraremos esfuerzos, cuando quizá tengamos que reaccionar con cierta rapidez a una serie de situaciones cambiantes.

Tras paladear otro sorbo, dejó la taza y se levantó para ir a la cocina. Abrió la bolsa, sacó algo grande y retrocedió hacia la sala de estar para dejarlo en el suelo, entre él y Constance.

Ella lo observó con curiosidad. Era un contenedor reforzado de goma y plástico blancos, de algo más de un metro por un poco menos, cerrado con cuerdas de nailon. Llevaba varios adhesivos de advertencia. Vio que Pendergast quitaba las cuerdas de nailon y retiraba la placa frontal. Dentro había un artefacto de poliuretano amarillo fluorescente, muy doblado.

—Un artilugio flotante y autohinchable —añadió Pendergast—. Lo que se conoce vulgarmente como una «burbuja de supervivencia». Lleva equipo SOLAS B, radioemisor EPI, mantas y provisiones. Hay uno en cada bote salvavidas del Britannia. A uno de ellos le he… quitado peso.

La mirada de Constance fue del contenedor a Pendergast.

—Si finalmente los oficiales no pueden detener a la capitán, quizás intenten lanzar los botes salvavidas —dijo él—, lo cual, a esta velocidad, podría ser peligroso e incluso imprudente. Aunque si nosotros nos lanzamos al agua dentro de esto desde la popa del barco, correremos un riesgo mínimo. Naturalmente, deberemos elegir con cuidado el punto de la evacuación.

—Evacuación —repitió Constance.

—Obviamente, tendrá que ser desde una cubierta próxima a la línea de flotación. —Pendergast tendió la mano hacia una mesita para coger un folleto del barco y sacar una foto brillante del Britannia—. Yo aconsejaría este punto de aquí —dijo, señalando una hilera de ventanas grandes en la parte baja de popa—. Se trata del salón de baile Jorge II, que dado el estado de emergencia probablemente estará vacío. Podríamos tirar una silla o una mesa por la ventana, para hacer un agujero y lanzarnos al agua. Naturalmente, el equipo lo llevaremos escondido en aquella bolsa de lona para no llamar la atención. —Pensó un momento—. Sería sensato esperar unos treinta minutos, con lo cual nos acercaríamos lo suficiente al lugar del impacto para quedar situados a distancia razonable de los barcos de rescate, pero no tanto como para que nos entorpeciese el pánico de última hora. Si nos lanzamos desde una de las ventanas laterales del salón de baile, aquí, o aquí, evitaremos lo peor de la estela del barco.

Dejó la foto en su sitio con un suspiro de satisfacción, como si estuviese muy contento de su plan.

—Hablas en plural —dijo Constance, despacio—. Refiriéndote a nosotros dos.

Pendergast la miró con cierta sorpresa.

—Sí, claro, pero no te preocupes; ya sé que dentro de esta caja parece muy pequeño, pero te aseguro que una vez hinchado habrá espacio para los dos. La burbuja está diseñada para que quepan cuatro personas; por lo tanto, estaremos bastante anchos.

Constance le observó con incredulidad.

—¿Propones salvarte tú y dejar que el resto muera?

Pendergast frunció el entrecejo.

—Constance, no consiento que me hables en ese tono.

Ella se levantó, con rabia.

—Eres un… —Se tragó la palabra—. Robar este dispositivo flotante de uno de los botes salvavidas… No has salido a buscar una manera de superar esta crisis, ni de salvar al Britannia. ¡Sólo estabas haciendo los preparativos para salvar el pellejo!

—Resulta que le tengo bastante apego a mi pellejo. Además, Constance, no debería tener que recordarte que también estoy proponiendo salvar el tuyo.

—Esto es impropio de ti —dijo ella, con una mezcla de incredulidad, sorpresa y rabia—. Es puro egoísmo. ¿Qué te ha pasado, Aloysius? Desde que has vuelto del camarote de Blackburn estás… raro. Como si no fueras tú.

Pendergast sostuvo mucho rato su mirada. Volvió a fijar la tapa del recipiente de plástico, se levantó y se acercó.

—Siéntate, Constance —dijo en voz baja.

Algo en su tono (algo extraño, algo completamente desconocido) hizo que a pesar de toda su rabia, sorpresa e incredulidad Constance obedeciera de inmediato.