54

En el puente auxiliar había mucha gente, y cada vez hacía más calor. LeSeur había convocado una reunión de emergencia de todos los jefes de departamento. Ya estaban llegando los directores de recepción y ocio, así como el sobrecargo, el contramaestre y el jefe de camarotes. Después de una mirada a su reloj, LeSeur se secó la frente y, por enésima vez, miró la espalda de la capitán Mason en el monitor de circuito cerrado, erguida y serena en el timón, sin que se le saliera un pelo de la gorra. Habían pedido el rumbo del Britannia en el chartplotter principal NavTrac GPS, y ahí estaba, en preciosos colores electrónicos: el rumbo, la velocidad… y las Carrion Rocks.

Volvió a mirar a Mason, que seguía tan tranquila al timón. Le había ocurrido algo, algún problema médico; una embolia, drogas, o quizás una fuga disociativa. ¿En qué estaría pensando? Sus actos eran la antítesis de todo lo que representaba un capitán de barco.

Kemper estaba delante de un terminal de control, con auriculares. LeSeur le tocó. El jefe de seguridad se quitó los auriculares.

—Kemper, ¿está totalmente seguro de que nos oye?

—Están abiertos todos los canales. Hasta recibo un poco de feedback en los cascos.

LeSeur se volvió hacia Craik.

—¿Alguna respuesta a nuestra señal de auxilio?

Craik levantó la vista de su SSB con teléfono por satélite.

—Sí, señor. Ya ha contestado la guardia costera de Estados Unidos, y la de Canadá. El barco más cercano es el rompehielos Sir Wilfred Grenfell, procedente de St. John’s, un patrullero de sesenta y ocho metros con nueve oficiales, once tripulantes, dieciséis literas y otras diez en el hospital del barco. Llevan rumbo de intercepción, y se cruzarán con nosotros unas quince millas náuticas al este-nordeste de las Carrion Rocks, aproximadamente a las… 15.45. No hay nadie lo suficientemente cerca como para alcanzarnos antes de la hora estimada de… humm… colisión.

—¿Qué planes tienen?

—Aún están valorando las opciones.

LeSeur se volvió hacia el tercer oficial.

—Que venga el doctor Grandine. Quiero asesoramiento médico sobre lo que le ocurre a Mason. Y pregúntele a Mayles si hay algún psiquiatra entre los pasajeros. Si lo hay, que también venga.

—Sí, señor.

A continuación, LeSeur se volvió hacia el ingeniero jefe.

—Señor Halsey, vaya personalmente a la sala de máquinas y desconecte el piloto automático. Si es necesario, corte cables o dele a los tableros con un mazo. Si no hay más remedio, desconecte uno de los módulos de propulsión.

El ingeniero jefe sacudió la cabeza.

—El piloto automático está protegido contra ataques. Está diseñado para contrarrestar cualquier sistema manual. Aunque se pudiera desconectar uno de los módulos, cosa que es imposible, lo compensaría el piloto automático. En caso de necesidad, el barco puede funcionar con un solo módulo.

—Señor Halsey, no me diga que es imposible antes de haberlo intentado.

—Sí, señor.

LeSeur se dirigió al oficial de radio.

—Intente ponerse en contacto con Mason en el canal 16 del VHF con su radio portátil.

—Sí, señor. —El oficial sacó su VHF de la funda, se lo acercó a la boca y pulsó el botón de transmisión—. Radio a puente, radio a puente, conteste, por favor.

LeSeur señaló el monitor de circuito cerrado.

—¿Han visto? —exclamó—. Se ve la luz verde de recepción. ¡Nos recibe con toda claridad!

—Es lo que le decía —contestó Kemper—. Oye hasta la última palabra.

LeSeur sacudió la cabeza. Hacía años que conocía a Mason, y era un ejemplo de profesionalidad; un poco estirada, con cierta obsesión por las normas y no exactamente cariñosa, pero una profesional de los pies a la cabeza, en cualquier circunstancia. Se estrujó el cerebro. Alguna manera tenía que haber de comunicarse con ella cara a cara. Le desesperaba tenerla siempre de espaldas.

Si la veía, quizá podría razonar con ella. O como mínimo entenderla.

—Señor Kemper —dijo LeSeur—, ¿verdad que justo debajo de las ventanas del puente hay una barra para sujetar el instrumental de limpieza?

—Creo que sí.

Cogió su chaqueta de una silla y se la puso.

—Voy a salir.

—¿Está loco? —preguntó Kemper—. De ahí a la cubierta hay más de treinta metros.

—Pienso mirarla a la cara y preguntarle qué narices pretende.

—¡Se expondrá de lleno a la tormenta!

—Segundo oficial Worthington, reléveme hasta que vuelva.

LeSeur salió corriendo por la puerta.

LeSeur estaba en la baranda delantera de babor de la plataforma de observación de la cubierta 13. El viento azotaba su ropa y la lluvia su cara mientras contemplaba el puente. Estaba situado en el nivel más alto del barco. Por encima sólo había chimeneas y mástiles. Las dos alas del puente se proyectaban tanto hacia babor y estribor que sus extremos sobresalían del casco. Por debajo de la pared de ventanas tenuemente iluminadas, LeSeur distinguía a duras penas la baranda, un solo tubo de latón de dos o tres centímetros de grosor, fijado a unos quince centímetros de la superestructura del barco con soportes de acero. Entre la plataforma y el ala de babor había una escalera estrecha, que terminaba en la baranda que rodeaba el puente inferior.

Se acercó a ella con pasos inestables, y tras un momento de vacilación cogió el peldaño que quedaba a la altura de su hombro con la fuerza de un hombre que se ahoga. Vaciló por segunda vez, mientras los músculos de sus brazos y sus piernas empezaban a temblar ante el suplicio que se avecinaba.

Plantó un pie en el primer peldaño y empezó a subir. Algunas pequeñas gotas de agua caían sobre él; le sorprendió reconocer el sabor salado a sesenta metros de la superficie del mar, que no podía ver; se lo impedían la lluvia y la espuma, pero oía el impacto de las olas, incesantes, y notaba el temblor que provocaban en el casco. Parecían puñetazos de algún dios marino iracundo y herido. A aquella altura, los movimientos del barco eran mucho más pronunciados. Cada uno de los cabeceos de la nave se le clavaban a LeSeur en las entrañas.

¿Qué estaba haciendo? ¿Debía intentarlo? Kemper tenía razón: era una locura. Sin embargo, al hacerse la pregunta ya tuvo clara la respuesta. Tenía que mirarla a la cara.

Se asió con todas sus fuerzas a los escalones y empezó a subir, una mano tras otra, un pie tras otro. Las ráfagas de viento eran tan fuertes que de vez en cuando le obligaban a cerrar los ojos y subir a ciegas, apretando sus callosas manos de marinero como tornos en la pintura rugosa de los peldaños. Una ola particularmente grande hizo cabecear el barco. LeSeur tuvo la sensación de haberse quedado colgando en el vacío, y de que la fuerza de la gravedad le empujara hacia abajo, hacia el mar embravecido.

Una mano cada vez.

Al cabo de lo que le pareció un ascenso interminable, llegó a la baranda y levantó la cabeza hasta el nivel de las ventanas. Miró hacia el otro lado, pero estaba en un extremo del puente de babor, demasiado lejos para ver otra cosa que un vago resplandor de instrumentos electrónicos.

Tendría que desplazarse poco a poco hacia el centro.

Las ventanas del puente estaban levemente inclinadas. Encima de ellas se encontraba el reborde de la cubierta superior, con su propia baranda. LeSeur esperó un momento de calma entre las ráfagas de viento para levantarse y cogerse al borde superior, a la vez que plantaba los pies en la baranda de abajo. Se quedó un buen rato en el mismo lugar, con el corazón alborotado y una terrible sensación de vulnerabilidad. Pegado a las ventanas del puente, abierto de brazos y de piernas, acusaba aún más el cabeceo del barco.

Respiró hondo, entrecortadamente. Otra vez. Después empezó a reptar por la baranda, aferrándose al reborde con sus dedos ateridos, y haciéndose fuerte contra cada nueva ráfaga de viento. Sabía que de punta a punta del puente había cincuenta metros; por lo tanto, le quedaban veinticinco para quedar frente al timón.

Se movía despacio, deslizando un pie tras otro. Como la pintura de la baranda no era rugosa (no estaba pensada para que la tocase nadie), resbalaba una barbaridad. Siguió avanzando muy lentamente por la baranda pulida, prácticamente a pulso, sin apartar los dedos ni un momento del borde de la baranda superior. Recibió una ráfaga de viento huracanado que le arrancó los pies de la baranda, dejándole colgado durante un momento de terror sobre los grises remolinos del vacío. Recuperó el apoyadero, pero volvió a titubear, tragando aire, con el corazón como un martillo y los dedos insensibles. Un minuto después se obligó a seguir.

Por fin llegó al centro del puente; y ahí estaba ella, la capitán Mason, al timón, mirándole tranquilamente.

LeSeur sostuvo su mirada, azorado por la normalidad de su expresión. Ni siquiera se la veía sorprendida por una aparición tan improbable como la de aquel fantasma con impermeable, pegado al lado menos indicado de las ventanas del puente.

Aumentó la presión de su mano izquierda en la baranda superior, a la vez que usaba la derecha para dar porrazos en el cristal.

—¡Mason! ¡¡Mason!!

Ella le miró, pero le dirigió una mirada ausente.

—¿Qué hace?

No hubo respuesta.

—¡Mason, por Dios, dígame algo!

LeSeur estampó el puño en el cristal con tal brutalidad que casi le dolió.

Ella seguía limitándose a mirarle.

—¡Mason!

Finalmente rodeó el timón y se acercó al cristal. Su voz alcanzó los oídos de LeSeur muy atenuada a través del cristal y a causa de los bramidos de la tempestad.

—La pregunta es qué hace usted, señor LeSeur.

—¿No se da cuenta de que con este rumbo chocaremos con las Carrion Rocks?

Otro temblor de labios, como anunciando una sonrisa. Mason dijo algo, pero LeSeur no pudo oírlo por culpa de la tormenta.

—¡No la oigo!

Se aferró al reborde, sin saber cuánto tiempo tardarían en fallarle los dedos, y él en caer en la furiosa espuma gris.

—He dicho… —La capitán se acercó al cristal, y habló más alto—. Que lo sé perfectamente.

—Pero ¿por qué?

Finalmente apareció la sonrisa, como el sol reflejándose en el hielo.

—He ahí la cuestión, ¿verdad, señor LeSeur?

LeSeur se pegó al cristal, en un esfuerzo por no perder pie. Sabía que no podría aguantar mucho más tiempo.

—¿Por qué? —gritó.

—Pregúnteselo a la compañía.

—Pero… ¡pero no puede estar haciéndolo adrede!

—¿Por qué no?

Logró evitar gritarle que estaba loca. Tenía que llegar a descubrir sus motivos y razonar con ella.

—Pero ¡por Dios! ¡No querrá matar de este modo a cuatro mil personas!

—No tengo nada ni contra los pasajeros ni contra la tripulación; pero voy a destruir el barco.

LeSeur no supo si lo que caía por su cara era lluvia o lágrimas.

—Escuche, capitán, si tiene problemas, personales o con la compañía, buscaremos la manera de solucionarlos, pero esto… Aquí viajan miles de personas inocentes, muchas mujeres y niños… Le ruego que no lo haga, por favor. ¡Por favor!

—Cada día muere gente.

—¿Qué es esto, algún tipo de ataque terrorista? Quiero decir… —Tragó saliva, intentando encontrar una manera neutra de exponerlo—. ¿Está representando algún… punto de vista político o religioso en particular?

La sonrisa de Mason se mantuvo fría, controlada.

—Ya que lo pregunta, la respuesta es no. Se trata de algo estrictamente personal.

—Si quiere destrozar el barco, párelo antes. ¡Al menos déjenos usar los botes salvavidas!

—Sabe perfectamente que aunque sólo redujera la velocidad, podrían mandar un equipo de las fuerzas especiales para sacarme de aquí. Seguro que la mitad de los pasajeros ya han enviado e-mails al exterior. No cabe duda de que se está preparando una reacción a gran escala. No, señor LeSeur, mi aliado es la velocidad, y el destino del Britannia son las Carrion Rocks. —Echó un vistazo al chartplotter del piloto automático—. Dentro de exactamente ciento cuarenta y nueve minutos.

LeSeur aporreó el cristal.

—¡No!

El esfuerzo casi le hizo caerse. Se recuperó como buenamente pudo, rompiéndose las uñas en el reborde mientras veía impotente cómo Mason se ponía otra vez al timón y fijaba los ojos en el gris de la tormenta.