Constance Greene había escuchado el anuncio de la capitán en funciones por el sistema de megafonía, aliviada de que finalmente el barco se desviase hacia St. John’s, y tranquilizada por las rigurosas medidas de seguridad que se estaban tomando. Nadie mantenía ya la ficción de que aquello fuera un viaje de placer. Ahora lo importante era la seguridad, y la supervivencia. Pensó que quizá fuera el karma lo que hacía que algunos de aquellos ultraprivilegiados vislumbrasen qué era realmente la vida.
Miró su reloj. Las dos menos cuarto. Pendergast había dicho que no lo despertara hasta las tres, y Constance prefería dejarle dormir. Estaba claro que necesitaba descansar, aunque sólo fuera para quitarse de encima el arranque de mal humor que parecía sufrir. Nunca le había visto dormir de día, ni beber alcohol por la mañana.
Se acomodó en el sofá y abrió los ensayos de Montaigne para distraerse de las preocupaciones, pero justo cuando empezaba a perderse en los elegantes giros del francés se oyeron unos golpes suaves en la puerta.
Se levantó y fue a abrir.
—Soy Marya. Abra, por favor.
Constance abrió la puerta y dejó entrar a la camarera. Llevaba sucio el uniforme, normalmente impoluto, y el pelo despeinado.
—Siéntate, Marya, por favor. ¿Qué ocurre?
Marya se sentó, pasándose una mano por la frente.
—Esto es un инсане.
—¿Perdón?
—¿Cómo se dice? Un manicomio. Oiga, traigo noticias. Muy malas noticias. Se está extendiendo como fuego bajo cubierta. Rezo por que no sea verdad.
—¿El qué?
—Dicen que el capitán en funciones, la capitán Mason, se ha encerrado en el puente y que lleva el barco hacia rocas.
—¿Qué?
—Rocas. Las Carrion Rocks. Dicen que chocaremos con rocas en menos de tres horas.
—Me suena a rumor histérico.
—Está posible —dijo Marya—, pero lo cree toda la tripulación. Además, en el puente auxiliar pasa algo gordo. Van y vienen muchos oficiales, y ves mucho movimiento. También han vuelto a ver a… ¿Cómo se dice? El fantasma. Esta vez ha sido un grupo de pasajeros, y el director del crucero.
Constance se quedó callada. Otra gran ola hizo temblar el barco, que dio un bandazo anómalo. Volvió a mirar a Marya.
—Espérame aquí, por favor.
Subió la escalera y llamó a la puerta de Pendergast. Normalmente contestaba enseguida, con una voz propia de alguien que llevaba varias horas despierto. Esta vez no fue así.
Otro golpe.
—¿Aloysius?
De dentro salió una voz grave, inexpresiva.
—Te había pedido que me despertaras a las tres.
—Es que tengo que contarte algo urgente.
Un largo silencio.
—Dudo que no pueda esperar.
—No puede, Aloysius.
Otro largo silencio.
—Bajo dentro de un momento.
Constance volvió a la sala de estar. Al cabo de varios minutos apareció Pendergast, con pantalones negros de vestir, una camisa blanca, almidonada, con los faldones fuera y los botones desabrochados, y una chaqueta negra y una corbata por encima de un hombro. Arrojó la chaqueta a la silla, y miró a su alrededor.
—¿Y mis huevos Benedict con té? —preguntó.
Constance se quedó mirándolo.
—Han cancelado el servicio de habitaciones. Sólo dan de comer por turnos.
—Seguro que Marya conseguirá improvisar algo mientras me afeito.
—No tenemos tiempo para comer —dijo Constance, irritada.
Pendergast entró en el baño, dejando la puerta abierta. Despojó de la camisa su cuerpo blanco y esculpido, y la dejó sobre la barra de la ducha. Después abrió el grifo y empezó a ponerse espuma por la cara. Por último cogió una navaja larga y recta y empezó a afilarla. Constance se levantó para cerrar la puerta, pero él le hizo una señal con la mano.
—Estoy esperando que me cuentes eso tan importante que ha interrumpido mi siesta.
—Marya dice que la capitán Mason, la que ha relevado a Cutter porque se negaba a cambiar de rumbo, se ha encerrado en el puente de mando, y que nos hará chocar contra un arrecife.
La navaja dejó de deslizarse por la larga y blanca mandíbula de Pendergast. Transcurrieron casi treinta segundos antes de que prosiguiese el afeitado.
—¿Y por qué lo hace?
—Nadie lo sabe. Parece que se ha vuelto loca.
—Loca —repitió Pendergast.
Dio una pasada tras otra, con una lentitud y precisión exasperantes.
—Por si fuera poco —dijo Constance— ha habido otro encuentro con aquella cosa, lo que llaman el fantasma de humo; lo han visto varias personas, incluido el director del crucero. Casi parece que…
Se calló. No sabía cómo formularlo. Al final dejó la idea a un lado. Seguro que eran imaginaciones suyas.
El afeitado continuó en silencio. Sólo se oía el impacto lejano de las olas y el viento, y de vez en cuando alguna voz en el pasillo. Constance y Marya esperaban. Finalmente, Pendergast acabó de afeitarse, se pasó agua por la cara, cerró la navaja, se secó con una toalla (primero sin frotar y después frotando), se puso la camisa, se abrochó los botones y los gemelos de oro, se pasó la corbata por el cuello y se hizo el nudo con pocos y expertos gestos. Salió del lavabo.
—¿Adónde vas? —preguntó Constance, con exasperación y cierta dosis de miedo—. ¿Tienes alguna idea de lo que está ocurriendo?
Pendergast cogió la chaqueta.
—¿Cómo, pero aún no lo has deducido?
—¡Por supuesto que no! —Constance notó que perdía los estribos—. ¡No me digas que tú sí!
—Naturalmente.
Pendergast se puso la chaqueta y fue hacia la puerta.
—¿Qué?
Se detuvo.
—Tal como había supuesto, todo está relacionado: el robo del Agoyzen, el asesinato de Jordan Ambrose, las desapariciones y los asesinatos en el barco, y ahora la capitán loca que lleva el barco a los acantilados. —Se rió un poco—. Por no hablar de tu «fantasma de humo».
—¿Cómo? —preguntó Constance, exasperada.
—Tú tienes la misma información que yo, y me resulta tan cansino dar explicaciones… Además, todo eso ya no tiene importancia. —Hizo un gesto vago con la mano—. Si es cierto lo que dices, pronto todos nos hundiremos en el cieno del fondo del Atlántico, pero ahora mismo tengo que hacer algo importante. Volveré en menos de una hora. ¿Crees que al menos tendrás tiempo de conseguirme un simple plato de huevos Benedict y un té verde?
Se fue.
Constance siguió mirando fijamente la puerta mucho después de que se cerrara. Se volvió despacio hacia Marya, y tardó un poco en hablar.
—¿Qué pasa? —preguntó Marya.
—Tengo que pedirte un favor.
La camarera esperó.
—Quiero que me traigas lo antes posible a un médico.
Miró alarmada a Constance.
—¿Está enferma?
—No, pero creo que él sí.