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La puerta se abrió sin hacer ruido. Constance se levantó del diván, aguantando la respiración. Pendergast cruzó sigilosamente el umbral y se acercó lentamente al pequeño mueble bar, donde cogió una botella y examinó la etiqueta. Después de destaparla con un ruidito de corcho, sacó una copa y se sirvió un jerez tranquilamente. Se llevó la botella y la copa al sofá. Una vez sentado, dejó la botella sobre una mesita, se apoyó en el respaldo y examinó el color del jerez a contraluz.

—¿Lo has encontrado? —preguntó Constance.

Pendergast asintió con la cabeza, sin dejar de examinar el color del jerez. Después tomó la copa de un trago.

—Ha empeorado la tormenta —dijo.

Constance lanzó una mirada hacia las puertas de cristal que daban al balcón, azotadas por la espuma. Llovía tanto que ya no se veía el mar, sólo una superficie gris que se iba convirtiendo en negra.

—¿Bueno, qué…? —Intentó disimular la emoción—. ¿Qué era?

—Un antiguo mandala. —Pendergast se sirvió otro jerez y levantó la copa hacia Constance—. ¿No me acompañas?

—No, gracias. ¿Qué tipo de mandala? ¿Dónde estaba escondido?

De tan lacónico, a veces era exasperante.

Pendergast bebió sin prisas y exhaló.

—Nuestro hombre lo había escondido detrás de un cuadro de Braque. Lo recortó y volvió a tensar el lienzo para esconder el Agoyzen por detrás. Un Braque precioso, de la primera época cubista, destrozado sin remedio. Qué lástima… De hecho llevaba poco tiempo escondido. Es evidente que se enteró de que la criada se había vuelto loca después de limpiar su camarote. Hasta es posible que estuviera al corriente de mi interés por él. La caja estaba dentro de la caja fuerte. Por lo visto no le pareció lo suficiente segura para el mandala. El tiempo le ha dado la razón. A menos que sólo quisiera tenerlo siempre a mano…

—¿Qué aspecto tenía?

—¿El mandala? La habitual disposición en cuatro partes de cuadrados y círculos que encajan entre sí, realizada en el antiguo estilo Kadampa, extremadamente complicada, aunque de muy poco interés para quien no sea coleccionista o no forme parte de un grupo supersticioso de monjes tibetanos. ¿Me harías el favor de sentarte, Constance? No es agradable hablar con alguien que está de pie cuando se está sentado.

Constance se dejó caer en el asiento.

—¿Ya está? ¿Sólo un mandala antiguo?

—¿Estás decepcionada?

—Bueno, pensaba que nos las tendríamos que ver con algo fuera de lo común, quizás incluso… —Titubeó—. No sé, algo con poderes casi sobrenaturales.

Pendergast emitió una risita seca.

—Me parece que te tomaste tus estudios en Gsalrig Chongg demasiado literalmente.

Bebió un poco más de jerez.

—¿Dónde está? —preguntó ella.

—De momento lo he dejado donde estaba. Con Blackburn no corre peligro, y ahora ya sabemos dónde está. Se lo quitaremos al final del viaje, en el último minuto, cuando no tenga tiempo de reaccionar.

Constance se apoyó en el respaldo.

—No acabo de creerlo. Sólo una pintura thangka…

Pendergast volvió a observar el jerez.

—Nuestro pequeño encargo por amor al arte toca a su fin. Ahora sólo queda el problema de despojar a Blackburn de las posesiones que no le pertenecen, lo cual, como ya he dicho, es una nimiedad. Ya tengo claros casi todos los detalles. Espero que no tengamos que matarle, aunque tampoco lo consideraría una gran pérdida.

—¿Matarle? ¡Pero Aloysius! Eso sí que espero poder evitarlo.

Pendergast arqueó las cejas.

—¿En serio? Creía que a estas alturas ya te habrías acostumbrado…

Constance se quedó mirándolo, perpleja.

—¿Qué quieres decir?

Pendergast sonrió y volvió a bajar la vista.

—Perdona, Constance, ha sido una falta de delicadeza. No, no mataremos a Blackburn. Encontraremos otro modo de arrebatarle su precioso juguete.

Se hizo un largo silencio, durante el cual Pendergast saboreó el jerez.

—¿Has oído los rumores de motín? —dijo Constance.

Parecía que Pendergast no la oyera.

—Acaba de contármelo Marya. Parece que la segundo capitán ha tomado el mando, y que ahora ya no vamos hacia Nueva York, sino hacia Terranova. El pánico se ha generalizado. Van a declarar un toque de queda, y se supone que a mediodía harán un anuncio importante por megafonía. —Constance miró su reloj—. Falta una hora.

Pendergast dejó la copa vacía sobre la mesa y se levantó.

—Estoy un poco cansado. Creo que voy a echarme un rato. ¿Podrías ocuparte de que a las tres, cuando me levante, tenga listo un desayuno de huevos Benedict y té verde Hojicha, recién hecho y caliente?

Se dirigió hacia su dormitorio sin decir nada más, subiendo lentamente la escalera. Poco después su puerta se cerró, y la cerradura hizo un pequeño clic.