Pendergast continuaba mirando el Braque. Poco a poco se fue abriendo paso en su conciencia una pregunta, una duda acuciante que aumentó hasta llenar el vacío creado en su mente e irrumpir en su pensamiento consciente.
El cuadro tenía algo raro.
No era una falsificación. Su autenticidad era tan incuestionable como el hecho de que se trataba del mismo cuadro adjudicado cinco meses atrás en la subasta de invierno de Christie’s. Aun así, había algo que no cuadraba. Le habían cambiado el marco, pero no era lo único…
Se levantó y se acercó a pocos centímetros de su superficie. Después retrocedió despacio, sin apartar ni un momento la vista. De repente lo supo: faltaba una parte de la imagen. El cuadro había perdido cuatro o cinco centímetros en el lado derecho, y como mínimo siete en el borde superior.
Se quedó mirándolo, sin moverse. Estaba seguro de que en Christie’s lo habían vendido intacto. Sólo había una explicación: que el propio Blackburn lo había mutilado por algún motivo.
Respiró más despacio mientras procesaba aquel extraño hecho: un coleccionista de arte había mutilado un cuadro que le había costado más de tres millones de dólares.
Lo descolgó de la pared y lo giró. El lienzo lo habían forrado recientemente, como era de esperar en un cuadro recortado. Se agachó para husmear el lienzo y reconoció el olor a pegamento. Muy fresco, mucho más que cinco meses. Apretó con una uña. El pegamento se había secado hacía muy poco. No podía hacer más de dos días que habían forrado el cuadro.
Miró su reloj: cinco minutos.
Posó rápidamente el cuadro sobre la gruesa moqueta, por el lado pintado. Después sacó una navaja del bolsillo, la introdujo entre el lienzo y el bastidor, y apretó con extremado cuidado, dejando a la vista el lado interno del lienzo. Le llamó la atención una tira oscura y suelta de seda antigua.
El forro era falso. Había algo escondido debajo, algo tan valioso que Blackburn había recortado un cuadro de tres millones de dólares para ocultarlo.
Examinó rápidamente el falso forro. Se mantenía tenso a causa de la presión entre el lienzo y el bastidor. Lentamente y con precaución, arrancó el lienzo de un lado del bastidor, desprendió el forro y repitió la misma operación en los otros tres lados. Sin levantar el cuadro de la moqueta, cogió entre el pulgar y el índice las esquinas del forro, que ya estaban sueltas, y lo apartó.
Entre el falso forro y el auténtico había una pintura sobre seda, cubierta con una tela suelta, también de seda. La sostuvo a cierta distancia y la dejó en el suelo. Después apartó la tela.
Durante un momento su mente se quedó en blanco. Era como si una inesperada ráfaga de viento hubiera levantado el polvo que pesaba sobre su cerebro, dejando a su paso una pureza cristalina. La imagen se ensambló en su conciencia, a medida que recuperaba la actividad intelectual. Era un mandala tibetano antiquísimo, de una complejidad asombrosa, extraordinaria, inabarcable. Aquella fantasía geométrica, intrincada hasta extremos enloquecedores, se componía de un torbellino de formas enlazadas, con ribetes dorados y plateados; una paleta inquietante y turbadora de colores sobre un espacio negro. De hecho parecía una galaxia, con miles de millones de estrellas girando alrededor de una entidad en rotación, algo de una densidad y un poder excepcionales…
Sintió que la entidad del centro del extraño dibujo atraía su mirada y tras fijarla en ella descubrió que ya no podía apartarla. Tras un primer esfuerzo, todavía débil, realizó otro más enérgico, mientras se maravillaba de que aquella imagen tuviese el poder de cautivar de igual modo su mente y su mirada. Había sido todo tan rápido, tan furtivo, por decirlo de algún modo, que no había podido prepararse. El agujero negro del centro del mandala parecía vivo, palpitante, como algo que hirviese de la forma más repulsiva imaginable, abriéndose como un pútrido orificio. Tuvo la sensación de que en el centro de su frente se había abierto un agujero equivalente, y de que los incontables recuerdos, experiencias, opiniones y pareceres que componían una personalidad tan única como la suya estaban siendo retorcidos y alterados; de que su propia alma estaba siendo extraída del cuerpo y engullida por el mandala, en cuyo interior él se convertía en el mandala, y el mandala en él. Era como si se estuviese transfigurando en el cuerpo metafísico del Buda iluminado. Pero no era el Buda.
Ahí estaba lo terrorífico del caso, lo pura, implacable, inexorablemente terrorífico.
Se trataba de otro ser universal, el antibuda, la manifestación física de la maldad en estado puro. Y estaba ahí, con él, en aquel cuadro. En aquella habitación…
Y en su cabeza…