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LeSeur interceptó a la capitán Mason justo cuando cruzaba la escotilla de seguridad del puente exterior. Al ver su cara, Mason se paró.

—Capitán Mason… —fue lo único que consiguió decir LeSeur.

Ella le miró sin dejar traslucir sus emociones. Seguía ofreciendo una imagen de calma y compostura, con el pelo recogido debajo de la gorra de capitán, hasta la última hebra. Lo único que delataba su profundo cansancio eran los ojos.

Miró hacia el puente por la escotilla interior, y tras un rápido vistazo profesional, que le permitió formarse una idea del estado de las operaciones, prestó atención a LeSeur.

—¿Quería decirme algo, señor LeSeur?

Su voz era de una neutralidad muy estudiada.

—¿Ya se ha enterado del último asesinato?

—Sí.

—El comodoro Cutter se niega a desviarse hacia St. John’s. Mantenemos rumbo a Nueva York. Sesenta y cinco horas y pico.

Mason no dijo nada. Cuando LeSeur se volvió para marcharse, sintió el peso de su mano en un hombro, lo que le sorprendió un poco. Era la primera vez que Mason le tocaba.

—Oficial LeSeur —dijo ella—, quiero que me acompañe cuando hable con el comodoro.

—Me han echado del puente, señor.

—Considérese readmitido. Y haga el favor de llamar al puente a los oficiales segundo y tercero, así como al señor Halsey, el ingeniero jefe. Les necesitaré como testigos.

LeSeur sintió que se le aceleraba el corazón.

—Sí, señor.

No hicieron falta más de cinco minutos para reunir discretamente a los oficiales y a Halsey, y volver al puente. Encontraron a Mason en la escotilla de seguridad. LeSeur vio por encima del hombro de la capitán que el comodoro todavía daba vueltas frente a los ventanales del puente. Caminaba aún más despacio que antes, poniendo un pie delante del otro con una precisión excepcional. Iba con la cabeza baja, ajeno a todos y a todo. Al oírles entrar, se detuvo y alzó la vista. LeSeur era consciente de que la imagen de todo el personal del puente formando a sus espaldas no podía pasar desapercibida a Cutter.

Los ojos acuosos del capitán repartieron su atención entre Mason y LeSeur.

—¿Qué hace aquí el primer oficial, capitán? Acabo de decirle que se fuera.

—Le he pedido que volviera al puente, señor.

Hubo un largo silencio.

—¿Y estos otros oficiales?

—A ellos también se lo he pedido.

Cutter insistió en mirarla fijamente.

—Se está insubordinando, capitán.

Mason contestó tras una pausa.

—Con todo respeto, comodoro Cutter, solicito que justifique su decisión de mantener el rumbo a Nueva York en lugar de desviarnos hacia St. John’s.

La mirada de Cutter se endureció.

—Ese asunto ya lo habíamos zanjado. Se trata de un desvío innecesario y desacertado.

—Disculpe, señor, pero la mayoría de sus oficiales (así como una delegación de pasajeros de especial relieve, si se me permite decirlo) no están de acuerdo.

—Repito: se está insubordinando. A partir de este momento queda relevada del mando. —Cutter se volvió hacia los dos empleados de seguridad que montaban guardia junto a la escotilla del puente—. Llévense del puente a la capitán Mason.

Los dos vigilantes se acercaron a Mason.

—Acompáñenos, por favor —dijo uno de ellos.

Mason no les hizo caso.

—Comodoro Cutter, usted no ha visto lo que yo. Lo que nosotros. A bordo de este barco hay cuatro mil trescientos pasajeros y tripulantes aterrorizados. El personal de seguridad es insuficiente para hacer frente a una situación de esta magnitud, como no tiene inconveniente en reconocer el propio señor Kemper. La situación, por otro lado, se agrava por momentos. El control del barco, y por lo tanto su seguridad, corren un riesgo inminente. Insisto en que nos desviemos al puerto más cercano, St. John’s. Cualquier otro rumbo pondría el barco en peligro e incurriría en negligencia según el artículo V del Código Marítimo.

LeSeur casi no podía respirar. Esperaba una explosión de ira, o una fría negativa al estilo del capitán Bligh, pero lo que hizo Cutter fue del todo inesperado. Pareció que todo su cuerpo se relajase. Rodeó la consola y se apoyó en el borde, juntando las manos. Había cambiado por completo de actitud.

—Capitán Mason, estamos todos bastante tensos. —Miró a LeSeur—. Es posible que también me haya precipitado en responderle a usted, señor LeSeur. Si los barcos tienen un comandante, y si sus órdenes nunca se cuestionan, es por una razón. No podemos permitirnos la distracción ni el lujo de empezar a discutir entre nosotros, debatir nuestros argumentos y votar como un comité. Sin embargo, dadas las circunstancias, voy a explicar mi razonamiento. Lo diré una sola vez, y espero… —Su voz se endureció de nuevo al mirar a los oficiales del puente y al ingeniero jefe—. Espero que presten atención. Todos ustedes deben aceptar la antigua y consagrada inviolabilidad de la prerrogativa del capitán de tomar decisiones a bordo de su barco, incluso en situaciones de vida o muerte, como es la presente. De mis posibles errores habrá tiempo de ocuparse una vez que lleguemos a puerto.

Se irguió.

—Estamos a veintidós horas de St. John’s, pero sólo si mantenemos esta velocidad. Si nos desviásemos, nos meteríamos en el centro de la tormenta. En vez de un mar de popa, quedaríamos sujetos a un mar de costado, y después, al cruzar los Grand Banks, a un mar de proa. Suerte tendríamos si mantuviéramos veintidós nudos. Según este cálculo, St. John’s no queda a veintidós horas, sino a treinta y dos, y eso a condición de que no empeore la tormenta. No me parece nada descabellado calcular cuarenta horas para llegar hasta St. John’s.

—Sigue siendo un día menos…

El capitán levantó una mano, muy serio.

—Si no le importa… Por otro lado, un rumbo directo a St. John’s nos aproximaría peligrosamente a Eastern Shoal y a las Carrion Rocks. Por lo tanto, deberíamos calcular una trayectoria que esquivara todos esos obstáculos, lo cual nos haría perder como mínimo una o dos horas más. En total son cuarenta y dos horas. Los Grand Banks están abarrotados de pesqueros. Algunos de los más grandes capearán la tormenta en alta mar echando el ancla y sin moverse; por lo tanto, tendrían prioridad en cualquier encuentro. Reduciendo dos nudos la velocidad y teniendo que hacer maniobras, perderíamos algunas horas más. Aunque estemos en julio, aún no ha terminado la temporada de icebergs, y tenemos constancia de que hace poco se han visto algunos de pequeño tamaño en los márgenes externos de la corriente de Labrador, al norte de Eastern Shoal. Añadamos otra hora. En consecuencia, no estamos a veintidós horas de St. John’s, sino a cuarenta y cinco.

Hizo una pausa teatral.

—El Britannia se ha convertido en el escenario de un asesinato, y todos sus pasajeros y tripulantes, en sospechosos. Sea cual sea el puerto al que lleguemos, el barco quedará retenido por las autoridades, y no recuperará la libertad hasta que se haya procedido a un examen forense completo y se haya interrogado a todos los pasajeros y a todo el personal. St. John’s es una ciudad pequeña y provinciana de una isla del Atlántico, con una dotación policial minúscula, y un pequeño destacamento de la Policía Montada. No dispone ni de lejos de los recursos necesarios para una recogida de pruebas eficaz. El Britannia podría permanecer semanas, o incluso más de un mes, en St. John’s, al igual que su tripulación y muchos pasajeros, lo que haría perder cientos de millones de dólares a la compañía. El elevado número de pasajeros de este barco colapsaría la ciudad.

Miró al grupo, que guardaba silencio, y se humedeció los labios.

—En cambio Nueva York tiene las infraestructuras necesarias para llevar a cabo una investigación criminal y forense como Dios manda. Las molestias, para los pasajeros, serán mínimas, y lo más probable es que el barco quede en libertad al cabo de unos días. Lo más importante es que la investigación tendrá a su disposición lo último en tecnología. Encontrarán al asesino y le juzgarán. —Cutter cerró despacio los ojos, y volvió a abrirlos. Fue un gesto lento y extraño, que provocó un escalofrío a LeSeur—. ¿Me he explicado bien, capitán Mason?

—Sí —dijo ella, con una voz fría como el hielo—, pero permítame señalar un dato que se le ha pasado por alto, señor: el asesino ha matado cuatro veces en cuatro días; una vez al día, con precisión cronométrica. Las veinticuatro horas de más a Nueva York equivalen a una muerte suplementaria. Una muerte innecesaria. Una muerte de la que usted será personalmente responsable.

El silencio fue terrible.

—¿Qué más da que se moleste a los pasajeros? —añadió Mason—. ¿O que el barco pueda quedar retenido en puerto? ¿O que la compañía pierda millones de dólares? ¿Qué más da si lo que está en juego es una vida humana?

—¡Es verdad! —dijo LeSeur, con más fuerza de lo que pretendía. Le produjo una vaga sorpresa reconocer su propia voz, pero estaba totalmente harto (de los asesinatos, de la burocracia del barco y de que no se hiciera otra cosa que hablar de los beneficios de la compañía) y no pudo aguantarse—. En el fondo todo gira alrededor de lo mismo, del dinero. Al final se reduce todo a eso, al dinero que pueda perder la compañía si el barco se queda unas semanas sin poder salir de St. John’s. ¿Qué queremos salvar, el dinero de la compañía o la vida de una persona?

—Señor LeSeur —dijo Cutter—, lo que dice está fuera de lugar…

Pero LeSeur le interrumpió.

—La última víctima ha sido una chica inocente de dieciséis años. ¡Una niña, por Dios! Una niña que viajaba con sus abuelos. ¡Secuestrada y asesinada! ¿Y si fuera hija suya? —Se volvió hacia los demás—. ¿Dejaremos que vuelva a ocurrir? Si seguimos el rumbo que aconseja el comodoro Cutter es muy probable que condenemos a una muerte horrible a otro ser humano.

Vio que los oficiales del puente asentían. La compañía despertaba una gran hostilidad. Mason había puesto el dedo en la llaga. El único que permanecía impasible era Halsey, el ingeniero jefe.

—No me deja elección, señor —dijo Mason, sin levantar la voz, pero con una elocuencia medida, casi feroz—. O cambiamos de rumbo, o me veré obligada a invocar el artículo V.

Cutter se quedó mirándola.

—Sería muy poco recomendable.

—Es lo último que me gustaría hacer, pero si sigue negándose a entrar en razón no me dejará otra alternativa.

—¡Y una mierda!

La palabrota, que llamaba la atención en labios del comodoro, provocó una extraña sorpresa en todo el puente.

—¿Comodoro? —dijo Mason.

Cutter no contestó. Se había puesto a mirar por las ventanas del puente, con la vista fija en un punto indeterminado del horizonte. Movía los labios, pero sin hablar.

—¿Comodoro? —repitió Mason.

No hubo respuesta.

—Muy bien. —Mason se volvió hacia los presentes—. Como segundo de a bordo del Britannia, me acojo al artículo V en contra del comodoro Cutter por abandono del deber. ¿Quién me apoya?

El corazón de LeSeur latía con tal fuerza que su caja torácica parecía a punto de reventar. Cuando miró a su alrededor, sólo vio miradas de miedo e indecisión. Dio un paso al frente.

—Yo —dijo.