Con mucho, muchísimo cuidado, Pendergast sacó la caja medio deshecha. Después se acercó una lupa de joyero a un ojo, y usó unas pinzas para remover los residuos del interior (insectos muertos, partículas de resina, serrín y fibras) y depositar las sustancias elegidas en diversos pequeños tubos de ensayo que sacó de los bolsillos de su chaqueta. Al terminar, volvió a poner en su sitio la tapa de la caja, recomponiéndola con minuciosidad, y la dejó en la caja fuerte, dentro del rectángulo de serrín de donde la había levantado. Por último cerró la caja fuerte, introdujo la tarjeta en la cerradura, cerró el armario de teca y retrocedió.
Miró su reloj. Quedaban diecinueve minutos.
Fuera cual fuese el objeto, Blackburn lo había escondido en algún otro lugar de la suite.
Miró por el salón, examinando cada objeto. Muchos de ellos podían descartarse de antemano, porque superaban las dimensiones de la caja, pero también había bastantes que podían caber dentro de ella, aunque fuera con dificultad; demasiados para poder examinarlos detenidamente en un cuarto de hora.
Subió la escalera y registró los dormitorios, los baños y el gimnasio. Reparó en que Blackburn sólo había redecorado el salón; con la única excepción de un juego de sábanas de seda con el monograma grande y ostentoso de una «B», las habitaciones de arriba conservaban la decoración original.
Volvió al salón y se quedó en el centro, mientras sus ojos plateados se fijaban en todos los objetos. Aunque eliminase los que no eran ni tibetanos ni indios, o posteriores al siglo XIII, seguían quedando demasiados. Había una lanza ritual de hierro con ataujías de oro y plata, una daga phur-bu de oro macizo cuya hoja triangular salía de la boca de Makara, varias ruedas de oración de marfil y plata exquisitamente labradas con mantras, un dorje ritual de plata con incrustaciones de turquesa y coral, y varios thangkas y mandalas antiguos.
Todo ello extraordinario, pero ¿cuál de ellos era el Agoyzen (si alguno lo era), aquel objeto terrible y prohibido que expurgaría la Tierra de la plaga humana?
Su mirada se posó en las extraordinarias pinturas thangka que se sucedían en las paredes: imágenes de divinidades y demonios tibetanos con bordes de ricos brocados de seda, usados como objetos de meditación. La primera imagen, exquisita, representaba al bodhisattva Avalokiteshvara, el Buda de la Compasión; le seguía una feroz imagen del demonio Kalazyga, con colmillos, tres ojos y un tocado hecho de calaveras, bailando salvajemente en medio de un fuego. Pendergast examinó los thangkas con la lupa. Después arrancó un hilo de seda del borde de cada uno y también los examinó.
El siguiente paso fue acercarse al mayor de los mandalas, que estaba colgado sobre la chimenea de gas. Era una pieza deslumbrante, una representación intrincada y metafísica del cosmos que al mismo tiempo era una imagen mágica del estado interior del Buda iluminado, a la vez que el esquema de un templo o de un palacio. Los mandalas estaban destinados a la contemplación; eran accesorios para la meditación, con proporciones de un equilibrio mágico, y cuya finalidad era purificar y sosegar la mente. Quedarse mirando un mandala era experimentar, aunque sólo fuese un momento, la nada que se halla en el corazón de la iluminación.
Aquel mandala era de una calidad fuera de lo común. Al observarlo, la visión de Pendergast quedó atraída casi magnéticamente por el centro del objeto, mientras sentía la paz y la libertad de los apegos que emanaban de él, tan familiares.
¿Sería el Agoyzen? No. Allí no había amenaza ni peligro algunos.
Miró su reloj. Blackburn regresaría en doce minutos. Ya no tenía tiempo de examinar objetos concretos. Volvió al centro de la sala y se quedó pensando.
El Agoyzen estaba en el salón. De eso estaba seguro. Sin embargo, también lo estaba de que seguir buscando equivalía a perder un tiempo muy valioso. Se acordó de una máxima budista: «Cuando dejes de buscar, encontrarás».
Se sentó en el sofá de Blackburn, exageradamente mullido, y cerró los ojos. Lentamente, con calma, vació su mente. Cuando alcanzó la paz mental, cuando dejó de importarle encontrar el Agoyzen, abrió los ojos y volvió a mirar la sala, manteniendo el vacío en su mente y la inactividad del intelecto.
Su mirada se dirigió hacia un magnífico cuadro de Georges Braque, discretamente colgado en un rincón. Conservaba un vago recuerdo de aquella pieza: era una de las primeras obras maestras del cubista francés, subastada hacía poco tiempo en Christie’s de Londres y adquirida (recordó) por un comprador anónimo.
Se dio el gusto de examinar el cuadro relajadamente, sin moverse del sofá.
Siete minutos.