A las diez y tres minutos, en un pasillo de la cubierta 9 donde no había ni un alma, se entreabrió la puerta de un cuadro eléctrico. La alarma antiincendios había dejado de ulular, pero el mensaje de emergencia seguía repitiéndose sin descanso por el sistema interno de megafonía del barco. De un lado llegaban las voces de los responsables de control de incendios, cada vez más apagadas; del otro, un vago y confuso rumor procedente del salón de proa. Tras un breve titubeo, Pendergast salió de la oscuridad del cuadro eléctrico como una araña de su guarida. Lo primero que hizo fue mirar atentamente hacia ambos lados del pasillo, con su suelo de moqueta y su papel de pared. Después, con rapidez felina, se acercó a la puerta principal del tríplex Penhurst, la abrió, entró y activó la cerradura de seguridad.
Permaneció un momento en la entrada, sin moverse. Al fondo, en el salón, las cortinas corridas tapaban una oscura mañana de tormenta. Sólo una luz muy tenue se filtraba en el silencio del camarote. Pendergast oía la vaga pulsación de los motores, y la lluvia y el viento que azotaban las ventanas. Inhaló con todos los sentidos en alerta máxima, y a duras penas detectó un ligero rastro del mismo olor a cera, humo y resina descrito por el taxista; un olor que él conocía del monasterio interior de Gsalrig Chongg.
Echó un vistazo a su reloj: veinticuatro minutos.
El tríplex Penhurst era una de las dos suites más grandes del barco. Más que un camarote parecía un elegante apartamento, con tres dormitorios y gimnasio en los pisos de arriba, y salón, cocina, comedor y balcón en el de abajo, conectados mediante una escalera de caracol. Abandonó el recibidor y penetró en la oscuridad del salón. La penumbra estaba llena de vagos reflejos de plata, oro, turquesa y barniz. Al encender las luces, le deslumbró un momento la excepcional y ecléctica colección de arte que apareció ante sus ojos: cuadros cubistas de la primera época de Braque y Picasso, mezclados indiscriminadamente con obras maestras de la pintura y la escultura asiáticas, procedentes de la India, el sudeste de Asia, el Tíbet y la China. También había otros tesoros: una mesa cubierta de antiguas piezas inglesas de plata repujada y cajas de rapé de oro, varias estanterías con monedas de oro de la antigua Grecia y una extraña colección que parecía estar compuesta de agujas de toga y cintos romanos.
La colección, en su conjunto, era propia de un coleccionista dotado de muy buen ojo, gusto irreprochable y recursos económicos ilimitados, pero sobre todo de un hombre culto y con criterio, con unos intereses y conocimientos que iban mucho más allá de los simples negocios.
Se preguntó si aquélla podía ser la misma persona que había mutilado a Jordan Ambrose después de su muerte, de una manera gratuita y sádica. Una vez más, pensó en la incoherencia psicológica que se apreciaba en todos los aspectos del asesinato de Ambrose.
Fue directamente al gran armario de teca del fondo del salón, donde Constance le había informado que estaba la caja fuerte de la suite. Lo abrió, sacó la tarjeta magnética que le había proporcionado Kemper y la deslizó en la ranura. Poco después la puerta se abrió un poco, con un suave clic.
La abrió del todo y miró dentro. En ese momento salió una vaharada de resina y humo. Lo único que contenía la caja fuerte era una caja de madera larga y rectangular, cubierta de inscripciones tibetanas descoloridas.
La levantó con el máximo cuidado, reparando en lo poco que pesaba. Estaba tan llena de agujeros de insecto que parecía una esponja reseca, a punto de deshacerse y soltar polvo al menor contacto. Deshizo el antiguo cierre de latón y levantó la tapa con cautela. Se le partió en las manos. Retiró las piezas cuidadosamente y escrutó el interior de la caja.
Estaba vacía.