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En la otra punta del barco, siete cubiertas más abajo, Emily Dahlberg salió del Café Soho después de un desayuno ligero, que había consistido en té y bollos, y se internó por la zona comercial que recibía el nombre de Regent Street. Prefería aquella concentración de tiendas de lujo a la otra, la de la cubierta 6: St. James. Gracias a la decoración, el pasillo parecía la auténtica Regent Street de cien años atrás. Habían hecho un gran trabajo, con farolas de gas de verdad, adoquines y tiendecitas elegantes de ropa en ambos lados. Emily llegaba justo a tiempo; a diferencia de los casinos y los clubes, abiertos a todas horas, Regent Street tenía un horario más normal. Eran las diez. Justo empezaban a abrir las tiendas y a encender las luces, mientras el personal retiraba las rejas metálicas.

Las diez. Faltaba una hora y media para que llegase el momento de reunirse otra vez con Gavin Bruce, y planear el siguiente movimiento.

Se acercó al primer escaparate y echó un vistazo. Conocía bien la auténtica Regent Street, y no era tan cara como aquellas tiendas. Increíble, pensó al mirar por el escaparate: mil cien libras por un vestido de cóctel color gris ostra, un poco ahuecado, que en Londres valía una tercera parte. Por alguna razón, en los cruceros quedaba en suspenso el sentido común.

Sonrió vagamente al pasear por la falsa avenida, mientras pensaba en otras cosas. Lo más curioso fue que a pesar del pánico, la confusión y el temor que reinaban, le vino a la memoria el elegante señor Pendergast. No le había visto desde la cena inaugural, aparte de cruzárselo una vez en el casino, pero era una presencia constante en sus pensamientos: cincuenta y un años de vida, y tres maridos, a cual más rico, pero nunca había conocido a nadie tan intrigante como Aloysius Pendergast. Lo más raro de todo era que no sabía qué le llamaba tanto la atención de aquel hombre. Bueno, en realidad sí; lo sabía desde la primera mirada, y las primeras palabras melosamente surgidas de sus labios…

Se paró a admirar un top de Cornelli con lentejuelas, mientras sus pensamientos tomaban derroteros vagamente deliciosos y sensuales antes de volver al presente. Sus primeros dos maridos eran de la aristocracia inglesa, terratenientes chapados a la antigua que se habían asustado de su competencia y de su independencia. Sólo en el tercero, un magnate de la industria cárnica estadounidense, había encontrado Emily a alguien que estuviera a su altura. Por desgracia había muerto en sus brazos de una embolia, en el transcurso de una cópula particularmente vigorosa. Emily se había embarcado en el Britannia con la esperanza de encontrar a un cuarto marido (la vida era corta, y le aterrorizaba pasar su vejez sola con sus caballos), pero con todo el lío del asesinato las perspectivas parecían francamente malas.

Bueno, daba igual. En Nueva York asistiría a la fiesta del Guggenheim, a la juerga de la revista Elle, a la cena de gala del Metropolitan Club y a toda una serie de actos en los que podría conocer a buenos candidatos. Pensó que hasta era posible que se viese obligada a rebajar sus exigencias… pero sólo un poco.

O bien pensado, tal vez no… Estaba segura, por ejemplo, de que con el señor Pendergast no haría falta rebajar ninguna exigencia; al menos todo lo segura que podía estar sin haberle quitado la ropa.

Vio que la gente caminaba sin prisas. Había menos de la habitual, sin duda a causa de la mala mar, las desapariciones y el asesinato; a menos que estuvieran todos durmiendo la mona, porque Emily estaba sorprendida de la cantidad de alcohol que había visto consumir la noche anterior en los restaurantes, los clubes y los salones.

Se acercó a otra tienda de lujo, la última del centro comercial, que abría sus puertas en aquel momento. Aguardó sin prisas a que subieran la persiana con un ruido horrible (lo que en Regent Street tenía encanto, en un barco era sencillamente detestable) y se llevó la agradable sorpresa de ver aparecer el cristal blindado de una pequeña peletería. Ella no llevaba pieles, pero sabía reconocer una buena pieza y disfrutaba viéndolas. En el escaparate, un empleado ajustaba minuciosamente un abrigo largo de piel que se había movido un poco del maniquí, uno de esos maniquíes antiguos de mimbre. Dahlberg se quedó admirando el abrigo, muy completo. «Con esto no se pasaría frío ni en un gulag siberiano», pensó, sonriendo.

Entre ajustes y estirones, el empleado empezó a ponerse nervioso. En un momento dado se dio cuenta de que estaban mal abrochados los botones, y puso los ojos exageradamente en blanco. Los desabrochó y abrió las solapas. De repente se derramó un líquido espeso del maniquí, seguido por lo que parecía una cuerda entre blanca y rojiza. Evidentemente, el empleado notó que tenía las manos mojadas, porque se las acercó a la cara. Estaban rojas, de un rojo viscoso que sólo podía ser sangre.

Sangre…

Emily Dahlberg se tapó la boca. Más violenta fue la reacción del empleado, que al echarse hacia atrás resbaló en el suelo manchado de sangre, perdiendo el equilibrio. Gritó, agitó los brazos y se aferró al maniquí. Entonces se cayó todo al suelo, el empleado, el abrigo y el maniquí; al abrirse el chaquetón dejó a la vista un cadáver.

Pero no, Emily Dahlberg vio que no era un cadáver, al menos completo, sino una maraña de órganos rojos, blancos y amarillos que salían de un agujero practicado de cualquier manera en el torso de mimbre del maniquí. Durante un momento no pudo moverse; se quedó boquiabierta del susto y de incredulidad. Había visto bastantes escenas sanguinarias en la planta cárnica familiar, del brazo de su tercer marido, para saber que aquellos órganos no eran de ganado. Los de ganado eran más grandes. Se trataba de algo totalmente distinto…

De repente se dio cuenta de que sus brazos y sus piernas volvían a responder. Justo cuando se giraba y se iba por donde había venido, caminando con paso algo inestable por Regent Street, oyó gritos a sus espaldas, pero no miró ni una sola vez hacia atrás.