Kemper salió de la central de informática y procesamiento de datos de la cubierta B para ir a los ascensores más próximos. Había tardado casi toda la noche en organizar la falsa alarma. Pocas cosas eran más difíciles que modificar los sistemas de gestión de seguridad del barco sin dejar rastro, excepto desconectar el sistema de aspersores. Se dijo con pesar que no estaba tan lejos la época en la que los únicos sistemas electrónicos presentes a bordo de los transatlánticos eran el radar y las comunicaciones. Ahora parecía que hubieran convertido todo el barco en un sistema gigante e interconectado. Era como un enorme ordenador flotante.
Llegó el ascensor. Kemper subió y pulsó el botón de la cubierta 9. Disparar una falsa alarma en un barco donde ya imperaba el nerviosismo, y cuyo capitán se negaba a aceptar la realidad (en el mejor de los casos, ya que también era posible que estuviera mal de la cabeza), aparte de hacerlo en plena tormenta en medio del Atlántico, rozaba la locura. Como se enterara alguien, no sólo se quedaría sin trabajo, sino que probablemente se pudriría en la cárcel. Le pareció increíble haberse dejado convencer por Pendergast.
Pero sólo hasta que se acordó de la dirección de la empresa.
La puerta del ascensor se abrió en la cubierta 9. Kemper salió y miró su reloj: las nueve y cuarto. Con las manos en la espalda, y una sonrisa en el rostro, se paseó por el pasillo de estribor saludando y sonriendo a los pasajeros que volvían del desayuno. La cubierta 9 era una de las más lujosas del barco. Rezó por que, tras un esfuerzo tan minucioso por su parte, no se disparasen los aspersores. Sería un desastre muy ruinoso para la North Star, teniendo en cuenta que algunos camarotes y suites estaban decorados por los propios pasajeros, con antigüedades, cuadros y esculturas de muchísimo valor.
Empezando por el tríplex de Blackburn.
Miró otra vez el reloj, fingiendo normalidad. Las nueve y cincuenta y ocho. Hentoff ya debía de estar al final del pasillo de la cubierta 9, con un vigilante, listo para entrar en acción.
¡Iiiiiiiii! La alarma antiincendios reverberó como un grito por el elegante pasillo, seguida por una voz grabada, muy afectada:
«Atención, esto es un aviso de incendio. Todos los pasajeros deben evacuar inmediatamente la zona. Personal del barco a sus puestos. Por favor, sigan las instrucciones situadas en las puertas de los camarotes, o las órdenes del personal antiincendios. Atención, esto es un aviso de incendio. Todos los pasajeros…»
Se abrieron puertas a ambos lados del pasillo, y empezaron a salir pasajeros, algunos vestidos y otros en camisón o camiseta. Kemper se maravilló de su rapidez de reacción. Casi parecía que estuviesen esperándolo.
—¿Qué ocurre? —preguntó alguien—. ¿Qué ha pasado?
—¿Un incendio? —dijo otra voz entrecortada, al borde del pánico—. ¿Dónde?
—¡Escúchenme! —gritó Kemper, acercándose por el pasillo—. ¡Que no cunda el pánico! ¡Por favor, salgan de sus camarotes y aléjense de aquí! ¡Reúnanse en el salón de proa!
«… Atención, esto es un aviso de incendio…»
Una mujer alta y corpulenta, con un voluminoso camisón, salió de un camarote y se le echó encima con los brazos abiertos.
—¿Un incendio? ¡Dios mío! ¿Dónde?
—Tranquila, señora. Haga el favor de ir hacia el salón de proa, no pasará nada.
Le rodearon más personas.
—¿Adónde vamos? ¿Dónde está el incendio?
—¡Vayan hacia el final del pasillo, y reúnanse en el salón!
Kemper se abrió camino. De momento no salía nadie del tríplex de Blackburn. Vio a Hentoff, que llegaba corriendo con el vigilante, apartando pasajeros.
—¡Pepys! ¡Mi Pepys!
Una mujer, que iba a contracorriente de la multitud, pasó rozando a Kemper y se metió otra vez en su suite. El vigilante quiso detenerla, pero Kemper sacudió la cabeza. Reapareció poco después, con un perro.
—¡Pepys! ¡Menos mal!
Kemper miró de reojo al director del casino.
—El tríplex Penhurst —murmuró—. Tenemos que asegurarnos de que se desocupe.
Mientras Hentoff se apostaba a un lado de la puerta, el vigilante aporreó la madera brillante.
—¡Alarma de incendio! ¡Salgan todos!
Nada. Hentoff miró a Kemper, que asintió con la cabeza. El vigilante sacó una tarjeta maestra y la pasó por el lector. La puerta se abrió con un clic. Entraron los dos.
Kemper se quedó esperando en la puerta. Poco después oyó voces dentro de la suite. Una mujer con uniforme de criada salió corriendo del tríplex y se fue por el pasillo. El siguiente en aparecer fue Blackburn, sujeto por el vigilante.
—¡No me toques con tus sucias manos, hijo de puta! —gritó exasperado.
—Lo siento, pero son las normas —dijo el vigilante.
—¡Qué coño va a haber un incendio! ¡Si ni siquiera huele a humo!
—Son las normas, señor —repitió Kemper.
—¡Pues al menos cierren mi puerta con llave!
—La normativa antiincendios prohíbe cerrar puertas durante una emergencia; y ahora, si hace el favor de ir al salón de proa, donde se han reunido los pasajeros…
—¡No pienso dejar abierto mi camarote!
Blackburn se soltó e intentó meterse otra vez en su suite.
—Señor —dijo Hentoff, cogiéndole por la chaqueta—, si no nos acompaña tendremos que detenerle.
—¡Pues deténgame!
Blackburn intentó darle un puñetazo, pero Hentoff lo esquivó. Después el millonario se lanzó hacia la puerta, y Hentoff se le echó encima sin pensárselo dos veces. Rodaron por el suelo, los dos con traje, hasta que se oyó una tela que se rompía.
Kemper se acercó corriendo.
—¡Espósale!
El vigilante sacó unas esposas PlastiCuffs, y en el momento en el que Blackburn se ponía sobre Hentoff e intentaba levantarse, le tiró hábilmente al suelo, juntó sus manos y se las esposó en la espalda.
Blackburn se resistía, temblando de rabia.
—¿Saben quién soy? ¡Pagarán por este…!
Trató de incorporarse.
En ese momento intervino Kemper.
—Señor Blackburn, sabemos perfectamente quién es. Y ahora escúcheme bien, si es tan amable. O se dirige pacíficamente al salón de proa, o le haré encerrar en la cárcel del barco, y no saldrá hasta que toquemos puerto. En ese momento será entregado a las autoridades locales, acusado de agresión.
Blackburn le miró fijamente, resoplando.
—Pero si se tranquiliza y sigue las órdenes, le quitaré ahora mismo las esposas y olvidaremos este ataque no provocado a personal del barco. Si es una falsa alarma, volverá a estar en su suite dentro de media hora. ¿Qué elige?
Tras algunos resoplidos Blackburn bajó la cabeza.
Kemper hizo señas al vigilante, que le quitó las esposas.
—Llévatelo al salón, y que no salga nadie en media hora.
—Sí, señor.
—Después, si dan la señal de que ha pasado el peligro, podrán volver a sus suites.
—Muy bien, señor.
El vigilante acompañó a Blackburn por el pasillo, ya vacío. Kemper y Hentoff se quedaron solos, en silencio. Menos mal que no se habían disparado los aspersores. Los preparativos de Kemper no habían sido en vano. Llegaron los bomberos, arrastrando mangueras y el resto del equipo. Entraban y salían de los camarotes, buscando el fuego. Había que seguir el protocolo, aunque empezara a estar claro que probablemente había sido una falsa alarma.
Kemper miró a Hentoff, y dijo en voz baja:
—Mejor que nos vayamos, no quiero estar aquí cuando Pendergast…
—No lo digas.
Hentoff se alejó por el pasillo, como si no viera momento de irse.