LeSeur estaba al fondo del puente, junto a Mason, mirando al comodoro Cutter, que iba arriba y abajo con las manos en la espalda frente al puesto de control, en paralelo a los monitores de pantalla plana. El comodoro ponía cuidadosamente un pie delante del otro, con estudiada lentitud. Al caminar por toda la anchura del puente, la silueta de su cuerpo saltaba de pantalla en pantalla. Lo que no se movía eran sus ojos, fijos al frente, sin mirar los monitores ni al oficial de guardia, desplazado e incómodo en un lado del puente.
LeSeur echó un vistazo a las pantallas del radar y del sistema meteorológico. El barco navegaba por el borde sur de un gran frente borrascoso, su característica más inusual era que se movía en sentido horario. La parte positiva era que navegaban con el viento en popa; la negativa era que eso significaba desplazarse con mar de popa. Los estabilizadores ya llevaban varias horas totalmente extendidos. Aun así, el barco daba unos lentos bandazos rotativos que con toda seguridad empeorarían el malestar de los pasajeros. Volvió a mirar los monitores. La altura de las olas era de nueve metros, la velocidad del viento de cuarenta nudos, y en el radar se apreciaba mucha dispersión. A pesar de todo, el comportamiento del buque era excelente. No pudo evitar una punzada de orgullo.
De repente apareció a su lado Kemper; su cara se veía de un azul espantoso a la luz artificial de las pantallas. Parecía tener mil cosas en la cabeza.
—Disculpe un momento, señor —murmuró.
LeSeur miró a Mason y le hizo una señal con los ojos. Siguieron a Kemper a una de las alas cubiertas del puente. Llovía con fuerza contra las ventanas, formando grandes cortinas de agua. Al otro lado, todo estaba negro.
Kemper dio una hoja de papel a LeSeur, sin decir nada. La luz era escasa. Aun así, el primer oficial hizo una lectura rápida.
—Madre mía… ¿Dieciocho denuncias más de desaparición?
—Sí, señor, pero si llega al final verá que ya han aparecido dieciséis. En cuanto alguien sale diez minutos de su camarote, su marido o su mujer avisa a seguridad. La cuestión es que se está agravando la situación. Empieza a cundir el pánico entre los pasajeros, y mis subordinados están prácticamente paralizados.
—¿Y las dos personas que no han aparecido?
—Una es una chica de dieciséis años. Lo han denunciado sus abuelos. La otra, una mujer con alzheimer incipiente.
—¿Cuánto tiempo llevan desaparecidas?
—La chica tres horas y la mujer mayor apenas una hora.
—¿Lo considera motivo de preocupación?
Kemper vaciló.
—A la mujer no. Yo creo que se habrá desorientado, y que quizá se habrá quedado dormida en cualquier parte. En cambio la chica… sí, sí que me preocupa. Hemos emitido avisos frecuentes por megafonía, y hemos registrado todos los espacios públicos. También tenemos esto.
Dio otra hoja a LeSeur.
La incredulidad del primer oficial aumentó a medida que leía.
—¡Caramba! ¿Es verdad? —Puso un dedo en el papel—. ¿Un monstruo rondando por el barco?
—En la cubierta 9 hay seis personas que dicen haberlo visto. Una especie… no sé de qué. Una cosa cubierta de humo, o hecha de un humo denso. Hay varias versiones. Es todo muy confuso.
LeSeur devolvió las dos hojas a Kemper.
—Esto es absurdo.
—Pero muestra el grado de histeria; lo cual, para mí, es un fenómeno muy preocupante, mucho… Histeria colectiva en un crucero en pleno Atlántico… La cuestión es que no tengo bastante personal para ocuparme de todo. Estamos desbordados.
—¿Hay algún modo de asignar temporalmente funciones de seguridad a otros trabajadores del barco? ¿De sacar de sus puestos habituales a algunos técnicos de confianza?
—Lo prohíbe el reglamento —dijo la segundo capitán, hablando por primera vez—. El único que podría anular la prohibición es el comodoro Cutter.
—¿Podemos intentarlo? —preguntó Kemper.
Mason lanzó una mirada serena hacia el centro del puente, donde se paseaba Cutter.
—No es un buen momento para pedir nada al comodoro, señor Kemper —dijo, lacónica.
—¿Y si cerramos los casinos y asignamos al personal de Hentoff a seguridad?
—La dirección de la empresa nos lincharía. El cuarenta por ciento del margen de beneficios sale de los casinos. Además, son crupieres y vigilantes. No están formados para nada más. Sería como asignar este trabajo a los camareros.
Otro largo silencio.
—Gracias por su informe, señor Kemper —dijo Mason—. Nada más, de momento.
Kemper se despidió con la cabeza y dejó solos en el puente a LeSeur y Mason.
—Capitán Mason… —dijo finalmente LeSeur.
—Dígame, señor LeSeur.
Mason se volvió para mirarlo, las duras facciones de su rostro estaban tenuemente iluminadas.
—Perdone que saque otra vez la misma cuestión, pero ¿ha vuelto a plantearse la posibilidad de un desvío hacia St. John’s?
El silencio que siguió a la pregunta se alargó casi un minuto.
—Oficialmente no, señor LeSeur —contestó por fin la capitán Mason.
—¿Sería una insolencia preguntar por qué?
LeSeur vio que Mason se lo pensaba mucho antes de dar una respuesta.
—El comodoro ya ha dado órdenes firmes al respecto —dijo por último la capitán.
—Pero ¿y si la chica desaparecida… es otra víctima?
—El comodoro Cutter no da muestras de cambiar de postura.
LeSeur sintió que crecía la rabia en su interior.
—Perdone que le sea tan franco, capitán, pero hay un brutal asesino merodeando por el barco. Si es cierto lo que dice el tal Pendergast, ya ha matado a tres personas. Los pasajeros se están poniendo paranoicos. La mitad de ellos se ha escondido en los camarotes, y el resto se emborracha en los salones y casinos. Y ahora parece que se está desencadenando una histeria colectiva porque hay una especie de monstruo en el barco. Nuestro jefe de seguridad prácticamente ha reconocido que la situación se le va de las manos. Dadas las circunstancias, ¿no le parece que deberíamos plantearnos muy seriamente desviarnos?
—Desviar el barco significaría adentrarnos en la tormenta.
—Ya, ya lo sé, pero prefiero capear una borrasca que hacer frente a una multitud descontrolada de pasajeros y empleados.
—Lo que pensemos usted y yo carece de importancia —dijo fríamente Mason.
A pesar del tono de la capitán, LeSeur vio que no había sido insensible al último argumento. Los oficiales de barco eran muy conscientes de su inferioridad numérica. Aparte de un incendio en alta mar, otro de sus grandes miedos era el malestar entre los pasajeros (o algo peor que el malestar).
—Usted es el segundo capitán —insistió—, la segunda persona en la cadena de mando. Es quien está en mejor situación para influir en el comodoro. No podemos seguir así. Tiene que convencerle de que cambie el rumbo.
Mason le miró con unos ojos transidos de cansancio.
—Pero ¿no lo entiende, señor LeSeur? Al comodoro Cutter nadie puede hacerle cambiar de idea. Es así de sencillo.
LeSeur la miró fijamente, jadeando. Era increíble. Una situación inverosímil. Miró el ala, y el puente principal. Cutter seguía caminando, absorto en su mundo interior, con una expresión que era una máscara inescrutable. A LeSeur le recordó al capitán Bligh de Rebelión a bordo, constantemente en sus trece, mientras el barco se sumía inexorablemente en el caos.
—Si hay otro asesinato…
No terminó la frase.
Fue Mason quien habló.
—Señor LeSeur, si hay otro asesinato a bordo (Dios no lo quiera), nos replantearemos la cuestión.
—¿Replantearnos la cuestión? Con toda franqueza, ¿qué sentido tiene seguir hablando? Si hay otro…
—No me refería a más discusiones inútiles. Me refería al artículo V.
LeSeur se quedó mirándola. El artículo V permitía destituir a un capitán en alta mar por abandono del deber.
—¿No estará proponiendo…?
—Nada más, señor LeSeur.
LeSeur vio que Mason se giraba y volvía al centro del puente, donde se paró a hablar con el oficial del control con la misma calma que si no hubiera sucedido nada.
El artículo V. Mason tenía agallas. Pues si no había más remedio, adelante. Aquello se estaba convirtiendo en un tira y afloja, no sólo por el buen gobierno del Britannia, sino por la supervivencia.