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La mirada escrutadora de LeSeur fue de Hentoff a Kemper, y viceversa. Empezaba a estar molesto con el comodoro por haberle endosado aquel problema. A fin de cuentas él era un oficial del barco, no un empleado del casino. Además, el problema, lejos de solucionarse, no hacía más que empeorar, y él, con un asesinato que podían llegar a ser tres, tenía asuntos más peligrosos y alarmantes a los que hacer frente. Volvió a mirar insistentemente a Hentoff y a Kemper.

—A ver si lo entiendo —dijo—. ¿Me están diciendo que Pendergast consiguió que los contadores de cartas perdiesen un millón de libras en las mesas de blackjack, y que de paso se embolsó casi trescientas mil?

Hentoff asintió con la cabeza.

—Más o menos.

—Pues me parece que acaban de desplumarles, señor Hentoff.

—No, señor —dijo Hentoff con cierta frialdad—. Pendergast tenía que ganar para que perdieran ellos.

—Explíquese.

—Pendergast empezó con una técnica que consiste en observar todo un sabot, memorizar las posiciones de determinadas cartas o secuencias básicas y seguirlas visualmente mientras baraja el crupier. También logró ver la última carta, y como le ofrecieron cortar, pudo ponerla dentro de la baraja justo en el lugar que quería.

—Parece imposible.

—Son técnicas dificilísimas, pero muy conocidas. Parece que él las domina casi mejor que nadie.

—Pero eso no explica que Pendergast tuviera que ganar para hacerles perder.

—Sabiendo dónde estaban determinadas cartas, y combinándolas con un sistema de recuento, pudo controlar qué cartas se iban a los demás jugadores; podía entrar y salir a voluntad de la partida… y pedir cartas innecesariamente.

LeSeur, que empezaba a entenderlo, asintió con la cabeza.

—Tenía que parar las cartas buenas para que corrieran las malas. La única manera de que perdiesen los otros era ganar.

—Ya lo entiendo —dijo malhumoradamente—. ¿Y ahora quieren saber qué hacemos con las ganancias de Pendergast?

—Exacto.

Reflexionó un momento. El quid de la cuestión era cómo reaccionaría el comodoro Cutter, porque tarde o temprano se enteraría. La respuesta era que mal; y menos comprensiva aún sería la dirección de la empresa. En suma, que no había más remedio que recuperar el dinero.

Suspiró.

—Tienen que recuperar el dinero, por el bien de todos nosotros dentro de la compañía.

—¿Cómo?

Apartó su rostro cansado.

—Ustedes recupérenlo.

Media hora después, Kemper, seguido por Hentoff, pisaba la moqueta del pasillo de la cubierta 12 con la sensación de que su traje oscuro empezaba a pegársele al cuerpo por culpa del sudor. Se detuvo ante la puerta de la suite Tudor.

—¿Seguro que es un buen momento? —preguntó Hentoff—. Son las once de la noche.

—No me ha dado la sensación de que LeSeur quiera que esperemos —contestó Kemper—. ¿A usted sí?

Se volvió hacia la puerta y llamó.

—Adelante —dijo a lo lejos una voz.

Al entrar, encontraron a Pendergast y a la joven que viajaba con él (Constance Greene, una sobrina suya o algo por el estilo) sentados a la mesa del salón, con una luz tenue, ante lo que quedaba de una cena elegante.

—Ah, señor Kemper… —dijo Pendergast, mientras se levantaba y apartaba una ensalada de berros—. Y el señor Hentoff. Les esperaba.

—¿De veras?

—Por supuesto. Aún tenemos asuntos pendientes. Siéntense, por favor.

Kemper, ligeramente incómodo, tomó asiento en el sofá. Hentoff lo hizo en una silla, mientras miraba al agente Pendergast y a Constance Greene como si intentase averiguar su verdadera relación.

—¿Les apetece tomar una copa de oporto? —preguntó Pendergast.

—No, gracias —dijo Kemper, y tras un silencio incómodo añadió—: Quería volver a darle las gracias por encargarse de los contadores de cartas.

—No hay de qué, en absoluto. ¿Están siguiendo mi consejo sobre cómo evitar que vuelvan a ganar?

—Sí, gracias.

—¿Y funciona?

—De mil maravillas —dijo Hentoff—. Cada vez que entra en el casino un observador, le mandamos a una camarera para que le dé conversación, siempre sobre algo relacionado con números. Se están volviendo locos, pero no pueden evitarlo.

—Magnífico. —Pendergast miró inquisitivamente a Kemper—. ¿Querían algo más?

Kemper se frotó la sien.

—Verá… quedaba pendiente lo del… dinero…

—¿Se refiere a éste?

Pendergast señaló con la cabeza el escritorio, donde hasta entonces Kemper no había visto un montón de sobres muy llenos, atados con gruesas gomas elásticas.

—Si es lo que ganó en el casino, sí.

—¿Y hay algo «pendiente» al respecto?

—Usted trabajaba para nosotros —dijo Kemper, aunque se dio cuenta de la endeblez del argumento antes de pronunciarlo—. Por derecho, las ganancias pertenecen a su jefe.

—Yo no tengo ningún jefe —dijo Pendergast con una sonrisa glacial—. Salvo el gobierno federal, naturalmente.

Su mirada plateada puso a Kemper angustiosamente incómodo.

—Doy por supuesto, señor Kemper —añadió Pendergast—, que se da cuenta de que fueron ganancias obtenidas legalmente. El conteo de cartas y las otras técnicas que usé son legales. Pregúnteselo al señor Hentoff. Ni siquiera tuve que recurrir al crédito que me ofreció usted.

Kemper miró a Hentoff, que asintió, contrariado.

Otra sonrisa.

—¿Y bien? ¿Responde eso a su pregunta?

Ante la idea de informar de aquello a Cutter, Kemper sacó fuerzas de flaqueza.

—No, señor Pendergast. Consideramos que es dinero de la casa.

Pendergast fue al escritorio, cogió uno de los sobres, sacó un buen fajo de billetes de una libra y pasó un dedo lentamente por el lomo.

—Señor Kemper —dijo, sin volverse—, en circunstancias normales nunca me plantearía ayudar a recuperar dinero a un casino en contra de jugadores que ganan a la banca. Mis simpatías irían del lado opuesto. ¿Sabe por qué les ayudé?

—Para que le ayudáramos nosotros.

—Cierto, pero sólo en parte. Fue porque creía que había un asesino peligroso a bordo, y porque, por la seguridad del barco, debía identificarle (con la ayuda de ustedes) antes de que volviera a matar. Por desgracia, parece que se me adelanta.

El abatimiento de Kemper aumentó. No conseguiría recuperar el dinero, el crucero era un desastre desde cualquier punto de vista y toda la culpa se la echarían a él.

Pendergast se volvió y pasó de nuevo el dedo por el fajo de billetes.

—¡Anímese, señor Kemper! Todavía pueden recuperar el dinero. Es hora de solicitar el pequeño favor que les pedí.

Por alguna razón, sus palabras lograron cualquier cosa menos animar a Kemper.

—Querría registrar el camarote y la caja fuerte de Scott Blackburn, lo cual requiere una tarjeta para la caja fuerte y media hora de margen para trabajar.

Una pausa.

—Creo que podemos conseguirlo.

—Hay un inconveniente. En estos momentos, Blackburn está atrincherado en su habitación y no hay forma de que salga.

—¿Por qué? ¿Le preocupa el asesino?

Pendergast volvió a sonreír. Fue una sonrisa leve, irónica.

—Lo dudo, señor Kemper. Esconde algo, y yo debo encontrarlo. Por lo tanto, habrá que hallar la manera de sacarle de su camarote.

—No puede pedirme que maltrate a un pasajero.

—¿Maltratar? ¡Qué ordinariez! Una forma más elegante de lograr su salida sería activar las alarmas antiincendios del lado de proa estribor de la cubierta 9.

Kemper frunció el entrecejo.

—¿Quiere que dé una falsa alarma de incendio? Ni hablar.

—Es necesario.

Pensó un momento.

—Supongo que podríamos organizar un simulacro.

—No saldría por un mero simulacro. El único modo de desalojarle es una evacuación forzosa.

Kemper se pasó una mano por el pelo húmedo. ¡Qué manera de sudar, por Dios!

—Quizá pueda accionar una alarma antiincendios sólo en ese pasillo.

Esta vez fue Constance Greene quien habló.

—No, señor Kemper —dijo con un acento extraño, antiguo—. Lo hemos investigado a fondo, y debe disparar una alerta central. Una caja de aviso de incendio con el cristal roto sería demasiado fácil de descubrir. Necesitamos media hora en la suite de Blackburn. También tendrán que desconectar temporalmente el sistema de aspersores, y eso sólo puede hacerse desde el sistema central de control de incendios.

Kemper se levantó, inmediatamente seguido por Hentoff.

—Imposible. Me están pidiendo una locura. Lo más grave que puede pasarle a un barco, aparte de hundirse, es un incendio. Que un oficial dispare aposta una falsa alarma… Sería una falta grave por mi parte, tal vez un delito. ¡Vamos, señor Pendergast, usted es del FBI! ¡Ya sabe que no puedo hacerlo! ¡Tiene que haber otra forma!

Esta vez la sonrisa de Pendergast casi fue triste.

—No hay ninguna otra.

—Pues no pienso hacerlo.

Pendergast pasó el dedo por el fajo de billetes. Kemper pudo olerlo. Era como hierro oxidado.

Contempló el dinero.

—Es que no puedo.

Hubo un momento de silencio. Después Pendergast se levantó, fue al escritorio, abrió el primer cajón, dejó en su interior el fajo de billetes y guardó los demás, los que aún estaban encima de la mesa. A continuación, con estudiada lentitud, cerró el cajón, se volvió hacia Hentoff y asintió.

—Nos veremos en el casino, señor Hentoff.

Esta vez el silencio fue más largo.

—¿Piensa… jugar? —preguntó despacio Hentoff.

—¿Por qué no? —Pendergast abrió las manos—. Al fin y al cabo estamos de vacaciones. Y ya sabe cuánto me gusta el blackjack. Había pensado enseñar a Constance.

Hentoff miró a Kemper, alarmado.

—Siempre me dicen que aprendo rápido —dijo Constance.

Kemper volvió a pasarse una mano por el pelo húmedo. Notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por sus axilas. Cada vez era peor.

El ambiente de la sala se volvió tenso. Al final Kemper expulsó todo el aire que guardaba en los pulmones.

—Los preparativos serán un poco largos.

—Lo entiendo.

—Organizaré una alarma de incendios general en la cubierta 9 mañana por la mañana a las diez. Es lo máximo que puedo hacer.

Pendergast asintió escuetamente.

—Pues habrá que esperar hasta mañana. Confiemos en que para entonces todavía esté todo… controlado.

—¿Controlado? ¿Qué quiere decir?

Pendergast se limitó a hacerles sendas reverencias antes de sentarse y seguir con la cena.