Como director del Aberdeen Bank and Trust Ltd., Gavin Bruce consideraba (y no como una suerte) que su experiencia en controlar situaciones imposibles, y en poner orden con firmeza, era muy grande. Durante su carrera se había hecho cargo nada menos que de cuatro bancos en caída libre; los había reflotado y había logrado invertir la tendencia. Antes de eso había sido oficial en la marina de Su Majestad, y había entrado en combate en las Malvinas, experiencia de gran utilidad; sin embargo, jamás se había enfrentado a nada tan extraño ni aterrador como aquello.
Bruce viajaba con otros dos representantes del Aberdeen Bank and Trust, Niles Welch y Quentin Sharp, también con experiencia en la marina, aunque ahora llevasen impecables trajes de banquero al estilo de la City. Hacía años que trabajaban con él; Bruce les conocía bien, y eran buena gente, hombres de una pieza. El crucero había sido un regalo de una clienta, Emily Dahlberg, en recompensa por sus servicios. Últimamente, los clientes ricos parecían pensar que los banqueros les debían algo; en cambio Emily entendía lo importante que era alimentar una relación de confianza mutua, a la antigua usanza, y esa confianza, Bruce se la había pagado a su vez ayudándola a superar dos divorcios difíciles y un caso complicado de herencia. Bruce, que también era viudo, agradecía mucho sus atenciones, y su regalo.
Lástima que todo pareciera echarse a perder.
Desde el descubrimiento del asesinato en el teatro Belgravia (del que había sido testigo la noche anterior), Bruce tenía muy claro que la situación superaba al personal del barco. Aparte de no tener ni idea de cómo investigar el crimen, o buscar al asesino, se les veía incapaces de reaccionar ante el miedo y el pánico que empezaban a extenderse, y no sólo entre los pasajeros, sino también (para contrariedad de Bruce, que lo había observado) entre el personal. Él había estado en suficientes barcos para saber que quienes trabajaban en el mar a menudo se obcecaban con ideas y supersticiones muy peculiares. El Britannia se había convertido en un frágil cascarón, y Bruce tenía la seguridad de que bastaría otro impacto para sembrar el caos.
Por eso después de comer se había reunido con Welch, Sharp y la señora Dahlberg (esta última había insistido en participar), y como no podía ser menos, habían elaborado un plan. Ahora, mientras caminaban por los mullidos pasillos, a Bruce, que encabezaba el grupo, le reconfortó un poco saber que estaban poniendo el plan en práctica.
La pequeña comitiva fue subiendo cubiertas hasta llegar a un pasillo de proa que conducía al puente, donde les detuvo un vigilante de aspecto nervioso, con los ojos llorosos y el pelo cortísimo.
—Venimos a ver al comodoro Cutter —dijo Bruce, mostrando su tarjeta.
El vigilante la cogió y le echó un vistazo.
—¿Podría decirme de qué se trata?
—Del asesinato. Dígale que somos un grupo de pasajeros preocupados, y que deseamos verle ahora mismo. —Tras un momento de vacilación, Bruce añadió, ligeramente avergonzado—: Soy ex capitán de la Royal Navy.
—Sí, señor. Un momento, señor.
El vigilante se fue y cerró la puerta tras él. Bruce esperó impaciente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Pasaron cinco minutos antes de que volviera.
—Si tienen la amabilidad de acompañarme…
Le siguieron por una escotilla que les llevó a una zona del barco mucho más funcional, con suelos de linóleo, paredes pintadas de gris, apliques de falsa madera y fluorescentes. Poco después les hicieron pasar a una sala de reuniones espartana, con una sola hilera de ventanas orientada a estribor, por donde se veía un mar tormentoso e infinito.
—Siéntense, por favor. Dentro de un instante vendrá la segundo capitán Mason.
—Hemos pedido ver al capitán del barco —contestó Bruce—, que es el comodoro Cutter.
Nervioso, el vigilante se pasó una mano por el pelo.
—El comodoro no puede atenderles. Lo siento. La segundo capitán Mason es el siguiente en el mando.
Bruce miró inquisitivamente a su pequeño grupo.
—¿Insistimos?
—Me temo que no serviría de nada, señor —dijo el vigilante.
—De acuerdo, pues que venga la segundo capitán.
No se sentaron. Al cabo de un momento apareció en la puerta una mujer con un uniforme inmaculado, y el pelo recogido debajo de una gorra. En cuanto se recuperó de la sorpresa de ver a una mujer, Bruce se quedó impresionado por su actitud tranquila y seria.
—Siéntense, por favor —dijo ella, ocupando la presidencia de la mesa como si fuera lo más natural (otro pequeño detalle que recibió inmediatamente la aprobación de Bruce).
El banquero fue directo al grano.
—Capitán Mason, somos clientes y representantes de uno de los mayores bancos del Reino Unido. Sólo se lo comento para que se haga una idea de nuestras credenciales. Personalmente, pertenecí a la Royal Navy y he sido capitán del Sussex. Hemos venido porque tenemos la sensación de que el barco se enfrenta a una emergencia que tal vez supere la capacidad de actuación de la tripulación.
Mason escuchaba.
—Los pasajeros están muy nerviosos. Probablemente sabrá que algunos ya han empezado a encerrarse en sus camarotes. Corre la voz de que hay un asesino al estilo de Jack el Destripador a bordo.
—Lo sé perfectamente.
—Por si no se ha dado cuenta, la tripulación está asustada —intervino Emily Dahlberg.
—De ese problema también somos conscientes, y estamos tomando medidas para resolver la situación.
—¿De verdad? —preguntó Bruce—. Pues entonces, capitán Mason, ¿puedo preguntarle dónde está el personal de seguridad del barco? De momento ha sido prácticamente invisible.
Mason les miró en silencio, uno a uno.
—Les seré franca, la razón de que vean tan poca seguridad es que hay muy poca, al menos en relación con el tamaño del Britannia. Hacemos todo lo posible, pero este barco es muy grande, y en él viajan cuatro mil trescientas personas. Todo el personal de seguridad trabaja las veinticuatro horas del día.
—Dice que hacen todo lo posible, pero ¿por qué no ha dado media vuelta el barco? La única posibilidad que vemos nosotros es volver a puerto lo antes posible.
Las palabras de Bruce parecieron turbar a la capitán Mason.
—El puerto más cercano es St. John’s, en Terranova; por lo tanto, sería adonde iríamos en caso de desviarnos. Pero no nos desviaremos. Seguimos hacia Nueva York.
Bruce se quedó de piedra.
—¿Por qué?
—Son las órdenes del comodoro, que tiene… razones de peso.
—¿Cuáles?
—En este momento estamos navegando muy cerca de una gran borrasca situada sobre los Grand Banks. Desviándonos hacia St. John’s, nos internaríamos en ella. En segundo lugar, desviarnos hacia St. John’s también nos haría cruzar la corriente de Labrador durante la temporada de icebergs de julio, lo cual, pese a no ser peligroso, nos obligaría a aminorar la velocidad. Por último, con el desvío sólo ganaríamos un día. El comodoro es del parecer de que es más conveniente tocar tierra en Nueva York, teniendo en cuenta… los recursos policiales que podríamos necesitar.
—Hay un psicópata a bordo —dijo Emily Dahlberg—. Durante ese día de más, podría ser asesinada otra persona.
—En todo caso, son las órdenes del comodoro.
Bruce se levantó.
—Pues entonces insistimos en hablar directamente con él.
La capitán Mason también se levantó, momento en el que la máscara de profesionalidad cayó fugazmente; Bruce atisbo un rostro cansado, demacrado e insatisfecho.
—Ahora mismo no se puede molestar al comodoro. Lo siento muchísimo.
Bruce la miró con mala cara.
—Nosotros también. Le aseguro que esta negativa del comodoro a recibirnos no quedará sin consecuencias. En el presente y en el futuro. No somos personas con quienes se pueda jugar.
Mason tendió la mano.
—Comprendo su punto de vista, señor Bruce, y haré todo lo posible por transmitir al comodoro sus palabras, pero estamos en un barco, tenemos un capitán, y ese capitán ha tomado una decisión. Usted, que también ha sido capitán, seguro que me entiende.
Bruce despreció la mano que le tendía.
—Olvida algo: aparte de ser sus pasajeros, y clientes, estamos a su cargo. Se puede hacer algo, y nosotros pensamos hacerlo.
Hizo señas al resto del grupo de que le siguieran, y dio media vuelta para irse.