Faltaba poco para mediodía. Mientras esperaba en el despacho del responsable médico, Patrick Kemper intentó prepararse para lo que se avecinaba. Como jefe de seguridad del crucero, con treinta años de experiencia, creía haberlo visto todo, incluido un asesinato, pero aquello iba más allá de un simple crimen; quinientos pasajeros habían presenciado algo de una brutalidad salvaje. A bordo empezaba a cundir el pánico, y no sólo entre los pasajeros, sino entre el servicio, todavía inquieto por el suicidio.
No tenía más remedio que aceptar la terrorífica realidad: había un asesino psicópata en el Britannia, y él no disponía ni remotamente de los recursos necesarios para enfrentarse con él. En Boston, cuando era policía, tenían brigadas enteras sólo para recoger pruebas: los chicos de los pelos y las fibras, los toxicólogos, los de las huellas dactilares, los de balística, los de ADN… En cambio los recursos del Britannia brillaban por su ausencia. Cero. Y el único ex policía del equipo de seguridad, aparte de él, procedía de la policía militar de una base aérea alemana.
Kemper tenía a su derecha a Carol Mason, la segundo capitán, a quien agradecía su serenidad; al otro lado se encontraba LeSeur, que parecía más afectado, pero quien más lo estaba era el jefe del servicio médico del barco, un especialista en medicina interna del hospital Johns Hopkins, muy capaz pero a punto de jubilarse, a quien le iban como un guante las características de la medicina de barco (baja intensidad y poca acumulación de pacientes).
De repente apareció el comodoro Cutter, tan impoluto como de costumbre, con una inexpresividad de granito. Kemper miró disimuladamente su reloj: las doce en punto.
Cutter fue al grano.
—¿Señor Kemper? Su informe.
Kemper carraspeó.
—La víctima es Willa Berkshire, de Tempe, Arizona. Se quedó viuda hace poco, y viajaba con su hermana, Betty Jondrow. Parece que la mataron de un golpe de machete, que formaba parte del atrezo que se guarda detrás del escenario, en unos armarios cerrados con llave.
Cutter frunció el entrecejo.
—¿Atrezo?
—Sí. Aún no sabemos si el asesino lo afiló, o si ya se lo encontró así. Parece que nadie se acuerda del estado en el que estaba el arma. El asesinato se produjo justo entre bastidores. Había mucha sangre. Al parecer la hora de la muerte fue entre media hora y veinte minutos antes de que subiera el telón; al menos es la última vez que vieron viva a la señora Berkshire. Después del crimen, el asesino usó diversas poleas y ganchos para izar el cadáver. Parece, aunque aquí ya nos movemos en el terreno de las hipótesis, que a la víctima la atrajeron entre bastidores con algún señuelo, que la mataron de un solo cuchillazo y que la izaron muy deprisa. Es posible que todo el proceso no durase más de veinte minutos.
—¿Un señuelo?
—Es una zona de acceso restringido. El asesino tenía la llave. Digo «señuelo» porque parece difícil que un pasajero se metiera entre bambalinas sin una buena razón.
—¿Algún sospechoso?
—Todavía no. Hemos interrogado a la hermana, pero solamente dice que habían quedado con bastante antelación en el teatro para intentar conseguir un autógrafo de Braddock Wiley. No conocían a nadie más en todo el barco. Tampoco habían hecho amistades. Dice que lo que querían era estar juntas, no conocer a hombres, ni hacer amigos. Dice que no tienen enemigos, y que no habían tenido ningún incidente o altercado a bordo. Resumiendo: parece que a Berkshire la eligieron al azar.
—¿Alguna señal de violación o agresión sexual?
—No soy médico, capitán.
Cutter se volvió hacia el responsable del servicio sanitario.
—¿Doctor Grandine?
El médico carraspeó.
—Capitán, es algo horrible. Estamos todos tan impresionados…
La respuesta fue una seca repetición.
—¿Alguna señal de violación o agresión sexual?
—Tenga en cuenta que en el barco no tenemos instrumental para hacer una autopsia. En todo caso, yo no estoy cualificado para ello. Mi formación en medicina forense es mínima, y quedó obsoleta hace muchos años. Hemos preparado el cadáver para que sea sometido a un examen médico cuando lleguemos a puerto. Yo no he examinado el cadáver en detalle. Cualquier intento en ese sentido sólo entorpecería la labor del forense.
Cutter miró fijamente al médico, con un brillo en los ojos que indicaba claramente lo poco que le valoraba.
—Muéstreme el cadáver.
Su petición fue acogida con un silencio incrédulo.
—De acuerdo, pero le advierto que no es muy agradable.
—Doctor, limite sus comentarios a los hechos.
—Claro, claro…
El médico abrió con mucha reticencia una puerta del fondo del despacho. Entraron todos en una salita que, entre otras cosas, servía de depósito de cadáveres del barco. Olía intensamente a productos químicos. En la pared del fondo había nueve cajones de acero inoxidable para cadáveres. Parecía un número muy alto, pero Kemper ya sabía que en los barcos moría mucha gente, sobre todo teniendo en cuenta el promedio de edad de los pasajeros de cruceros, y su propensión, una vez a bordo, a excederse en todo lo referente a comida, bebida y sexo.
El médico abrió con llave uno de los compartimentos centrales, y al tirar del cajón dejó a la vista una bolsa semitransparente de plástico para cadáveres. Kemper vio que contenía algo borroso y rosado. Se le hizo un nudo en la boca del estómago.
—Ábralo.
Kemper ya había examinado el cuerpo anteriormente, aunque no sabía muy bien qué buscar, y lo último que le apetecía era volver a verlo.
El médico titubeó y abrió la cremallera. El comodoro separó las solapas y apareció el cadáver desnudo. Ante ellos se abría una herida enorme, una raja que partía el pecho en dos y llegaba hasta el corazón. De pronto olía a formol.
Kemper tragó saliva.
Oyeron a sus espaldas una voz refinada.
—Discúlpenme, señoras y señores…
Cuál no fue la sorpresa de Kemper al volverse y reconocer a Pendergast en la puerta.
—¿Se puede saber quién es éste? —dijo el comodoro.
Kemper fue rápidamente a su encuentro.
—Señor Pendergast, estamos en una reunión estrictamente privada. ¡Debe irse enseguida!
—¿De verdad? —dijo con voz melosa Pendergast.
A Kemper se le pasaron las náuseas, sustituidas por la irritación. Era la gota que colmaba el vaso.
—Pendergast, no pienso decírselo otra vez…
Se quedó boquiabierto, con la frase en los labios. Pendergast había sacado su cartera; la abrió ágilmente y mostró una placa dorada del FBI.
—¿Por qué no le acompaña a la salida? —preguntó el comodoro.
Kemper no tenía palabras. No encontraba ninguna.
—Tenía la esperanza de realizar este viaje de incógnito, como quien dice —explicó Pendergast—, pero parece que ha llegado el momento de que le ofrezca mi colaboración, señor Kemper; profesional, esta vez. La triste realidad es que estoy especializado en este tipo de casos.
Pasó de largo ante Kemper y se acercó al cadáver con toda la calma del mundo.
—¡Señor Kemper, le he dicho que saque de aquí a este hombre de inmediato!
—Lo siento mucho, comodoro, pero parece que es un agente federal…
A Kemper volvieron a faltarle las palabras.
Pendergast mostró a todos su placa, antes de seguir examinando el cadáver.
Aquí no tiene jurisdicción —replicó el comodoro—. Estamos en aguas internacionales, a bordo de un barco inglés matriculado en Liberia.
Pendergast se irguió.
—Completamente cierto. Soy consciente de que no tengo autoridad en el barco, y de que mi presencia depende por entero de la buena voluntad de todos ustedes, pero me sorprendería que rechazasen mi ayuda, teniendo en cuenta que ninguno de los presentes muestra el menor conocimiento de cómo actuar frente a esto. —Señaló el cadáver con la cabeza—. ¿Qué impresión darán si más tarde llegara a saberse que los oficiales del barco rechazaron la ayuda de un agente especial del FBI con grandes conocimientos en obtención de pruebas y tareas forenses? —Sonrió con frialdad—. Si aceptan mi ayuda, al menos tendrán a alguien a quien echar la culpa, ¿no creen?
Paseó por la sala su mirada de ojos claros.
Nadie dijo nada.
Pendergast juntó las manos en la espalda.
—Doctor, debería hacer frotis vaginales, anales y orales de la víctima y comprobar si existen restos de semen.
—Frotis —repitió el médico en voz baja.
—Supongo que tiene a mano bastoncitos para las orejas y un microscopio, ¿verdad? Me lo imaginaba. Y seguro que sabe reconocer una célula de esperma. Con una gota de Eosin Y aparecerán los perfiles. En segundo lugar, una completa inspección visual de las zonas vaginal y anal debería poner de manifiesto cualquier hinchazón, rojez o herida reveladoras. Es esencial saber lo antes posible si se trata de un crimen sexual o… de algo distinto. Y otra cosa: extraiga sangre y haga un análisis de alcohol en sangre.
Se volvió hacia Kemper.
—Señor Kemper, yo en su lugar pondría inmediatamente bolsas de plástico en las manos de la víctima, sujetadas a las muñecas con gomas elásticas. Si la víctima se resistió, las uñas podrían contener restos de piel o algún pelo.
Kemper asintió con la cabeza.
—Lo haré.
—¿Han guardado la ropa de la víctima?
—Sí, en bolsas de plástico herméticas.
—Magnífico. —Pendergast se puso frente al grupo para dirigirles unas palabras—. Hay algunas verdades desagradables que es necesario exponer. Han desaparecido dos personas, y ahora esto. A mi juicio, las desapariciones están relacionadas con este asesinato. Lo cierto es que viajo en este barco para encontrar un objeto robado cuya sustracción también acabó en asesinato, y no me sorprendería que el responsable de las cuatro atrocidades fuera la misma persona. En suma, que de momento todas las pruebas apuntan a la presencia de un asesino en serie en este barco.
—Señor Pendergast… —quiso protestar Kemper.
Pendergast levantó una mano.
—Déjeme terminar, si es tan amable. Un asesino en serie en plena escalada. A las dos primeras víctimas se conformó con tirarlas por la borda, pero a ésta… no. Con ésta ha sido mucho más cruel, lo que está en realidad más en consonancia con el primer asesinato que estoy investigando. ¿Por qué? Eso aún está por ver.
Otro silencio.
—Como bien ha señalado usted, el asesino tenía la llave del teatro, pero no se precipite concluyendo que se trata de un miembro de la tripulación.
—¿Quién ha dicho que fuera un miembro de la tripula…? —preguntó Kemper.
Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Tranquilícese, señor Kemper, si estoy en lo cierto el asesino no pertenece a la tripulación; sin embargo, es posible que se haya hecho pasar por uno de sus miembros y haya conseguido un pase para las zonas de acceso restringido. Yo propondría, como hipótesis de trabajo, que a Willa Berkshire la llevaron detrás del escenario con la promesa de que conocería a Braddock Wiley. Lo cual significa que el asesino iba vestido como alguien que tiene cierta autoridad.
Se volvió hacia el comodoro.
—¿Dónde estamos, si me permite la pregunta?
Tras mirarle fijamente, el comodoro se volvió hacia Kemper.
—¿Piensa dejar la seguridad del barco en manos de este… pasajero?
Su voz tenía la dureza del acero.
—No, señor, pero con todo mi respeto le aconsejo que acepte su ayuda. Ya ha… colaborado con nosotros antes.
—¿Conoce a este hombre, y ha usado sus servicios?
—Sí, señor.
—¿En calidad de qué?
—En el casino —dijo Kemper—. Nos ayudó con el problema de los contadores de cartas.
No añadió que Pendergast se había ido con un cuarto de millón de libras, suma pendiente de recuperar.
El comodoro hizo un gesto asqueado con la mano, como si quisiera distanciarse bruscamente de aquel problema.
—De acuerdo, señor Kemper. Ya sabe que como capitán de este barco no me ocupo de nada que no sean los aspectos náuticos. —Se acercó a la puerta y miró por encima del hombro—. Pero se lo advierto, señor Kemper, ahora todo recae sobre sus hombros. Absolutamente todo.
Se volvió y salió.
Pendergast miró a Mason.
—¿Puedo preguntarle cuál es la situación actual del Britannia respecto a tierra firme?
—Estamos aproximadamente a unas seiscientas sesenta y cinco millas al este del cabo Flemish, y a mil millas al nordeste de St. John’s, Terranova.
—¿St. John’s es el puerto más cercano?
—Ahora sí —contestó Mason—. Hace unas horas habría sido Galway Harbour, en Irlanda. Estamos a media travesía.
—Lástima —murmuró Pendergast.
—¿Por qué lo dice? —preguntó la capitán.
—Porque tengo la certeza de que el asesino atacará de nuevo. Pronto.