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Exactamente a las doce y veinte, Constance Greene salió del puesto de camareras de popa estribor de la cubierta 9 y empujó el carrito de la limpieza por la blanda moqueta en dirección al tríplex Penshurst. Durante casi dos horas había matado el tiempo doblando sábanas y distribuyendo los botellines de elixir dental y champú en los estuches de regalo, mientras esperaba a que Scott Blackburn saliera de la suite para dirigirse al casino. Sin embargo, la puerta no había querido abrirse en toda la tarde, y sólo hacía un momento que Blackburn se había decidido a salir. Tras una rápida mirada a su reloj de pulsera, fue a toda prisa por el pasillo hacia el ascensor abierto.

Constance detuvo el carrito delante de la suite y dedicó un momento a arreglarse y a alisarse el uniforme de camarera, hecho lo cual sacó la tarjeta que le había dado Pendergast y la deslizó por la ranura. La cerradura se abrió. Constance empujó la puerta y tiró lo más sigilosamente que pudo del carrito.

Después de cerrar la puerta sin hacer ningún ruido, se quedó en la entrada para hacerse una idea de la suite. El Penshurst era uno de los dos tríplex de lujo del Britannia: doscientos cincuenta metros cuadrados que destacaban por su espaciosidad y sus servicios. Los dormitorios estaban en los pisos de arriba. Delante de Constance estaban la sala de estar, el comedor y la cocina.

«Tráeme su basura», había dicho Pendergast. Constance entornó los ojos.

No sabía cuánto tiempo pensaba permanecer Blackburn en el casino (suponiendo que fuese efectivamente allí adonde iba), pero había que partir de la premisa de que no demasiado. Consultó su reloj: las doce y media. Se dio un cuarto de hora.

Empujó el carrito por el parquet del vestíbulo, mirando a ambos lados con curiosidad. Aparte del revestimiento de maderas nobles, idéntico al de la suite que compartían ella y Pendergast, todo era radicalmente distinto. Blackburn había adornado prácticamente todas las superficies con objetos de su colección. En el suelo había alfombrillas tibetanas de seda y lana de yak, y en las paredes, cuadros cubistas e impresionistas con grandes marcos. Más adelante, en un rincón de la sala de estar, había un piano Bösendorfer de caoba. Las abundantes mesitas y las estanterías que cubrían una de las paredes estaban llenas de ruedas de oración, armas rituales, cajas decorativas de oro y plata y una gran profusión de esculturas. Encima de la chimenea había un mandala grande e intrincado; al lado, un armario de teca maciza reflejaba la poca luz de la suite.

Dejó el carrito y se acercó al armario cruzando la sala de estar. Al principio, pensativa, acarició la madera pulida. Después abrió la puerta. Dentro había una gran caja fuerte de acero, que casi ocupaba todo el interior.

Retrocedió, examinándola. ¿Era lo bastante grande como para que cupiera el Agoyzen?

Llegó a la conclusión de que sí, de que cabía. Entonces cerró la puerta del armario y sacó un trapo del bolsillo del delantal para frotar los bordes que había tocado. Un objetivo cumplido. Miró por segunda vez a su alrededor, tomando nota mentalmente de todas las piezas de la colección de Blackburn, nutrida y muy ecléctica.

Al volver hacia el carrito, se detuvo al pie de la escalera. Había oído algo en el piso de arriba. Se quedó a la escucha sin mover un solo músculo. Otra vez. Era un ronquido apagado que salía de la puerta abierta de un dormitorio, en el primer rellano.

De modo que quedaba alguien en la suite… Probablemente la criada personal de Blackburn. Las cosas se complicaban.

Empujó el carrito por el vestíbulo, con el cuidado necesario para que la escoba y la mopa no hicieran ruido en sus soportes. Tras aparcarlo en medio de la sala de estar, procedió rápidamente a vaciar las papeleras y los ceniceros en la bolsa vacía de basura que había colgado en el carrito. Después entró en la cocina y en el comedor para repetir la operación, dejando el carro donde estaba. Prácticamente no había nada que tirar. Se notaba que la criada de Blackburn había hecho una limpieza a fondo.

Volvió a la sala de estar y se quedó pensando. No se atrevía a subir al piso de arriba para el resto de la basura. Despertaría a la criada, y probablemente tendría lugar una escena desagradable. De hecho ya había conseguido la información más importante: la situación y dimensiones de la caja fuerte de Blackburn y un rápido inventario de su colección. Quizá fuera mejor irse.

Mientras se decidía, observó algo curioso: frente a la pulcritud absoluta y reluciente de las mesas y los objetos de arte, y lo vacías que estaban las papeleras y las basuras, sorprendía la cantidad de polvo que había en el suelo, sobre todo alrededor de las molduras. Al parecer la habilidad de la criada de Blackburn no incluía el uso de la aspiradora. Se puso de rodillas y pasó un dedo por la base de la moldura de caoba. No era polvo, sino serrín.

Alzó la vista hacia la aspiradora que colgaba del carrito de la limpieza. Si la encendía, seguro que despertaría a la criada. Pero qué remedio… Se acercó al carrito, descolgó la aspiradora del gancho, sacó la bolsa vieja y la cambió por una nueva. Después se aproximó a la pared más cercana de la sala de estar, se puso de rodillas, encendió la aspiradora e hizo varias pasadas rápidas por el borde del suelo, aspirando todo el polvo que le fue posible.

Casi enseguida se oyó un golpe sordo en el piso de arriba.

—¿Hola? —dijo una mujer con voz de sueño—. ¿Quién es?

Constance fingió no oír nada a causa del ruido. Fue al centro de la sala y se puso de rodillas para pasar la aspiradora varias veces por la parte superior de las molduras. Siguió por las alfombras del vestíbulo, buscando pelos y fibras.

Al cabo de un minuto se oyó otra vez la voz, mucho más fuerte.

—¡Eh! ¿Qué hace?

Constance se levantó, apagó la aspiradora y se volvió. En el primer escalón había una mujer baja y con forma de melón, de unos treinta años, roja de cara, envuelta en una toalla enorme que sujetaba con un antebrazo fofo.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó de nuevo.

Constance hizo una reverencia.

—Perdone que la despierte, señora —dijo, adoptando su acento alemán—. Es que la criada que suele limpiar la suite ha tenido un accidente, y la estoy sustituyendo.

—¡Pero si es más de medianoche! —dijo con voz chillona la mujer.

—Lo siento, señora, pero es que me dijeron que limpiase la suite en cuanto se quedara vacía.

—¡El señor Blackburn dio órdenes concretas de que en esta suite ya no hubiera servicio de limpieza!

En aquel momento se oyó algo fuera: el sonido de una tarjeta introducida en una ranura, seguido por el clic de una cerradura al abrirse. La criada, sonrojada y boquiabierta, subió corriendo hacia su cuarto. Poco después se abrió la puerta principal, y entró Blackburn con varios periódicos enrollados debajo del brazo.

Constance le miró sin moverse, con la aspiradora portátil en una mano.

Él se paró a observarla fijamente, entrecerrando los ojos. Después, con calma, se volvió hacia la puerta, dio dos vueltas al pestillo, cruzó el recibidor y dejó los periódicos sobre una mesita.

—¿Quién es usted? —preguntó, dándole la espalda.

—Con permiso, señor, soy su camarera —dijo ella.

—¿Camarera?

—La nueva —prosiguió—. Juanita, la chica que limpiaba esta suite, ha tenido un accidente, y ahora me han encargado…

Blackburn se volvió y se quedó mirándola. Constance no terminó la frase. Había algo en la expresión de Blackburn, en sus ojos, que la impresionó: una determinación tan dura y limpia como el acero pulido, teñida de algo parecido al miedo, o incluso a la desesperación.

Lo intentó otra vez.

—Lamento haber venido tan tarde, pero además de los camarotes de Juanita sigo limpiando los míos, y se me acumula el trabajo. Creía que no había nadie. Si no, no…

De repente, una mano salió disparada, y la agarró por la muñeca. Blackburn la estrujó cruelmente y arrastró a Constance, cortándole el aliento de dolor.

—Y una mierda —dijo en una alarmante voz baja, a pocos centímetros de su cara—. Esta misma tarde he dado órdenes muy claras de que mi suite sólo la limpie mi asistente personal.

Apretó más.

Constance reprimió un gemido.

—Por favor, señor… No me lo había dicho nadie. Si no quiere que le limpien las habitaciones, me iré.

Blackburn la miró fijamente. Ella apartó la vista. La presión se volvió todavía más fuerte; Constance pensó que le destrozaría la muñeca. De pronto, Blackburn la empujó brutalmente, y ella cayó al suelo, mientras la aspiradora rebotaba varias veces por la alfombra.

—Vete de una puta vez —rugió Blackburn.

Constance se levantó, cogiendo la aspiradora y alisándose el uniforme, y pasó al lado de Blackburn para colgar la aspiradora en su gancho y llevarse el carrito hacia la entrada de la suite. Abrió el pestillo, salió con el carrito por delante y, tras una sola y disimulada mirada a Blackburn, que ya subía por la escalera gritando a su criada por haber dejado que entrase en la suite una desconocida, se fue por el pasillo.