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Cuando el primer oficial, LeSeur, entró en el puente, justo antes de medianoche, percibió enseguida la tensión. Volvía a estar presente el comodoro Cutter, con sus recios brazos cruzados por encima del fornido pecho, y una impasibilidad absoluta en sus facciones rosadas y carnosas. El resto de la dotación del puente estaba en sus puestos, en un ambiente de silencio y nerviosismo.

Pero no era sólo la presencia de Cutter lo que cargaba el aire de tensión. LeSeur estaba al corriente de que a pesar de la búsqueda de nivel dos no habían conseguido localizar a la señora Evered. Su marido se había vuelto incontrolable. No se estaba quieto ni un momento, e insistía constantemente en que su mujer era incapaz de saltar, y en que la habían asesinado o secuestrado. Su comportamiento empezaba a alarmar al resto de los pasajeros, y ya circulaban rumores. Para colmo de males, el suicidio truculento e inexplicable de la camarera tenía muy asustada a la tripulación. Al investigar discretamente la coartada de Blackburn, LeSeur había comprobado que se sostenía; a esas horas el multimillonario estaba cenando, efectivamente, y su criada personal se hallaba en la enfermería.

Estaba meditando en esos problemas cuando llegó al puente el oficial de guardia para relevar al anterior. Mientras los dos hablaban en voz baja sobre el cambio de turno, LeSeur se acercó sin prisas al puesto de control, donde estaba la capitán Mason, pendiente de los aparatos electrónicos. Mason se volvió, le saludó con la cabeza y prosiguió con su trabajo.

—¿Rumbo, velocidad y condiciones? —preguntó Cutter al nuevo oficial de guardia.

Era una consulta meramente formal. LeSeur estaba seguro, no sólo de que Cutter ya sabía las respuestas, sino de que en caso contrario le habría bastado un vistazo al ECDIS para conseguir toda la información necesaria sobre el rumbo y las condiciones meteorológicas.

—Posición: latitud 9 grados 50,36 minutos Norte, longitud 2 grados 43,08 minutos Oeste. Rumbo verdadero dos cuatro uno. Velocidad veintinueve nudos —contestó el oficial de guardia—. Estado del mar cuatro, viento de veinte a treinta nudos en la popa de estribor, olas de entre dos metros y medio y tres y medio. Presión barométrica: 29,96, en descenso.

—Imprímame nuestra posición.

—Sí, señor.

El oficial de guardia pulsó unas teclas y al instante empezó a salir un papel fino por una ranura situada en el lateral de la consola. Cutter lo arrancó y le echó un vistazo antes de guardarlo en un bolsillo de su uniforme inmaculadamente planchado. LeSeur ya sabía qué haría con el documento: en cuanto volviera a su camarote lo compararía con la posición relativa del Olympia en su travesía del año anterior, la del récord.

Al otro lado de los grandes ventanales que ocupaban toda la parte delantera del puente, el frente se acercaba, y el mar empezaba a agitarse visiblemente. Era una borrasca que avanzaba despacio, y que por tanto les acompañaría durante la mayor parte del viaje. Al hender las olas, la afilada proa del Britannia levantaba enormes cortinas de agua y espuma que, tras alcanzar alturas de hasta quince metros, caían sobre las cubiertas exteriores de popa. El barco había iniciado un movimiento de vaivén muy pronunciado.

La mirada de LeSeur recorrió los paneles de control y observó que los estabilizadores sólo estaban desplegados a medias, con lo cual se sacrificaba la comodidad de los pasajeros en aras de la velocidad. Supuso que eran órdenes de Cutter.

—¿Dónde está Kemper? —preguntó Cutter al otro lado del puente.

—Debe de estar a punto de llegar, señor.

Cutter no contestó.

—Dadas las circunstancias, propongo estudiar seriamente la…

—Primero quiero oír el informe —interrumpió Cutter.

Mason volvió a quedarse callada. LeSeur tuvo claro que había llegado en plena polémica sobre algo.

Se abrió otra vez la puerta del puente y entró Kemper, el jefe de seguridad.

—Ah, señor Kemper, por fin llega —dijo Cutter sin mirarle—. Su informe, por favor.

—Hemos recibido la llamada hace unos cuarenta minutos, señor —dijo Kemper—. Era la ocupante de la suite 1039, una mujer de edad avanzada que quería denunciar la desaparición de su acompañante.

—¿De quién se trata?

—De una joven sueca, Inge Larssen. Hacia las nueve de la noche acostó a la anciana, y se supone que después se acostó ella, pero unos pasajeros borrachos que llamaban a la puerta, confundiéndose de camarote, despertaron a la anciana. Fue entonces cuando vio que la señorita Larssen no estaba. La hemos estado buscando desde entonces, pero no aparece.

El comodoro Cutter se volvió despacio hacia el jefe de seguridad.

—¿Nada más, señor Kemper? El capitán Mason me había dado a entender que era algo grave.

—Nos ha parecido que al tratarse de la segunda desaparición, señor…

—¿No había dejado bien claro que las vicisitudes de los pasajeros no son de mi incumbencia?

—No le habría molestado, señor, pero hemos emitido un aviso por megafonía y hemos registrado a fondo los espacios públicos, sin resultado, como ya le he dicho.

—Es evidente que está con algún hombre.

Cutter volvió a orientar hacia los ventanales su robusto cuerpo.

—El señor Kemper tiene razón. Ya es la segunda desaparición —dijo Mason—, lo cual creo que justifica que le informemos a usted, señor.

Cutter siguió sin decir nada.

—Además, como ya le comunicó el señor Kemper, al investigar la primera desaparición encontramos muestras coincidentes de pelo y piel en la cubierta de paseo de babor.

—Eso no demuestra nada. Podrían proceder de cualquier parte. —Cutter hizo un gesto medio irritado, medio despectivo con el brazo—. Además, ¿qué pasa si saltó? Sabe tan bien como yo que un barco en alta mar es un palacio flotante del suicida.

Las desapariciones en el mar no tenían nada de raro, eso LeSeur ya lo sabía (eso y el celo con el que siempre las encubría la tripulación), pero la respuesta era tan despiadada que pareció tomar por sorpresa hasta a la propia Mason. La capitán se quedó callada unos treinta segundos, hasta que carraspeó y volvió a la carga.

—Señor —dijo, respirando hondo—, debemos plantearnos la remota posibilidad de que dos desapariciones indiquen la presencia a bordo de un psicópata.

—¿Y yo qué quiere que haga?

—Mi consejo, con todo respeto, es que nos planteemos desviarnos hacia el puerto más cercano.

Cutter se quedó mirándola por primera vez, con unos ojos que eran como dos trozos de carbón en la carne rosada y llena de venas. Contestó despacio, con voz gélida.

—Es un consejo que me parece poco meditado y desprovisto de valor, capitán Mason. Estamos en el Britannia.

El nombre del barco quedó flotando en el aire como si lo explicase todo.

Mason respondió en voz baja, sin ninguna agitación.

—Sí, señor.

Fue lo último que dijo antes de pasar al lado de Cutter y salir del puente.

—Son todas unas histéricas —murmuró entre dientes Cutter.

Sacó el papel impreso de su bolsillo y lo miró otra vez, frunciendo aún más el entrecejo. Al parecer no estaba satisfecho con la posición del barco, incluso sin haberla comparado con los datos de navegación del Olympia. Se volvió directamente hacia el timonel, haciendo caso omiso del oficial de guardia.

—Aumente la velocidad a toda máquina.

—A toda máquina, sí, señor.

A LeSeur ni se le ocurrió abrir la boca para protestar. Ya sabía que no serviría de nada, de nada en absoluto.