Anh Minh vio al jugador justo después de que llegara a las mesas de blackjack del casino Mayfair. El señor Pendergast. Era el nombre que le había dado el señor Hentoff. Con su esmoquin negro, parecía un enterrador. Al verle parado en la puerta, paseando la mirada de sus ojos claros por la sala poco iluminada y elegantemente decorada, tuvo un ligero escalofrío. Muy fuerte tenía que jugar para que el señor Hentoff le asignase una camarera en exclusiva. Se acordó de las extrañas instrucciones que había recibido.
—¿Le apetece beber algo? —preguntó acercándose a él.
—Un gin-tonic, por favor.
Al regresar con la bebida (sólo tónica, tal como le habían indicado), encontró al extraño personaje en las mesas de apuestas altas, en compañía de un hombre joven, rubio y muy acicalado, que llevaba un traje negro. Se acercó y esperó pacientemente con la bebida en la bandeja.
—Total —decía en aquel momento el jugador (con un acento totalmente distinto)—, que le di al tío veintidós mil seiscientos diez dólares, contantes y sonantes, en billetes de cien: uno, dos, tres, cuatro… y al llegar a cinco salió uno de veinte. Fue cuando me di cuenta de que me habían estafado. ¡Habían rellenado el fajo de cien con billetes de veinte! ¡Qué cabreo pillé! De veinte, y algunos de diez, y hasta de cinco y de uno.
—Perdone —dijo el joven, repentinamente enfadado—, pero me importan una mierda sus billetes de cien, de veinte o de lo que sea.
Se alejó deprisa, con mala cara, moviendo los labios como si hablara solo.
Pendergast se volvió sonriendo hacia Anh.
—Gracias.
Cogió el vaso y dejó un billete de cincuenta en la bandeja, mientras sus ojos recorrían nuevamente la sala.
—¿Quiere que le traiga algo más?
—Sí. —Bajó la voz, indicando algo con un pequeño movimiento de los ojos—. ¿Ve a aquella mujer de allí? ¿La del vestido suelto hawaiano, un poco gruesa, que se pasea por las mesas de apuestas altas? Pues me gustaría hacer un pequeño experimento. Cambie este billete de cincuenta y llévele un montón de billetes y monedas sobre su bandeja; dígale que es el cambio de la copa que había pedido. Ella le dirá que no ha pedido nada. Usted finja no entenderla, y empiece a contar el dinero. Suéltele todos los números que pueda. Si esa mujer es lo que creo, quizá se enfadará como el joven con quien he estado hablando, o sea, que no se ponga nerviosa.
—De acuerdo.
—Gracias.
Anh fue a la caja y cambió el billete de cincuenta por diversos billetes y monedas. Lo puso todo en la bandeja y se acercó a la mujer del vestido suelto.
—Su cambio, señora.
—¿Qué?
La mujer la miró distraídamente.
—Su cambio. Diez libras, cinco libras, dos de una libra…
—Yo no he pedido nada de beber.
Intentó irse. Anh la siguió.
—Su cambio. Uno de diez libras y tres de una libra, que suman trece libras, veinticinco peniques…
La mujer soltó un silbido de exasperación.
—¿Acaso no me ha oído? Yo no he pedido ninguna bebida.
Anh persiguió a la mujer.
—La bebida son seis libras con setenta y cinco peniques, por tanto su cambio asciende a trece libras con veinticinco peniques.
—¡Idiota! ¡Incompetente! —estalló la mujer, volviéndose hacia ella en un remolino de colores; se acercó con la cara congestionada.
—Lo siento mucho.
Anh Minh se batió en retirada con la bandeja de dinero, seguida por la mirada hostil de la mujer. Cuando volvió a la barra, llenó un vaso con tónica y cubitos y puso una rodaja de limón. Encontró a Pendergast paseando entre la multitud, atento a todo.
—¿Una copa, señor?
Él la miró. Anh tuvo la impresión de que era una mirada divertida. Pendergast habló rápido y en voz baja.
—Aprende deprisa. Bien, ¿ve a aquel hombre sentado a la izquierda del crupier en la mesa de su derecha? Pues échele encima esta bebida, necesito su asiento. Ahora.
Anh se dio ánimos y caminó hacia la mesa indicada.
—Su bebida, señor.
—Gracias, pero no he…
Sacudió la bandeja. La bebida se derramó en la entrepierna del hombre, que se levantó como impulsado por un resorte.
—¡Pero, bueno…!
—¡Oh, cuánto lo siento, señor!
—¡Mi esmoquin nuevo!
—¡Perdone! ¡Lo siento mucho!
El hombre sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y lo usó para sacudirse los cubitos y el líquido. Pendergast se acercó sigilosamente, dispuesto a cogerle el asiento.
—¡Lo siento mucho! —repitió Anh.
—¡Bueno, vale, no pasa nada! —El hombre se volvió hacia la crupier—. Me voy.
Recogió las fichas y se fue hecho una furia, momento en el que Pendergast se deslizó rápidamente en su asiento. La crupier barajó las cartas, las dejó encima de la mesa y le dio a Pendergast la carta de corte. Pendergast la introdujo en la baraja. La crupier cortó y cargó el sabot, introduciendo la carta de corte más abajo de lo normal.
Anh Minh se quedó cerca, preguntándose cuál sería la siguiente locura que le pediría Pendergast.
Aloysius Pendergast miró a los jugadores con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Cómo va la noche? ¿Hay suerte?
El chino de la derecha de la crupier (su objetivo) no se dio por aludido. Las dos mujeres maduras del medio, que parecían hermanas, saludaron discretamente con la cabeza.
—¿Está repartiendo buenas cartas? —preguntó a la crupier, una mujer menuda.
—Se hace lo que se puede —respondió ella con indiferencia.
Al echar un rápido vistazo a la sala, Pendergast se dio cuenta de que la mujer del vestido suelto hawaiano, que fingía hablar por un teléfono móvil, se estaba fijando en su mesa. Espléndido.
—Presiento que tendré suerte.
Dejó una ficha de diez mil libras en el círculo de apuestas, y otra delante, para la crupier.
Las dos mujeres se quedaron mirando las fichas un momento y luego colocaron las suyas, más modestas, de mil libras. El chino empujó una ficha hacia el círculo de apuestas: también de mil.
La crupier repartió las cartas.
Pendergast se quedó con dos ochos. Las dos mujeres jugaron. El objetivo de Pendergast sacó un doce y se pasó con una figura. La crupier sacó un veinte en tres cartas, y recogió el dinero de los cuatro.
En ese momento volvió la camarera con otra bebida, y Pendergast tomó un buen trago.
—Qué suerte más perra —dijo al dejarlo sobre un posavasos y coger más fichas.
Jugaron varias manos, hasta que Pendergast dejó de apostar.
—¿Su apuesta, señor?
—Ésta me la salto —dijo Pendergast. Se volvió hacia Anh Minh—. Tráeme otro gin-tonic —dijo con voz pastosa—. Muy seco.
La camarera se fue.
El chino volvió a apostar, esta vez cinco mil. Su rostro de hombre maduro y cansado mantenía exactamente la misma expresión de antes. Esta vez paró en quince; la crupier sacó un seis y se pasó.
El sabot se fue vaciando. Pendergast vio con el rabillo del ojo que en la mesa contigua estaba ganando otro jugador marcado, al que vigilaba el joven rubio. El truco consistiría en obligar al de la mesa de Pendergast a perder más dinero, para compensar. El grupo de cartas que había detectado en el momento de barajar no estaba lejos, y era muy prometedor.
Saltaba a la vista que la observadora del vestido hawaiano también estaba atenta a la partida. Ahora que faltaba poco para que apareciese el grupo de naipes detectado por Pendergast, la cuenta que llevaba el agente ya era de once positivos. Su objetivo colocó un montón de fichas en el interior del círculo de apuestas: cincuenta mil.
Se oyó un murmullo.
—¡Si él puede, yo también, qué diablos! —dijo Pendergast, poniendo otros cincuenta. Guiñó un ojo a su objetivo y levantó el vaso—. Por nosotros, amigo.
Cada una de las dos señoras apostó mil. Se procedió al reparto de cartas.
Pendergast se paró en dieciocho.
El objetivo sacó doce, pidió otra carta cuando la crupier mostraba un cinco (infringiendo la estrategia básica) y recibió un ocho.
Un «¡ooooh!» brotó entre la gente.
Las dos mujeres sacaron diversas cartas bajas, hasta que una de ellas pasó de veintiuno. Entonces la crupier completó su mano: tres, cinco, seis, cinco. Diecinueve. Ganaba el objetivo de Pendergast.
Jugaron algunas manos más, en las que la mayoría de las cartas que salían del sabot eran bajas. La cuenta de Pendergast no dejaba de aumentar. Aún quedaban por repartir muchos de los dieces, y la mayoría de los ases. Por si fuera poco, todos ellos estaban metidos en el grupo de cartas que él, con su aguda vista y su memoria prodigiosa, había seguido meticulosamente. Por ello, y por lo que había podido ver cuando la crupier barajaba y cortaba las cartas, supo la situación exacta de siete naipes en el grupo, lo que le permitió hacer una certera suposición acerca de la situación de muchas más. Su cuenta secundaria de ases estaba en tres. Había otros trece, dos de los cuales tenía localizados. Si sabía hacerlo, era su oportunidad. Todo dependía de controlar bien las cartas.
Durante aquella mano tendría que pasarse en cuatro cartas.
Apostó mil.
Su objetivo puso cien mil.
Otro «¡oooh!» de la multitud.
A Pendergast le dieron catorce.
A su objetivo le dieron quince. La carta boca arriba de la crupier era un diez.
Pendergast pidió. Un cinco: diecinueve. Justo cuando la crupier iba a repartir al siguiente jugador, Pendergast dijo:
—Deme otra.
Se pasó de veintiuno.
Se oyeron silbidos de burla, susurros y una risa despectiva. Pendergast bebió un trago, y al mirar de reojo a su objetivo descubrió que le observaba con cierto desprecio.
Su objetivo pidió una carta, y recibió un ocho. Se había pasado. La crupier recogió sus cien mil.
Gracias a un rápido cálculo mental, Pendergast supo que la cuenta parcial ya era de veinte, y el total aún más alto. Algo casi inaudito. La crupier ya había repartido el setenta y cinco por ciento de las cartas, pero de momento sólo habían salido tres ases. El resto estaba concentrado en el grupo de cartas restante. Se trataba de una combinación a la que no podía resistirse ningún contador de cartas. Si el objetivo seguía el Criterio de Kelly (y, si era mínimamente listo, debía de seguirlo), apostaría mucho dinero, muchísimo. Pendergast sabía que en aquel momento la clave para controlar la partida era parar las cartas buenas a la vez que dejar que corrieran las malas. El problema eran las dos mujeres que había entre su objetivo y él; las cartas que recibieran, cómo las jugaran y las complicaciones que pudiera comportar.
—¿Señoras? ¿Señores? —preguntó la crupier, invitándoles con un gesto a hacer sus apuestas.
Pendergast apostó cien mil. El chino colocó un montón de fichas: doscientos cincuenta mil. Las dos señoras apostaron sus respectivos mil, y se miraron riendo.
Pendergast levantó una mano.
—No reparta todavía. Yo esto no puedo hacerlo sin otra copa.
La crupier pareció alarmarse.
—¿Desea interrumpir la partida?
—Necesito una copa. ¿Y si pierdo?
El objetivo no parecía contento.
La crupier miró inquisitivamente al vigilante que rondaba en las inmediaciones de la mesa. Recibió su permiso con un gesto de la cabeza.
—Está bien, haremos una breve pausa.
—¡Camarera!
Pendergast hizo chasquear los dedos.
Anh Minh llegó corriendo.
—¿Señor?
—¡Algo de beber! —reclamó él, dándole un billete de cincuenta, que se le cayó al suelo.
Justo cuando la camarera se agachaba para recogerlo, él se levantó.
—¡No, no, ya lo recojo yo!
Cuando sus cabezas estuvieron cerca, Pendergast dijo:
—Llévese de la mesa a las dos señoras. Ahora mismo.
—Sí, señor.
Pendergast se levantó con el billete en la mano.
—¡Aquí está! ¡Quédate con el cambio, pero no te atrevas a volver sin la bebida!
—Sí, señor.
Anh se fue a toda prisa.
Pasó un minuto. Otro. Ya había corrido la voz de lo que se apostaba, y se estaba formando un corro de público bastante nutrido alrededor de la mesa. La gente cada vez se impacientaba más, por no hablar del objetivo. El centro de todas las miradas eran los inestables montones de fichas sobre el fieltro verde.
—¡Paso! —gritó alguien.
Hentoff, el director del casino, se abrió camino entre la gente. Se detuvo ante las dos mujeres de la mesa de Pendergast y les sonrió efusivamente, abriendo los brazos.
—¿Josie y Helen Roberts? ¡Es su día de suerte!
Ellas se miraron.
—¿De verdad?
Hentoff les pasó un brazo por la espalda a cada una e hizo que se levantaran.
—Cada día organizamos una pequeña lotería, en la que se introducen automáticamente los números de todos los camarotes. ¡Y han ganado ustedes!
—¿Qué hemos ganado?
—¡Masajes de noventa minutos con Raúl y Jorge, un tratamiento de lujo en el spa, una cesta de productos de belleza y una caja de Veuve Clicquot! —Echó un vistazo a su reloj—. ¡Uy! ¡Si no nos damos prisa Raúl y Jorge se irán! ¡Ya llevábamos un rato buscándolas!
—Es que estábamos a punto de…
—Tenemos que darnos prisa. El premio sólo es válido durante un día. Aquí pueden volver siempre que quieran. —Le hizo señas a la crupier—. Cámbieles las fichas.
—¿Con las apuestas encima de la mesa, señor?
—He dicho que les cambie las fichas.
La crupier obedeció. Hentoff se llevó a las dos mujeres, cogidas por el hombro. Poco después llegó Anh Minh con la bebida.
Pendergast se la bebió de golpe y dejó ruidosamente el vaso sobre la mesa. Después miró a su alrededor con una amplia sonrisa.
—Perfecto, ya he recuperado fuerzas.
La crupier pasó la mano por encima de la mesa, preguntó si había más apuestas y repartió las cartas. Pendergast recibió dos ases, y los separó. Su objetivo recibió dos sietes, que también separó. La carta boca arriba de la crupier era una reina.
El objetivo colocó otra pila de fichas para la segunda mano. Había medio millón encima de la mesa. Pendergast añadió su segunda apuesta, con lo que elevó la cifra hasta doscientos mil.
La crupier le repartió sus dos cartas: un rey y una jota. Dos blackjacks.
La gente empezó a aplaudir, pero dejó de hacerlo de golpe cuando la crupier se volvió hacia el objetivo y repartió una carta sobre cada siete.
Otros dos sietes, tal como esperaba Pendergast.
—¡Lástima que no sea una partida de póquer! —dijo gritando.
Su objetivo volvió a separar los sietes (no le quedaba más remedio), y apostó a regañadientes otros dos montones de fichas. Ahora tenía delante un millón de libras.
La crupier repartió cuatro cartas: jota, diez, reina y as.
El público esperaba. Reinaba un silencio fuera de lo común.
La crupier giró su carta oculta… y apareció un diez.
La gente soltó un suspiro colectivo al darse cuenta de la situación. Esta vez no hubo aplausos, sino sólo un murmullo agudo y excitado. Casi se podía palpar el regodeo en la desgracia ajena.
Pendergast se levantó de la mesa, recogió sus ganancias y le hizo otro guiño al chino, que parecía una estatua mientras veía cómo se llevaban sus fichas para contarlas y guardarlas.
—Unas veces se gana y otras se pierde —dijo, sacudiendo alegremente sus fichas.
Al salir del casino, vio fugazmente a Hentoff, que le miraba con la boca totalmente abierta.