Cuando Kemper llegó a la central de seguridad, eran las once y cuarto. La puerta estaba entreabierta. Oyó conversaciones animadas, y lo que parecían discretos aplausos en el puesto de seguimiento. Con una mano empujó la puerta.
Las paredes de la sala circular estaban tapizadas por cientos de pantallas de vídeo, cada una de las cuales mostraba imágenes por circuito cerrado de algún lugar del barco. Todos los empleados de guardia estaban reunidos frente a una sola pantalla, hablando y riéndose, tan enfrascados en lo que veían que no se dieron cuenta de la llegada de Kemper. El parpadeo azulado de los monitores iluminaba al grupo. Olía a los restos de pizza olvidados en varias cajas manchadas de aceite que se amontonaban en un rincón.
—¡Eso, abuela, bien adentro! —exclamó alguien.
—¡Hasta la empuñadura!
—¡Qué marcha tiene la vieja!
Se oyeron gritos, silbidos y risas. Un empleado se contoneó lascivamente.
—¡Así me gusta, chaval! ¡Cabalga, vaquero, cabalga!
Kemper se acercó.
—¿Se puede saber qué ocurre?
Se apartaron inmediatamente de la pantalla de circuito cerrado, dejando a la vista a dos pasajeros con sobrepeso que mantenían vigorosas relaciones sexuales en un pasillo apartado y poco iluminado.
—¡Será posible! —Kemper se volvió—. Señor Wadle, ¿no se supone que es usted el supervisor del turno?
Miró uno a uno a los empleados, que se cuadraron ridículamente.
—Sí, señor.
—¿Desaparece una pasajera, se suicida una empleada, estamos perdiendo una fortuna en el casino y no se les ocurre nada mejor que mirar el Viagra Show? ¿Les parece gracioso?
—No, señor.
Kemper sacudió la cabeza.
Wadle señaló el interruptor con el que se apagaba el monitor.
—¿Quiere que…?
—No. Cada vez que se apaga la pantalla, queda registrado, y podría levantar sospechas. Limítense a… apartar la vista.
Alguien se aguantó la risa. Kemper no pudo evitar que se le contagiara.
—Bueno, bueno, ya se han divertido. Ahora, todos a sus puestos.
Cruzó el puesto de seguimiento y entró en su pequeño despacho del fondo. Poco después sonó el interfono.
«Un tal Pendergast quiere verle.»
Kemper sintió que se le agriaba el humor. Al cabo de un rato entró el investigador privado.
—¿También ha venido para ver el espectáculo? —preguntó Kemper.
—El caballero en cuestión ha estudiado el Kama Sutra. La postura, si no me equivoco, se llama «batiendo nata».
—No tenemos mucho tiempo —contestó Kemper—. De momento esta noche llevamos perdidos otros doscientos mil en el Covent Garden. Creía que iba a ayudarnos.
Pendergast se sentó y cruzó una pierna encima de la otra.
—A eso venía. ¿Puede darme fotos de los ganadores de esta noche?
Kemper le tendió un fajo de fotos borrosas, que Pendergast hojeó.
—Interesante. No es el mismo grupo que la noche pasada. Tal como suponía.
—¿O sea?
—Se trata ciertamente de un grupo numeroso y organizado. Los jugadores cambian cada noche. La clave está en los observadores.
—¿Observadores?
—Señor Kemper, me sorprende su ingenuidad. Aunque el sistema sea complejo, los principios son simples. Los observadores se mezclan con la gente y vigilan el juego en las mesas donde más se apuesta.
—¿Quiénes narices son esos observadores?
—Podría ser cualquiera: una anciana en una máquina tragaperras estratégicamente situada, un empresario achispado que habla muy alto por el teléfono móvil… Hasta un adolescente con acné que lo mira todo boquiabierto. Los observadores están muy bien entrenados, y en muchos casos incluso crean un personaje como tapadera de sus actividades. Cuentan las cartas, pero no juegan.
—¿Y los jugadores?
—Un observador puede tener entre dos y cuatro jugadores a su cargo. Los observadores hacen un seguimiento de todas las cartas que se juegan en una mesa, y las «cuentan», lo cual suele consistir en asignar números negativos a las cartas bajas y números positivos a los dieces y a los ases. Lo único que deben recordar es un solo número, la suma en cada momento. Cuando la relación entre cartas altas y bajas que quedan en la baraja pasa de cierto punto, las probabilidades benefician temporalmente a los jugadores. En el blackjack, las cartas altas perjudican al crupier. Cuando un observador detecta este cambio en alguna mesa, hace una señal acordada a uno de los jugadores, que se sienta en la mesa y empieza a apostar fuerte; o, si el jugador ya está en la mesa, sube de golpe las apuestas. Cuando la proporción vuelve a la normalidad, o queda por debajo, otra señal del observador indica al jugador que es hora de irse, o de volver a las apuestas bajas.
Kemper cambió de postura, inquieto.
—¿Cómo podemos pararlo?
—La única contramedida de eficacia comprobada es identificar a los observadores y ponerlos… de patitas en la calle.
—Eso no podemos hacerlo.
—Será por eso que están aquí, y no en Las Vegas.
—¿Qué más?
—Combinar las cartas en sabots de ocho barajas y repartir sólo un tercio del sabot antes de volver a barajar.
—Nosotros usamos sabots de cuatro barajas.
—Otro motivo por el que atraen a los contadores. Podría pararles los pies dando instrucciones a sus crupieres de que barajen cada vez que se siente un nuevo jugador o suba de golpe las apuestas.
—Ni hablar. Se jugaría más despacio y bajarían los beneficios; además, los jugadores con más experiencia se quejarían.
—No cabe duda. —Pendergast se encogió de hombros—. Naturalmente, ninguna de estas contramedidas resuelve el problema de recuperar el dinero.
Kemper le miró con ojos sorprendidos.
—Ah, pero ¿hay alguna manera de recuperarlo?
—Es posible.
—Pero no podemos hacer trampas.
—Ustedes no.
—Tampoco podemos permitir que las haga usted, señor Pendergast.
—¡Pero, señor Kemper! —contestó Pendergast en tono falsamente ofendido—. ¿He dicho yo algo de hacer trampas?
Kemper no respondió.
—Una característica de los contadores de cartas es que siempre siguen el mismo sistema. Cuando un jugador normal pierde mucho dinero suele abandonar la partida. Los contadores de cartas profesionales no. Lo cual nos beneficia. —Pendergast miró su reloj—. Las once y media. Quedan tres horas de juego intenso por delante. Señor Kemper, tenga la amabilidad de extenderme una línea de crédito de medio millón.
—¿Ha dicho medio millón?
—No me gustaría nada quedarme corto justo en el momento más interesante.
Kemper reflexionó unos instantes.
—¿Nos devolverá el dinero?
Pendergast sonrió.
—Lo intentaré.
Kemper tragó saliva.
—De acuerdo.
—Tendrá que pedirle al señor Hentoff que avise a los supervisores y a los crupieres de que quizá me vean jugar de manera excéntrica, por no decir sospechosa, aunque siempre me mantendré dentro de los límites de la legalidad. Me sentaré a la izquierda del crupier y no apostaré en el cincuenta por ciento de las manos, aproximadamente; por lo tanto, le ruego que avise a sus hombres de que no me cambien de mesa si no juego. Hentoff debería dar instrucciones a sus crupieres de que me dejen cortar siempre que resulte normal, sobre todo al principio, cuando me siente. Parecerá que bebo mucho; asegúrese, por tanto, de que sólo me traigan tónica cada vez que pida un gin-tonic.
—De acuerdo.
—¿Sería posible levantar el tope de apuestas en una de las mesas donde se juega fuerte?
—¿Qué quiere decir? ¿Que no haya un máximo?
—Exacto. Así nos aseguraremos de que los contadores se fijen en la mesa, y será mucho más eficaz para la devolución del dinero.
Kemper sintió que le caía una gota de sudor por la frente.
—Por último, le ruego que pida al señor Hentoff que asigne un crupier con las manos pequeñas y los dedos finos a la mesa elegida. Cuanta menos experiencia tenga, mejor. Que ponga la carta de corte muy alta en el sabot.
—¿Debo preguntar por qué? —dijo Kemper.
—No, no debe.
—Señor Pendergast, si le pillamos haciendo trampas será una situación muy incómoda para ambos.
—No haré trampas. Le doy mi palabra.
—¿Se puede saber cómo influirá en el juego, si ninguno de los jugadores llega a tocar las cartas?
Pendergast sonrió enigmáticamente.
—Hay maneras de lograrlo, señor Kemper. ¡Ah, sí! También necesitaré una ayudante, una de las camareras, una persona invisible, discreta e inteligente que me traiga las bebidas y esté a mi disposición para una serie de… ¿cómo decirlo?… de encargos poco habituales que podría hacerle de repente. Deberá cumplirlos sin preguntas ni vacilaciones.
—Más vale que salga bien.
Pendergast hizo una pausa.
—Por descontado que, si tuviera éxito, esperaré otro favor a cambio.
—Por descontado —dijo Kemper.
Pendergast se levantó y se dispuso a salir del despacho y entrar en la central de seguimiento. Justo antes de que se cerrara la puerta, Kemper le oyó exclamar con meloso acento sureño:
—¡Que me aspen si no es la postura del apadravyas! ¡A la edad que tienen!