Es horrible lo que cuenta —dijo la persona amable y atractiva con la que conversaba Inge—. ¿Serviría de algo si hablara yo con la señora?
—¡No, no! —contestó ella, horrorizada por la propuesta—. No, por favor, tampoco es tan grave, de verdad… Ya estoy acostumbrada.
—Como quiera, pero si cambia de opinión, dígamelo.
—Es usted muy amable. La verdad es que se agradece poder hablar con alguien.
Se calló, visiblemente sonrojada.
A Inge Larssen nunca le había ocurrido nada igual; en su angustiosa timidez, siempre había vivido muy enclaustrada, y sin embargo acababa de abrir su alma a alguien a quien sólo conocía desde hacía media hora.
Según el gran reloj de bordes dorados que pendía de la pared empapelada del salón Chatsworth, eran las diez menos cinco. Al fondo, en un rincón, había un cuarteto de cuerda que no se hacía oír demasiado. De vez en cuando pasaba una pareja cogida del brazo o de la mano. La luz de la sala procedía de un millar de finas velas que llenaban el aire de un resplandor suave y dorado. Inge no recordaba haber estado en ningún sitio tan bonito.
Quizá fuera la magia del lugar, y de la noche, lo que le había hecho bajar la guardia; a menos que se tratase de algo tan sencillo como que su nueva amistad era una persona alta, segura de sí misma, que irradiaba confianza.
En la otra punta del sofá, su confidente cruzó lánguidamente las piernas.
—¿O sea que siempre ha vivido en conventos?
—Casi siempre; desde los seis años, cuando murieron mis padres en un accidente de coche.
—¿Y no tiene familia? ¿Ningún hermano?
Inge sacudió la cabeza.
—No, nadie; bueno, mi tío abuelo, que es quien me hizo ingresar en el colegio del convento de Evedal, y no en una escuela pública, pero ya está muerto. Tengo algunas amigas del colegio, que en cierto modo casi son como mi familia. También está mi jefa…
«Mi jefa —pensó—. ¿Por qué no podré trabajar para una persona como ésta?» Quiso seguir hablando, pero al final se calló, notando que se ruborizaba.
—Iba a decir algo.
Inge se rió, avergonzada.
—No, nada.
—Dígamelo, por favor, me encantaría oírlo.
—Es que… —Volvió a titubear—. Como usted es una persona tan importante, con tanto éxito y tanto… Ya lo sabe todo acerca de mí. Ahora… tenía la esperanza de oír su historia.
—Hay muy poco que contar —fue la respuesta, algo seca.
—En serio. Me encantaría saber cómo consiguió lo imposible, y llegar donde está. Es que… no sé… un día me gustaría…
Un breve silencio.
—Lo siento —se apresuró a decir Inge—. No tenía derecho a preguntar. Lo siento. —De repente se sentía incómoda—. Ya es tarde. Tengo que acostarme. La señora a la que cuido… si se despierta y no me encuentra, tendrá miedo.
—Tonterías —dijo su nueva amistad, recuperando la calidez de antes—. Le contaré mi vida con muchísimo gusto. Vamos a dar una vuelta por cubierta, aquí el ambiente está muy cargado.
A Inge no se lo parecía, pero no dijo nada. Fueron al ascensor y subieron cuatro niveles, hasta la cubierta 7.
—Voy a enseñarle algo que seguro que nunca ha visto —dijo su acompañante, precediéndola por el pasillo.
Pasaron al lado del restaurante Hyde Park (muy tranquilo, a aquellas horas de la noche) y llegaron a una gruesa escotilla.
—Podemos salir por aquí.
Lo cierto era que Inge nunca había estado en la cubierta. Hacía bastante frío. El viento gemía al recorrer el barco, mientras el pelo y los hombros de Inge se llenaban de gotas de agua. La escena no podía ser más espectacular. Sobre la luna, amarillenta, corrían nubes de tormenta. El gigantesco buque se abría camino entre olas muy altas. Arriba, y abajo, la luz de infinidad de ventanas y ojos de buey convertía la espuma del mar en oro líquido. Era todo de un romanticismo inverosímil.
—¿Dónde estamos? —murmuró.
—En la cubierta de paseo. Venga, quiero enseñarle una cosa. —Su acompañante la llevó a la baranda de popa, en la punta del barco—. En noches oscuras, como hoy, se ve brillar el plancton en la estela del barco. Fíjese, es increíble.
Inge se inclinó, asiendo con fuerza la baranda. Tenía el mar a sus pies, formando remolinos en la popa. En efecto: millones de luces titilaban en la cremosa estela. El mar vibraba de fosforescencia, todo un mundo de color de perla, distinto a todo, al que la propulsión del barco infundía una vida pasajera.
—Es precioso —susurró, mientras el aire frío la hacía tiritar.
La respuesta fue una mano que se posó suavemente en su hombro, tirando de ella.
Inge sólo se resistió un momento. Después se dejó llevar, agradeciendo el calor. Mientras contemplaba el resplandor de la estela, que parecía de otro mundo, también sintió una mano en el otro hombro. La presión se hizo más firme.
Y de pronto, en un solo y brutal estirón, sintió que la levantaban del suelo y la echaban por la borda.
Una larga y confusa ráfaga de aire, seguida bruscamente por un terrible impacto, el de su cuerpo contra el agua gélida.
Se retorció sobre sí misma, desorientada por el agua, y aturdida y dolorida por el impacto. Después, con la ropa y los zapatos como pesos muertos, se impulsó hacia arriba y salió a la superficie escupiendo agua, agitando las manos como si pretendiese escalar hacia el cielo.
Al principio, las ideas se le atropellaron en la mente, sin orden ni concierto, y se preguntó cómo se había caído (si había cedido la baranda, o algo así), pero después recuperó la lucidez.
«No me he caído. Me han tirado.»
Se quedó estupefacta. No podía ser verdad. Miró a su alrededor con desesperación, moviendo instintivamente las piernas. La popa del barco ya se alejaba en la noche, como una gran torre luminosa. Quiso gritar, pero enseguida se le llenó la boca con el remolino de la estela. Tosió y se debatió, intentando mantenerse a flote. El frío del agua la paralizaba.
—¡Socorro! —gritó, con una voz tan débil y ahogada que casi ni ella misma la oyó por encima del viento, del ruido de los motores y del fuerte silbido de las burbujas que creaba la estela del barco.
Escuchó el lejano griterío de las gaviotas que seguían al barco día y noche.
Era un sueño. Tenía que serlo. Pero el agua estaba tan fría, tanto… Sus brazos y piernas doloridos, que forcejeaban, se volvieron de plomo.
La habían tirado del barco.
Contempló horrorizada el racimo de luces, cada vez más pequeño. Por las ventanas de popa podía verse el enorme salón de baile Jorge II de la cubierta 1, con puntos negros que se movían contra el resplandor de la luz: gente.
—¡Socorro!
Intentó agitar la mano, pero se hundió, y le costó regresar a la superficie.
«Quítate los zapatos y nada.»
Sólo tardó un momento en quitarse los ridículos zapatos de tacón bajo que le hacía ponerse su jefa, pero no sirvió de nada. Ya no sentía los pies. Braceó un par de veces sin fuerzas, pero era inútil intentar nadar. Todas sus fuerzas se consumían en lograr mantener la cabeza por encima del agua.
El Britannia empezaba a desaparecer en la niebla nocturna que flotaba sobre el mar. Las luces estaban perdiendo intensidad. Ya no se oían gritos de gaviotas. Lentamente, también se disipó el silbido de las burbujas, y el color verde de la estela. El agua quedó negra, tan negra como profunda.
Las luces se apagaron. Poco después dejó de oírse la lejana pulsación de los motores.
Inge contempló horrorizada el espacio abandonado por las luces y los sonidos. Todo estaba negro. Mantuvo la vista fija, porque le daba demasiado miedo mirar hacia otra parte, como si seguir localizando el punto exacto fuera su última esperanza. A su alrededor, el mar estaba oscuro y lleno de olas. La luna se asomó por detrás de unas nubes que se deslizaban por el cielo, volviendo fugazmente plateada la capa de niebla del mar, que volvió a oscurecerse cuando el astro se escondió otra vez tras una nube. Inge subió y bajó a merced de las olas.
Mientras se esforzaba por ver algo en la oscuridad llena de niebla, se le echó encima la cresta de una ola, que la empujó hacia abajo. Inge agitó los brazos. A su alrededor no había nada, absolutamente nada, sólo negrura, y un frío terrible e implacable.
Sin embargo, mientras se resistía, tuvo la sensación de que el tremendo frío se convertía lentamente en un calor inexplicable. Sus brazos y sus piernas desaparecieron. A medida que pasaban los segundos, sus movimientos se volvieron más lentos, hasta que el simple hecho de moverse requirió de toda su fuerza de voluntad. Luchó encarnizadamente por seguir a flote, pero todo su cuerpo se había convertido en un pesado saco inútil. Empezó a darse cuenta de que no estaba en el mar, sino en su cama, durmiendo. Todo había sido una pesadilla. Se sintió abrumada de alivio y gratitud. Al cambiar de postura, sintió la cama caliente y blanda, un calor oscuro en el que se hundió. Suspiró. En ese momento sintió algo sólido y pesado en el pecho, un peso descomunal, y una chispa de comprensión se abrió camino con dificultad por su conciencia: no, no estaba en la cama, ni era un sueño; se hundía de verdad en las profundidades negras e infinitas del norte del Atlántico, y sus pulmones no daban más de sí.
«Me han asesinado», fue el último pensamiento que pasó por su cerebro en el momento en el que se hundía. Respiró una vez más, expulsando por la boca el último suspiro que le quedaba, en una erupción de horror silencioso más intensa que el más salvaje de los gritos.