22

El agente especial Pendergast cerró la puerta de su camarote y se alejó por el pasillo. Iba muy elegante, con un esmoquin negro, lo que junto con su paso decidido y la hora que era (las ocho) indicaba claramente que salía a cenar.

Sin embargo, aquella noche Pendergast no tenía planeado ir a cenar; aprovecharía esas horas para asuntos personales.

Llegó a unos ascensores y pulsó el botón de subida. Cuando se abrió una de las puertas, entró y apretó el botón de la cubierta 13. En menos de treinta segundos ya estaba recorriendo a toda prisa otro pasillo, en dirección a proa.

La mayoría de los pasajeros estaban cenando, o en los casinos, o bien viendo algún espectáculo. Pendergast sólo se cruzó con dos personas, una camarera y un sobrecargo. Más adelante, el pasillo cambiaba dos veces de sentido, una a la derecha y otra a la izquierda, hasta desembocar en el pasillo transversal de proa, mucho más corto, con sólo dos puertas a mano izquierda: las dos de la suite real del barco.

Pendergast se acercó a la primera, donde ponía «SUITE RICARDO II», y llamó. Como no contestaba nadie, sacó de la bolsa una tarjeta electromagnética. Un cable en espiral conectaba la tarjeta a un palmtop escondido en la bolsa. Pendergast introdujo la tarjeta en la ranura de la puerta, y tras examinar la pequeña pantalla del ordenador pulsó unos números en el teclado. Se oyó un pitido electrónico. El LED rojo de la cerradura se puso verde. Después de una última mirada al pasillo, Pendergast entró, cerró la puerta y escuchó atentamente. Ya se había cerciorado de que Lionel Brock estaba cenando. La suite estaba vacía, silenciosa y oscura.

Dio unos pasos, usando la linterna que acababa de sacar de su bolsillo. Las cuatro suites reales no eran tan grandes como los apartamentos dúplex y tríplex, pero ocupaban la mitad de la superestructura de proa de las cubiertas 12 y 13, con vistas al castillo de proa. Según el plano de la cubierta que había consultado Pendergast, se componían de un salón grande, un comedor, una cocina pequeña, un aseo y dos dormitorios con baño adjunto.

Cruzó el salón, deslizando la luz de la linterna por las superficies. Todo se veía como nuevo. La camarera acababa de pasar. La papelera estaba vacía. Lo único que llamaba la atención era una almohada con la funda recién cambiada en un lado del sofá de piel. Según el informe de pasajeros, el único ocupante de la suite era Brock. Quizá tenía hemorroides.

La única señal de presencia humana era una botella de Taittinger sin abrir dentro de una cubitera de pie, con el hielo medio derretido.

Pendergast se puso unos guantes de látex. Al registrar los cajones de las mesitas de noche sólo encontró folletos del barco y mandos a distancia para la tele y el DVD. Apartó los cuadros de la pared, pero no encontró nada detrás. Entonces se acercó al ventanal del fondo y corrió discretamente la cortina. Abajo, a muchísima distancia, la proa del Britannia surcaba olas coronadas de espuma. El tiempo había ido empeorando, y ahora el lento cabeceo del barco era más fuerte.

Se apartó de la ventana para ir a la cocina. Tampoco parecía que la hubieran usado. Se notaba que Brock comía y cenaba en los muchos restaurantes del barco. En la nevera sólo había otras dos botellas de champán. Abrió deprisa los cajones, pero sólo encontró cubiertos y copas. Después sometió el comedor y el aseo a un rápido registro. Lo último fue el armario ropero, pero no había nada interesante en ningún sitio.

Volvió al salón, y se paró a escuchar. Todo estaba en silencio. Echó un vistazo a su reloj; eran más de las ocho. Brock tenía reserva en el turno de las ocho en el King’s Arms. Tardaría como mínimo una hora y media en volver.

Los dormitorios estaban a estribor; había dos puertas, una de ellas abierta. Empezó por esta última. Antes de cruzarla, se paró otra vez a escuchar. El dormitorio se parecía bastante al suyo: una gran cama con dosel barroco, dos mesitas de noche, un armario grande, un escritorio con su silla, un armario empotrado y una puerta, sin duda la del baño. Se notaba que era donde dormía Brock.

Tardó quince minutos en registrarlo todo a fondo. Después entró en el lavabo compartido y examinó rápidamente los productos de baño. Tampoco esta vez descubrió nada; sólo la confirmación de algo que ya sospechaba: la colonia preferida de Brock era Floris Elite.

Al fondo del lavabo había un pequeño vestidor, con una puerta que daba al segundo dormitorio. Pendergast cogió el pomo con la intención de no buscar muy a fondo, porque cada vez parecía más evidente que si Brock era culpable de algo, sería necesario buscar las pruebas en algún otro lugar del Britannia.

No se abría.

Frunció el entrecejo y regresó al salón para probar con la otra puerta del segundo dormitorio. Tampoco se abría.

Qué raro…

Se arrodilló para examinar el mecanismo con la linterna; era una simple clavija que no ofrecería resistencia. Metió una mano en el bolsillo y sacó una ganzúa parecida a un cepillito de dientes de alambre. La insertó en la cerradura. Se oyó casi enseguida un suave clic, señal de éxito. Giró el pomo y abrió la puerta de la habitación a oscuras.

—Si se mueve, le mato —dijo una voz ronca.

Pendergast se quedó quieto.

De detrás de la puerta salió un hombre con una pistola en la mano. Al fondo de la oscuridad se oyó una voz adormilada de mujer.

—¿Qué pasa, Curt?

En vez de contestar, el hombre hizo señas a Pendergast con la pistola; luego cruzó la puerta y la cerró con pestillo. Era moreno de pelo y piel, con cicatrices de acné, guapo al estilo de los gánsteres, y muy musculoso. Su porte era de boxeador, pero saltaba a la vista que para ser tan corpulento tenía una gran agilidad de movimientos. No era camarero; no llevaba uniforme, sino un traje negro que visiblemente tenía cierta dificultad en contener sus anchos hombros.

—Bueno, tío, ¿quién eres y qué haces aquí?

Pendergast sonrió y señaló un sillón con la cabeza.

—¿Puedo? Es que llevo todo el día de pie.

Curt se quedó en el mismo sitio, poniendo mala cara mientras Pendergast se acomodaba en el sillón y cruzaba elegantemente las piernas.

—Te he hecho una pregunta, hijo de puta.

Pendergast extrajo la botella de champán del hielo derretido, dejó caer el agua sobrante y descorchó la botella con un diestro giro de muñeca. En un lado había dos copas de champán. Las llenó hasta el borde.

—¿Le apetece? —preguntó.

El hombre levantó la pistola.

—Se me está acabando la paciencia. Tienes un problema, y se está agravando.

Pendergast tomó un sorbo.

—Pues entonces ya somos dos. Si se sentara, podríamos hablar cómodamente de nuestros problemas.

—Yo no tengo ninguno. Tú sí. Tú tienes un problema que te cagas.

—Soy perfectamente consciente de mi problema. Mi problema es usted; me está apuntando a la cabeza con una pistola, y parece estar perdiendo la calma. Sí, está claro que es un verdadero problema. —Pendergast tomó otro sorbo y suspiró—. Delicioso.

—Te queda sólo una oportunidad para decirme quién eres antes de que estampe tus sesos en la pared.

—Antes de eso, permítame señalar que su problema es mucho más grave que el mío.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

Pendergast señaló la puerta del dormitorio con la cabeza.

—¿El señor Brock sabe que se acuesta con una señora en su suite?

Un titubeo incómodo.

—Al señor Brock no le importa que traiga chicas.

Pendergast arqueó las cejas.

—Puede que no… y puede que sí, pero además, si intenta manchar la pared con lo que sea, tendrá la desgracia de convertirse en el centro de atención del barco. Si tiene suerte, le acusarán de asesinato; si no, los sesos que adornen la pared serán los suyos. Le aviso de que yo también voy armado.

Otro titubeo.

—Voy a llamar a seguridad.

Pendergast bebió otro sorbo.

—Piénselo mejor, señor Curt.

El hombre le clavó un poco la pistola.

—Me llamo Johnson, Curtis Johnson, no «señor Curt».

—Disculpe, señor Johnson. Aunque fuera verdad que al señor Brock no le importa que traiga chicas durante sus horas de trabajo, si llama a seguridad podrían hacer preguntas sobre lo que guarda el señor Brock en el dormitorio que usa usted como nido de amor. Por si fuera poco, no sabe ni quién soy ni para qué he venido. Podría ser perfectamente un empleado de seguridad. Por lo tanto, señor Johnson, repito que los dos tenemos un problema. Yo espero que exista una manera de que los resolvamos con inteligencia, y en beneficio de ambos.

Introdujo lentamente dos dedos en el bolsillo de su esmoquin.

—Las manos a la vista.

Al sacarlos, sujetaban un pequeño fajo de billetes nuevos de cien dólares.

Curt enrojeció de desconcierto, apretando la pistola con sus dedos de salchicha.

Pendergast agitó el dinero.

—Baje la pistola.

El hombre bajó la pistola.

—Adelante, cójalos.

Curt le arrebató los billetes y se los metió en el bolsillo.

—Tendremos que darnos prisa, señor Johnson, para que el señor Brock no me encuentre al volver.

—Sal ahora mismo por piernas.

—¿Acepta mi dinero, pero me sigue echando? Qué poco deportivo.

Pendergast se levantó con un suspiro y se volvió como si fuera a irse, pero el movimiento se aceleró súbitamente y se convirtió en un lanzamiento: la copa de champán fue hacia la cara de Johnson, mientras el puño izquierdo se estampaba en su muñeca con otro movimiento simultáneo y velocísimo. La pistola rebotó en la alfombra y quedó en el centro de la sala. Cuando Johnson se lanzó gritando en su busca, Pendergast le hizo una zancadilla y le puso en la oreja su Les Baer 1911, a la vez que le clavaba una rodilla en la base de la espalda.

Doucement, señor Johnson. Doucement.

Al cabo de un buen rato, Pendergast se puso de pie.

—Ya puede levantarse.

El hombre se quedó sentado, frotándose la oreja. Después se levantó. Su cara era una masa oscura.

Pendergast volvió a guardar el arma debajo de la chaqueta y dio unos pasos por la sala para recoger la pistola de Johnson.

—Una Walther PPK. Supongo que es un admirador de James Bond. Quizá tengamos menos en común de lo que creía.

Se la lanzó a Johnson, que la cogió, sorprendido, y se quedó sujetándola en la mano sin saber qué hacer.

—Sea listo y guárdesela.

Johnson enfundó el arma.

—Bueno, señor Johnson —dijo Pendergast amablemente—, puede elegir entre dos opciones: ser amigo mío, hacerme un favorcito de nada y ganarse otros mil, o seguir erróneamente leal a un zopenco que desprecia a todo el mundo, le paga mal, le despedirá en cuanto se entere de su indiscreción y no se acordará nunca más de usted. ¿Y bien, señor Johnson? ¿Qué elige?

El hombre se quedó mirando a Pendergast. Después de un buen rato asintió secamente.

—Estupendo. Abra el dormitorio del fondo, amigo mío, no hay tiempo que perder.

Johnson se volvió y descorrió el pestillo de la puerta del dormitorio. Pendergast entró con él.

—Pero ¿qué demonios pasa, Curt?

En la cama había una mujer con una melena enorme, que se aguantaba la sábana hasta la barbilla.

—Vístete y sal.

—Pero si tengo la ropa en la otra punta de la habitación —dijo ella—, y no llevo nada encima…

—¿Y eso a quién carajo le importa? —dijo Johnson con rudeza—. Vamos, vete.

—¿Sabes qué te digo? Que eres un desgraciado.

Johnson movió la pistola.

—¡Vamos!

La mujer bajó de la cama, con un vaivén de sus grandes pechos, cogió la ropa al vuelo y se escondió en el baño.

—¡Desgraciado! —se oyó en sordina.

Pendergast miró a su alrededor. Como ya había constatado, el dormitorio servía de almacén: había media docena de cajas grandes de madera a la vista, todas con el sello de «FRÁGIL», que ocupaban gran parte de la habitación.

—¿Sabe qué hay dentro de las cajas?

—Ni idea —dijo Johnson.

—Pero ¿le pagan para vigilarlas?

—Bingo.

Pendergast se paseó un momento por delante de ellas, hasta arrodillarse frente a la más próxima y sacar de la bolsa un destornillador.

—¡Eh! ¿Qué haces?

—Nada, sólo echar un vistazo. Lo dejaremos todo como estaba. Nadie se enterará.

No tardó casi nada en quitar un lado de la caja y dejar a la vista un fieltro verde y el relleno. Entonces cogió un cuchillo y seccionó muy cuidadosamente varias capas de relleno, fieltro y trozos de poliestireno cortados a medida, hasta que aparecieron cuadros al óleo apilados. Teniendo en cuenta que las otras cinco cajas tenían exactamente las mismas dimensiones, Pendergast dedujo que también estaban llenas de pinturas.

Metió la linterna en el agujero del relleno y la movió en todos los sentidos. En total había ocho cuadros sin enmarcar. A juzgar por lo que vio, todos eran de pintores impresionistas de segunda fila: Charles-Théophile Angrand y Gustave Caillebotte. También había dos obras de expresionismo alemán, una de ellas, si no se equivocaba, de Jawlensky y la otra de Pechstein. Evidentemente, los cuadros estaban destinados a la galería de Brock en la calle Cincuenta y siete.

Reconoció enseguida los estilos de todos los pintores, pero no los cuadros, al menos por lo que veía de ellos. En el mejor de los casos eran obras poco conocidas de la producción de cada autor.

Volvió a meter la mano en la bolsa, esta vez para sacar un pequeño estuche de piel. Abrió la cremallera, apoyó el estuche en el suelo y sacó varias herramientas: una lupa de joyero, unas pinzas y un escalpelo. Las puso sobre la caja más próxima. Lo siguiente en aparecer fueron varios tubos de ensayo con tapón.

Johnson se balanceaba incómodo sobre sus pies.

—No sé qué haces, tío, pero más vale que te des prisa.

—Tranquilícese, señor Johnson. Su jefe todavía tardará un poco en volver de la cena. Casi he terminado.

Pendergast se arrodilló frente a la caja más cercana y se concentró en el cuadro de Jawlensky. Cogió las pinzas y arrancó unas cuantas hebras de la parte trasera del lienzo, donde estaba clavado al bastidor. A continuación cogió a la vez las pinzas y el escalpelo para raspar un pequeño grumo de pintura amarilla del borde del cuadro y meterlo en la probeta. Después hizo lo mismo con el Pechstein y con varias obras más.

Miró su reloj. Las nueve menos cuarto.

Arregló la caja para disimular el corte, volvió a fijar la tapa con los tornillos y se levantó, sonriendo.

—Señor Johnson —dijo—, disculpe por haber interrumpido su velada.

—Ya, ya… Oye, aún no me has dicho quién eres ni qué estás haciendo.

—Ni lo haré, señor Johnson.

Pasaron al salón. Pendergast se volvió hacia su anfitrión.

—Tenemos el tiempo justo para disfrutar de otra copa.

Rellenó las dos. Johnson apuró la suya de un trago, y la dejó en su sitio. Pendergast se la bebió más despacio, antes de sacar otro fajo de billetes del bolsillo.

—Lo prometido —dijo.

Johnson los cogió sin decir nada.

—Ha hecho bien.

Pendergast sonrió y, tras una pequeña inclinación, se fue a toda prisa.