21

Cuando el primer oficial, Gordon LeSeur, entró en el monástico despacho de Kemper, empezaba a estar preocupado. La pasajera seguía sin aparecer. Su marido había exigido hablar con todos los responsables. El comodoro Cutter llevaba ocho horas encerrado en su camarote, con uno de sus ataques de mal humor. Como LeSeur no estaba dispuesto a molestarle, ni por Evered ni por nadie, había dejado de guardia al tercer oficial y había convocado a la reunión al segundo capitán, Carol Mason.

Evered daba las pocas vueltas que le permitía el despacho, con la cara congestionada y la voz temblorosa. Parecía al borde de la histeria.

—Ya son más de las cuatro —le dijo a Kemper—. ¡Han pasado más de ocho horas desde que les avisé de la desaparición de mi mujer, por Dios!

—Es un barco muy grande, señor Evered —contestó Kemper, el jefe de seguridad—, y hay muchos sitios donde podría…

—Otra vez el mismo cuento —dijo Evered, levantando la voz—. ¡La cuestión es que aún no ha vuelto! Ya he oído los avisos por megafonía, como todo el mundo, y he visto la foto en las pantallas, pero no es normal; mi mujer no pasaría tanto tiempo fuera sin decirme nada. ¡Quiero que registren el barco!

—Le aseguro que…

—¡Ni asegurar ni leches! Puede haberse caído, y estar herida. Quizá no la oyen ni puede llamar por teléfono. Puede haberse… —Se paró a respirar hondo, a la vez que barría una lágrima con un movimiento brusco del dorso de la mano—. Tienen que llamar a la Guardia Costera y a la policía, y pedirles que vengan.

—Señor Evered —dijo la capitana Mason, poniéndose discretamente al frente para alivio de LeSeur—, estamos en pleno Atlántico, y aunque la policía o la Guardia Costera tuvieran jurisdicción (que no la tienen), no podrían venir. Hágame caso: tenemos soluciones de una eficacia más que comprobada para este tipo de problemas. Las probabilidades de que su mujer, por alguna razón, no quiera que la encuentren son casi del cien por cien. Debemos plantearnos la posibilidad de que esté con otra persona.

El dedo de Evered tembló al señalar a LeSeur.

—Ya le he dicho a él esta mañana que mi mujer no es de ésas. Además, no pienso consentir insinuaciones, ni de usted ni de nadie.

—Yo no insinúo nada, señor Evered —dijo Mason, firme y serena—; lo único que digo es que no hay ninguna razón para ponerse nerviosos. Estadísticamente, está usted más seguro en este barco que en su propia casa. Se lo digo yo. Lo cual no impide que no nos tomemos la seguridad en serio, y dadas las características del problema, organizaremos un registro del barco. Ahora mismo. Lo supervisaré personalmente.

La voz grave y competente del segundo capitán, y sus palabras tranquilizadoras, tuvieron el efecto deseado. Evered seguía congestionado y jadeante, pero al cabo de un rato tragó saliva y asintió.

—Es lo que pedía desde el principio.

Tras la marcha de Evered, nadie dijo nada. Al final, el jefe de seguridad suspiró profundamente y se volvió hacia Mason.

—¿Y bien, capitán?

Mason miraba la puerta abierta, pensativa.

—¿Habría algún modo de obtener un informe psiquiátrico sobre la señora Evered?

Silencio.

—¿No pensará que…? —preguntó Kemper.

—Siempre es una posibilidad.

—Legalmente, tendríamos que pedírselo a su marido. Es un paso que me resisto a dar hasta que estemos del todo seguros de que ella ya no… de que ya no está en el barco. ¡Qué putada! Con la baja moral de la tripulación a causa de lo ocurrido a la camarera loca… Espero que la encontremos. De verdad se lo digo.

Mason asintió con la cabeza.

—Yo también. Por favor, señor Kemper, organice una búsqueda de nivel dos. —Miró rápidamente a LeSeur—. Gordon, me gustaría que colaborase personalmente con el señor Kemper.

—Por supuesto, señor —dijo LeSeur.

Se estremeció por dentro. Las búsquedas de nivel dos se extendían por todo el espacio público sin excepción, incluidos los dormitorios de los empleados y toda la parte del barco que quedaba por debajo de la línea de flotación; todo, en suma, excepto los camarotes. Incluso si se movilizaba a todo el personal de seguridad, tardarían como mínimo un día entero. Además, en la parte más inferior del barco había espacios que no se podían registrar debidamente.

—Lo siento, Gordon —dijo ella al ver su expresión—, pero es un paso que hay que dar. Son las normas.

«Las normas», pensó LeSeur, taciturno. En el fondo no era más que eso, un simple trámite oficial. Los camarotes de los pasajeros sólo podían examinarse con una búsqueda de nivel tres, lo cual debía autorizar personalmente el comodoro Cutter. LeSeur nunca había estado en ningún barco donde se llevara a cabo una búsqueda de nivel tres, ni siquiera si saltaba alguien; que era lo que en su fuero interno creía que había hecho la señora Evered: saltar. Los pasajeros no eran conscientes de los numerosos suicidios en alta mar, sobre todo en viajes inaugurales de lujo, que daban ganas de despedirse por todo lo alto. Era una ironía, ya que lo único que conseguían los suicidas era que la empresa propietaria del crucero les escondiese debajo de la alfombra, e hiciera todo lo posible para que la noticia no llegase a oídos del resto de los pasajeros. En vez de irse por la puerta grande, la señora Evered se exponía a encontrarse a más de quinientas millas de distancia de cualquier costa, y a mil brazas de profundidad…

Llamaron a la puerta, interrumpiendo las reflexiones de LeSeur. Al volverse vio a un empleado de seguridad.

—¿Señor Kemper?

—¿Qué?

—Dos cosas, señor —dijo nerviosamente el recién llegado.

Permaneció a la espera, cambiando de postura.

—¿Qué pasa? —le espetó Kemper—. ¿No ve que estoy en una reunión?

—Es que la camarera que se volvió loca… hummm… acaba de suicidarse.

—¿Cómo?

—Ha conseguido quitarse las correas, y…

El empleado no pudo seguir.

—¿Y qué?

—Ha arrancado una astilla de madera de la cama y se la ha clavado en una órbita. Se la ha hundido hasta el cerebro.

Un momento de silencio, mientras digerían la información. Kemper sacudió la cabeza.

—Señor Kemper —dijo LeSeur—, creo que podría ser oportuno hablar con el pasajero de la última suite que limpió antes de perder el juicio. Quizá tuvieran algún encontronazo, o un accidente… En una ocasión estuve en un crucero donde un pasajero violó brutalmente a la camarera que había entrado a limpiar.

—Lo haré.

—Tenga cuidado.

—Por supuesto.

Otro silencio. Kemper volvió a mirar al empleado nervioso.

—Ha dicho dos cosas.

—Sí, señor.

—Y ¿cuál es la otra? —preguntó de malos modos.

—Es que me gustaría que viera algo.

—¿Qué?

El empleado titubeó.

—Preferiría que lo viera directamente. Podría pertenecer a la pasajera desaparecida.

—¿Dónde está? —le interrumpió con energía Mason.

—En la cubierta exterior, a popa del centro comercial St. James.

—Usted primero —dijo Mason, toda eficiencia—. Iremos juntos.

Antes de llegar a la puerta, Kemper lanzó una mirada a LeSeur.

—¿Viene?

—Sí —contestó LeSeur muy a su pesar, sintiendo un nudo en el estómago.

La cubierta estaba mojada, sin pasajeros; los pocos valientes que se atrevían a salir solían dirigirse al paseo ininterrumpido que les brindaba la cubierta 7, justo encima. El fuerte viento llenaba el aire de espuma, arrancada a la proa del barco. La chaqueta de LeSeur tardó muy poco en quedar empapada.

El empleado se acercó a la borda.

—Está aquí abajo —dijo, señalando al otro lado.

LeSeur llegó hasta la baranda, donde ya se encontraban Kemper y Carol Mason, y se asomó. Siete cubiertas más abajo, el agua chocaba iracunda contra el flanco liso del barco.

—¿Qué tenemos que ver? —preguntó Kemper.

—Allá, señor. Me he fijado durante una inspección visual del casco. ¿Ve que debajo de la baranda, justo a la izquierda de aquel imbornal, la madera está un poco rota?

LeSeur se asomó un poco más, aferrado a la baranda, hasta que lo vio: un arañazo de unos quince centímetros en la teca brillante que quedaba escondido por la junta.

—Si ya hubiera estado ayer, cuando zarpamos, me habría dado cuenta. Estoy seguro, señor.

—Tiene razón —dijo Mason—. Este barco es tan nuevo que aún no puede tener este tipo de defectos. —Miró atentamente—. Además, o mucho me equivoco o hay algo enganchado a la parte que ha saltado; algo casi del mismo color que la madera.

LeSeur miró con más atención. Faltaba poco para el anochecer, y el casco de estribor estaba poco iluminado, pero le pareció que también lo veía.

Mason se volvió hacia el empleado de seguridad.

—A ver si puede cogerlo.

El empleado asintió con la cabeza. Se tumbó en la cubierta, metió la cabeza por debajo de la baranda y, mientras LeSeur y Kemper le sujetaban los pies, bajó la mano por el casco. Movió el brazo, gruñendo. Justo cuando LeSeur pensaba que ya no se podía mojar más, oyó la voz del empleado:

—¡Ya lo tengo!

Lo subieron a bordo. Cuando se levantó, tenía la mano cerrada para proteger algo. La abrió despacio, rodeado por todos los demás.

En su palma había un pequeño ovillo de hilos apelmazados y mojados. LeSeur oyó que Mason aguantaba la respiración, y en ese mismo instante se dio cuenta de que todos los hilos estaban conectados a algo que parecía un trocito de piel. Comprendió, estremecido, que no eran hilos, sino pelos, pelos de aspecto humano, y de color rubio platino.

—Señor Kemper —dijo Mason en voz baja, inexpresivamente—, ¿tiene la foto de la desaparecida?

Kemper sacó de su bolsillo una cartera, la abrió, buscó la foto y se la dio al segundo capitán, que la observó atentamente antes de volver a mirar los pelos en la mano del empleado.

—Mierda —murmuró.