Caminando por un elegante pasillo, con Marya Kazulin a su lado, Constance Greene sintió una emoción poco habitual: la del misterio, el engaño y la investigación.
—Le sienta perfecto el uniforme —susurró Kazulin, con mucho acento.
—Gracias por traérmelo a mi suite.
—De nada. Lo único que nos sobra es uniformes. Bueno, tal vez ropa sucia…
—No estoy demasiado acostumbrada a utilizar este tipo de zapatos.
—De trabajo, como llevan enfermeras. Tienen suelas blancas, como las deportivas.
—¿Deportivas?
—¿No se dice así? —Marya frunció el entrecejo—. Bueno, acuérdese de que al ser camarera no puede hablar con pasajeros menos en camarotes, limpiando. Si cruzamos a alguien, no mire a los ojos. Apártese y mire suelo.
—De acuerdo.
La llevó por un recodo y una escotilla en la que no había nada escrito. Al otro lado había un cuartito para la ropa de cama, y un par de ascensores de servicio. Marya se acercó y pulsó el botón de bajada.
—¿Con quién quiere hablar?
—Con las que limpian las suites más grandes, los dúplex y los tríplex.
—Son las que hablan inglés mejor. Como yo.
Se abrió la puerta del ascensor y entraron.
—¿Hay empleados que no hablen inglés? —preguntó Constance.
Marya pulsó el botón de la cubierta C. El ascensor empezó a bajar.
—Mayoría de personal no habla inglés. Prefiere así la empresa.
—¿Sueldos más bajos?
—Sí, eso y que, como no puede hablar entre nosotros, no puede hacer sindicato. No puede protestar por condiciones de trabajo.
—¿Qué les pasa a las condiciones de trabajo?
—Ya verá usted misma, señorita Greene, pero ahora debe tener mucho cuidado; si la pillan, a mí me despiden y dejan en Nueva York. Tiene que hacer como si es extranjera, y hablar mal inglés. Tenemos que buscar idioma que nadie más lo hable, para que no hagan preguntas. ¿Sabe algo más que inglés?
—Sí. Italiano, francés, latín, griego, alemán…
Marya se rió, esta vez sinceramente.
—¡Pare, pare! Creo que no hay ninguno empleado alemán. Será alemana.
Las puertas se abrieron en la cubierta C. Constance y Marya salieron. La diferencia entre las cubiertas de pasajeros y las de servicio saltaba enseguida a la vista. No había ni moqueta ni cuadros ni maderas nobles. Más bien parecía un pasillo de hospital, un lugar claustrofóbico de metal y linóleo. Los fluorescentes escondidos en el techo, detrás de paneles, lo bañaban todo de una luz cruda. Se respiraba un aire enrarecido, desagradablemente caliente y saturado de olores: pescado hervido, suavizante para ropa, aceite de motor… Allí abajo se oía mucho más el profundo latido de los motores diésel. Había un constante trajín de empleados, algunos de uniforme y otros con camisetas o chándales sucios.
Marya la guió por el estrecho pasillo, a ambos lados del cual se sucedían puertas numeradas sin ventanas, que imitaban la textura de la madera.
—Esta cubierta es de los dormitorios —explicó en voz baja—. Compañeras mías de habitación limpian algunos camarotes grandes. Hable con ellas. Diremos que es amiga que conozco de lavandería. Acuerde que es alemana, y que habla mal inglés.
—Me acordaré.
—Necesitamos razón para que usted pregunte.
Constance pensó un poco.
—¿Y si digo que limpio los camarotes pequeños, y que quiero subir de categoría?
—Vale, pero no insista mucho, aquí gente es capaz de dar puñaladas en la espalda por conseguir trabajo con mejores propinas.
—Entendido.
Marya cambió de pasillo y se detuvo frente a una puerta.
—Ésta mi habitación —dijo—. ¿Preparada?
Constance asintió con la cabeza. Marya respiró hondo y abrió.
La habitación del otro lado tenía el tamaño de una celda de cárcel, unos cuatro metros por tres. En la pared del fondo había seis armarios pequeños. No había sillas, mesas ni cuarto de baño. Las paredes de la izquierda y la derecha estaban ocupadas por literas espartanas; tres por lado. En la cabecera de cada litera había un pequeño estante con una lámpara. Constance se fijó en que todos estaban llenos de libros, fotos de seres queridos, flores secas, revistas… Una pequeña y triste impronta de la persona que ocupaba la litera.
—¿Aquí dentro duermen seis? —preguntó con cierta incredulidad.
Marya asintió con la cabeza.
—No tenía ni idea de que estuvieran tan apretados.
—Esto nada. Debería ver cubierta E, donde es que duerme el personal SCP.
—¿SCP?
—Sin Contacto con los Pasajeros. Los que lavan ropa, limpian sala de las máquinas y preparan comida. —Marya sacudió la cabeza—. Como una cárcel. Pasan tres o cuatro meses sin ver la luz de día, ni respirar aire fresco. Trabajan seis días cada semana, y diez horas cada día. La paga es veinte a cuarenta dólares al día.
—¡Pero eso es menos que el salario mínimo!
—¿Salario mínimo de dónde? Aquí estamos en ninguna parte, en medio de mar. Aquí no hay leyes salariales. El barco es registrado en Liberia. —Miró a su alrededor—. Mis compañeras ya han ido a comedor. Vamos a buscar.
Seguida de cerca por Constance, recorrió un itinerario complicado por pasillos estrechos que olían a sudor. El comedor de empleados estaba en el centro del barco. Era una sala grande y con el techo bajo, donde el personal (todos de uniforme) se agrupaba en mesas largas como de cafetería, con la cabeza inclinada sobre el plato. Cuando se sumaron a la cola del bufé, Constance miró a su alrededor y se quedó impactada por la sencillez de la sala, en las antípodas de los opulentos comedores y majestuosos salones de los que disfrutaban los pasajeros.
—¡Cuánto silencio! —dijo—. ¿Por qué no habla nadie?
—Porque todos son cansados. Y por lo de Juanita, la criada que volvió loca.
—¿Loca? ¿Qué le pasó?
Marya sacudió la cabeza.
—Alguna vez pasa, pero normalmente al final de viaje largo. Juanita volvió loca… se arrancó los ojos.
—Dios mío… ¿Tú la conocías?
—Un poco.
—¿Parecía que tuviera problemas?
—Todos tenemos problemas —dijo Marya con seriedad—. Si no, no aceptaríamos trabajo así.
Eligieron entre una variedad de platos muy poco apetitosos: cortes grasientos de carne curada, col aguada, arroz blando, pastel de carne pegajoso y anémicas porciones de bizcocho. Marya se dirigió a una de las mesas que tenían cerca, donde dos de sus compañeras de dormitorio daban apáticos bocados. Se las presentó a Constance: una griega joven y morena que se llamaba Nika, y Lourdes, una filipina de mediana edad.
—A tú nunca te había visto —dijo Nika con mucho acento.
—Es que me tocan los camarotes de la cubierta 8 —contestó Constance, sin olvidarse del suyo, el alemán.
La mujer asintió.
—Pues ten cuidado, que no es tu comedor. No dejes que te vea ella.
Señaló con la cabeza a una mujer baja, hirsuta y maciza, rubia teñida, con el pelo muy crespo, que lo observaba todo desde el fondo, ceñuda, en un rincón.
Hablaron de esto y de lo otro, en una extraña mezcla de idiomas profusamente aliñada de palabras en inglés, que parecía ser la lengua franca de las cubiertas de servicio del Britannia. El principal tema de conversación era la criada que se había vuelto loca y se había mutilado a sí misma.
—¿Dónde está? —preguntó Constance—. ¿Se la llevaron del barco en transporte médico?
—Demasiado lejos de tierra para un helicóptero —dijo Nika—. La han encerrada en el enfermería, y ahora tengo que hacer yo la mitad de las habitaciones suyas. —Puso mala cara—. Yo ya sabía siempre que Juanita se meterá en líos. Siempre hablando de qué veía en las habitaciones de pasajeros, y entrando donde no podía entrar… Una buena camarera no ve nada, no acuerda de nada, sólo hace su trabajo y no abre boca.
Constance se preguntó si Nika había cumplido alguna vez el último requisito.
Nika siguió hablando.
—¡Cómo hablaba ayer en la comida! Todo rato que si en este camarote había correas de cuero en la cama, y un vibrador en el cajón… ¿Para qué mira en armario? La curiosidad mató al gato. Y ahora tengo yo que limpiar mitad de las habitaciones suyas. Este barco es barco de Jonás.
Apretó la boca en una mueca de reprobación, a la vez que se apoyaba en el respaldo con los brazos cruzados. Ya estaba dicho.
Hubo murmullos y gestos de aquiescencia.
Nika, envalentonada, separó los brazos y volvió a abrir la boca.
—También ha desaparecido un pasajero en barco. ¿Vosotras sabíais? Quizá saltó. ¡Os digo que este barco es barco de Jonás!
Constance se apresuró a intervenir, para poner coto a la avalancha de palabras.
—Me ha dicho Marya que trabajas en los camarotes más grandes —dijo—. ¡Qué suerte! A mí sólo me tocan los estándar.
—¿Suerte? —Nika la miró con incredulidad—. Para mí es doble trabajo.
—Pero hay mejores propinas, ¿no?
Resopló.
—Los ricos son que dan menos propina. Siempre quejando, y quieren todo perfecto. Hoy el ρυπαρός de tríplex ya me hace ir tres veces para hacerle otra vez la cama.
La suerte sonreía a Constance. Sólo había dos suites tríplex, y una de ellas la ocupaba uno de los integrantes de la lista de Pendergast (Scott Blackburn, el multimillonario de la informática).
—¿Te refieres al señor Blackburn?
Nika sacudió la cabeza.
—No. ¡Blackburn aún peor! Tiene propia camarera, que le hace la cama. ¡Y ella me trata como si yo soy su criada! Ese tríplex también lo lleva yo, gracias a Juanita.
—¿Se ha traído a su propia criada? —preguntó Constance—. ¿Por qué?
—¡Se trae todo! La cama, las alfombras, los cuadros… Hasta piano. —Nika sacudió la cabeza—. ¡Bah! ¡Qué cosas feas! Feas ρυπαρός.
—¿Perdón?
Constance fingió desconocer la palabra.
—Los ricos son locos.
Nika dijo otra palabrota en griego.
—¿Y su amigo del camarote de al lado, Terrence Calderón?
—¡Ah, ése muy bien! Me da buena propina.
—¿También limpias su camarote? ¿Se ha traído sus cosas?
Nika asintió con la cabeza.
—Algunas. Muchas antigüedades, francesas, preciosas.
—Cuanto más ricos, peores son —dijo Lourdes, que hablaba muy bien el inglés, con poquísimo acento—. Ayer por la noche estaba en la suite de…
—¡Eh! —tronó alguien a sus espaldas.
Al volverse, Constance vio a la supervisora con las manos en sus anchas caderas, y una mirada dura.
—¡De pie!
—¿Me lo dice a mí? —respondió Constance.
—¡He dicho que de pie!
Se levantó tranquilamente.
—Es la primera vez que te veo —dijo hoscamente la supervisora—. ¿Cómo te llamas?
—Rülke —dijo Constance—, Leni Rülke.
—¿Dónde trabajas?
—En los camarotes de la cubierta 8.
Las facciones carnosas de la supervisora mostraron una mezcla de triunfo y amargura.
—Ya me lo parecía. Sabes perfectamente que aquí no puedes comer. Baja al bar de la cubierta D, que es el que te toca.
—¿En qué se diferencian? —preguntó Constance con afabilidad—. La comida de aquí no es mejor.
En el rostro de la supervisora, la incredulidad sustituyó al triunfo.
—Pero ¡serás impertinente!
Y le dio a Constance una sonora bofetada en la mejilla derecha.
Era la primera bofetada que recibía Constance en su vida. Al principio se quedó muy rígida. Después dio impulsivamente un paso, apretando el tenedor. Algo en sus movimientos hizo que la supervisora abriera mucho los ojos y retrocediera.
Constance dejó lentamente el tenedor sobre la mesa, pensando en Marya y en su pacto de silencio, y bajó la vista. Marya las miraba fijamente a ambas, con la cara pálida. Las otras dos mujeres no apartaban la vista del plato.
A su alrededor volvió el murmullo de conversaciones apáticas, interrumpido por el altercado. Constance miró otra vez a la supervisora para acordarse de su cara; después, con la mejilla ardiendo, se alejó de la mesa y salió del bar.