19

El despacho del jefe de seguridad estaba en la central de seguridad, un laberinto de salas de techo bajo situado en la cubierta A, justo en la línea de flotación del Britannia. Para llegar hasta allí, Pendergast tuvo que preguntar. Primero pasó por un control vigilado, después por una serie de celdas de detención, luego por un vestuario con duchas, y finalmente por una gran sala circular llena de monitores de circuito cerrado que recogían las imágenes de cientos o miles de cámaras de seguridad distribuidas por todo el barco. Tres empleados miraban con aburrimiento y sin prestar mucha atención las paredes de pantallas planas. Al fondo había una puerta de imitación de madera, cerrada, con el rótulo «KEMPER». Pendergast observó detenidamente que la mítica ebanistería de la nave no se extendía bajo cubierta.

Llamó a la puerta.

—Adelante —dijo una voz.

Entró y cerró la puerta. Patrick Kemper estaba al otro de una mesa, hablando por teléfono. Era un hombre bajo y fornido, de cabeza grande y pesada, orejas carnosas y apretadas, peluquín castaño y facciones constantemente contraídas con una expresión de victimismo. Su despacho destacaba por su desnudez: aparte de una foto enmarcada del Britannia y de algunos carteles promocionales internos de la North Star, prácticamente no había decoración, ni muebles. Según el reloj de la pared del fondo, eran las doce en punto del mediodía.

Colgó el teléfono.

—Siéntese.

—Gracias. —Pendergast se sentó en una de las dos sillas no acolchadas que había frente a la mesa—. ¿Quería verme?

La expresión de Kemper se volvió aún más sufrida.

—No exactamente. Lo ha pedido Hentoff.

Pendergast hizo una mueca al oír su acento.

—De modo que el director del casino ha aceptado mi pequeña propuesta. Magnífico. Estaré encantado de devolverles el favor esta misma noche, cuando aparezcan los contadores de cartas para un nuevo trabajito nocturno.

—Deje los detalles para cuando vea a Hentoff.

—Qué amable.

Kemper suspiró.

—Ahora mismo estoy muy ocupado, por lo que espero que no nos extendamos mucho. ¿Qué necesita exactamente?

—Acceso a la caja fuerte central del barco.

La actitud cansada del jefe de seguridad se evaporó de golpe.

—Ni hablar.

—Ah… y yo que creía que habíamos hecho un trato.

La mirada de Kemper se volvió incrédula.

—Está prohibido que los pasajeros entren en la caja fuerte, y aún más que cotilleen.

La respuesta de Pendergast se hizo esperar, pero fue muy comedida.

—No cuesta mucho imaginar qué le ocurriría a un jefe de seguridad responsable de pérdidas por un millón de dólares en los casinos durante sólo siete días de crucero. Una cosa es que quien dirija los casinos sea Hentoff, y otra que en términos de seguridad todo el… peso lo lleve usted.

Pasó un buen rato, durante el cual lo único que hicieron fue mirarse. Kemper se humedeció los labios.

—Los únicos que pueden abrir la caja fuerte son el primer oficial, el segundo capitán y el capitán —dijo en voz baja.

—Pues entonces le propongo que llame por teléfono a quien prefiera de los tres.

Durante un minuto, Kemper siguió escrutando a Pendergast, hasta que (sin apartar la vista) cogió el teléfono y marcó un número. Hubo una breve conversación en murmullos. Cuando Kemper colgó el auricular, su expresión seguía siendo algo crispada.

—Nos reuniremos ahí mismo con el primer oficial.

Tardaron cinco minutos en llegar a la caja fuerte, situada un nivel por debajo de la cubierta B, dentro de una zona blindada del barco que también albergaba el sistema principal de control y las granjas de servidores que controlaban la red interna del Britannia. Por debajo de la línea de flotación era más pronunciada la vibración de los motores diésel. El primer oficial ya esperaba en el control de seguridad; canoso, con su uniforme inmaculado, daba perfectamente el tipo de alto oficial de navío.

—Éste es el señor Pendergast —dijo Kemper, en un tono que no tenía nada de cortés.

LeSeur asintió con la cabeza.

—Nos conocimos anoche, en la mesa de Roger Mayles.

Pendergast esbozó una sonrisa.

—Me precede mi fama, gracias al bueno del señor Mayles. La situación, señores, es la siguiente: un cliente me ha encargado que encuentre un objeto que le fue robado. Del objeto en cuestión sé tres cosas: que es una pieza tibetana única, que está en algún lugar de este barco y que su actual dueño (que, dicho sea de paso, también está en el barco) ha asesinado a alguien para conseguirlo.

Se tocó el bolsillo delantero de la americana.

—Mi lista de sospechosos contiene tres nombres de pasajeros que, según el señor Mayles, consignaron artículos en la caja fuerte del barco; artículos que, si son tan amables, quisiera inspeccionar someramente.

—¿Por qué? —preguntó Kemper—. Cada suite tiene su propia caja fuerte. Si es verdad lo que dice, el ladrón no escondería aquí lo que robó.

—Se trata de un objeto de más de un metro de longitud, demasiado grande, por lo tanto, para las cajas fuertes de los camarotes, excepto las de las suites más amplias.

LeSeur frunció el entrecejo.

—Seré breve, señor Pendergast. Puede mirar, pero no tocar. Señor Kemper, traiga a uno de sus hombres, por favor. Me gustaría tener tres pares de ojos como testigos.

Cruzaron el control de seguridad y entraron en un pasillo corto que terminaba ante una puerta sin letrero. El primer oficial metió una mano en un bolsillo, sacó una llave con una cadena de acero y abrió la cerradura de la puerta. Kemper la empujó y entraron.

Detrás había una sala pequeña, pero con la pared del fondo totalmente ocupada por una puerta de caja fuerte, redonda y de acero pulido. LeSeur esperó la llegada de uno de los vigilantes del puesto de control para sacar otra llave del bolsillo e introducirla en una cerradura de la puerta redonda. Acto seguido repitió el proceso con una tarjeta de identificación, que deslizó en un lector de tarjetas situado al lado de la puerta. Lo siguiente que hizo fue aplicar la palma de la mano a un escáner de huellas que se encontraba al lado de la ranura para tarjetas. Se oyó un ruido metálico, y encima de la puerta se encendió una luz roja.

LeSeur se acercó a la rueda con números situada en la otra punta de la puerta de la cámara, y la giró varias veces en ambos sentidos, escondiéndosela a los otros ocupantes de la sala. La luz de encima de la puerta se puso verde. El primer oficial hizo girar una rueda situada en el centro. La gigantesca puerta se abrió.

El interior estaba iluminado por una luz verdosa. Al otro lado de la puerta había una cámara de casi cuatro metros de lado. La parte trasera estaba protegida con una cortina de acero, tras la cual se encontraban las cajas de metal extraíbles, que llegaban hasta la altura del hombro. Las dos paredes laterales estaban ocupadas íntegramente por cajas fuertes, algunas bastante grandes, con paneles frontales a los que la luz tenue arrancaba un vago resplandor. Cada una tenía una ranura en el centro, con un número grabado en el acero, justo encima.

—Una caja fuerte para cajas fuertes —dijo Pendergast—. Impresionante.

—Exacto —dijo LeSeur—. ¿A quién buscamos?

Pendergast sacó el papel de su bolsillo.

—El primero es Edward Robert Smecker, lord Cliveburgh. —Leyó durante un momento—. Parece ser que tras agotarse la fortuna de sus antepasados, recurrió a maneras muy creativas de llegar a fin de mes. Es un asiduo de la jet set, y siempre está por Mónaco, Saint-Tropez, Capri y la Costa Esmeralda. Por donde va tienden a desaparecer las joyas. Nunca se ha recuperado ninguna de las que se supone que ha robado, y nunca han conseguido pillarle. Se da por supuesto que vuelve a cortar las piedras preciosas y funde el metal para hacer lingotes.

El primer oficial se volvió hacia un terminal que estaba en la pared más próxima y pulsó algunas teclas.

—Es el número 236. —Se acercó a una pequeña caja fuerte—. Aquí dentro no cabría el objeto que ha comentado.

—Quizá pueda reducirse su tamaño cortándolo o doblándolo. ¿Tendría la amabilidad de abrirla?

Tensando los labios de un modo casi imperceptible, LeSeur introdujo una llave y la giró. Al abrirse la puerta apareció un maletín grande de aluminio, con un cierre de ruedas numeradas.

—Interesante —dijo Pendergast.

Al principio merodeó por las inmediaciones de la puerta abierta, como un gato; después empezó a mover las ruedas con la máxima delicadeza, una tras otra, con un dedo largo y fino.

—¡Eh, un momento! —exclamó Kemper—. Le he dicho que no toque nada.

—¡Ah!

Pendergast levantó la tapa del maletín. Dentro había numerosos ladrillos de papel de aluminio y celofán, todos revestidos con una gruesa capa de cera.

—Madre mía… —dijo Kemper—. Espero que no sea lo que parece.

Sacó una navaja del bolsillo y la hundió en las capas de cera y papel de aluminio. Al moverla, dejó a la vista un polvo blanco y grumoso. Introdujo la punta de un dedo en el polvo, y lo probó.

—Cocaína —dijo.

—Parece —murmuró Pendergast— que el bueno de lord Cliveburgh se ha embarcado en un nuevo negocio, aún más lucrativo.

—¿Qué hacemos? —dijo LeSeur, mirando fijamente el polvo blanco.

—De momento nada —dijo Kemper, a la vez que cerraba el maletín y giraba la combinación—. Tranquilos, esto no irá a ninguna parte. Avisaremos por radio a la aduana estadounidense. Cuando lleguemos a puerto, Cliveburgh recogerá su equipaje y le pillarán allí mismo, en el muelle, con el material encima, pero fuera del barco.

—Muy bien —dijo LeSeur—, pero ¿cómo explicamos que lo hemos abierto…?

—No hace falta —dijo Kemper en tono cortante—. Déjeme a mí los detalles.

—¡Menudo golpe de suerte! —dijo Pendergast, muy animado, mientras el ambiente se volvía más y más lóbrego—. ¡Parece que mi presencia es de lo más afortunada!

Al parecer era el único en ver las cosas de ese modo.

—El siguiente de mi lista es la estrella de cine, Claude Dallas.

LeSeur se fijó en que Kemper había empezado a sudar. Si llegaba a saberse… Se volvió hacia el terminal sin querer pensarlo.

—Número 822.

Se acercaron a una caja fuerte de mayor tamaño.

—Prometedor —murmuró Pendergast.

LeSeur la abrió con su llave. Dentro había varios baúles viejos cubiertos de pegatinas con destinos como Río de Janeiro, Phuket y Goa. Los cierres estaban protegidos con candados del tamaño de un puño.

—Hummm —dijo Pendergast.

Se inclinó hacia un baúl, acariciándose la barbilla con curiosidad.

—Señor Pendergast… —dijo el jefe de seguridad, en tono de advertencia.

Pendergast tendió dos manos esbeltas, una de ellas con un instrumento pequeño y brillante, y palpó el candado, moviéndolo entre los dedos. Se abrió con un click.

—El señor Dallas debería cambiar de candado —dijo.

Antes de que Kemper o LeSeur tuvieran tiempo de protestar, lo retiró, abrió el cierre y levantó la tapa.

Encima de todo había un traje de goma, unos cuantos látigos de crin de caballo trenzada, cadenas, esposas, cuerdas y varios artilugios de cuero y hierro cuya utilidad saltaba inmediatamente a la vista.

—Qué curioso —dijo Pendergast, acercando las manos.

Esta vez LeSeur no dijo nada al ver cómo sacaba una capa y un traje de Superman de licra, con la entrepierna cortada. Pendergast los examinó cuidadosamente, quitó algo del hombro, lo metió en un tubo de ensayo (aparecido de la nada) y volvió a dejar suavemente la prenda en su lugar.

—No creo que sea necesario mirar las otras cajas del señor Dallas.

—No lo es en absoluto —dijo secamente LeSeur.

—Y el último —dijo Pendergast— es Felix Strage, director del departamento de arte griego y romano del Metropolitan. Regresa de un viaje bastante desagradable a Italia, durante el cual las autoridades italianas le interrogaron acerca de una serie de adquisiciones que su museo realizó durante los años ochenta, piezas antiguas compradas de manera ilegal.

LeSeur miró un buen rato, duramente, a Pendergast, hasta que se volvió otra vez hacia el teclado.

—Número 597 —comentó—. Que quede algo claro antes de abrir la caja fuerte: usted no toca nada. Ya se encargará el señor Wadle de la manipulación. —Hizo una señal con la cabeza al vigilante—. Si abre cualquier cosa que contenga, su investigación terminará inmediatamente, antes de tiempo. ¿Me explico?

—Perfectamente —contestó el agente con afabilidad.

LeSeur se acercó a una de las cajas fuertes de la hilera inferior de la pared derecha, una de las mayores de toda la cámara acorazada, y buscó una llave distinta. Después se arrodilló, abrió la cerradura de la puerta de acero y tiró de ella. Dentro había tres cajas de madera grandes y anchas. La caja fuerte era bastante profunda, y había demasiada poca luz para tratar de distinguir los objetos.

Pendergast escudriñó las cajas sin moverse. Después de un momento se volvió, sacando un destornillador de su bolsillo.

—¿Señor Wadle?

El vigilante miró dubitativamente a Kemper, que le hizo un gesto seco con la cabeza.

Wadle cogió la herramienta, desatornilló un lado de la caja (ocho tornillos en total) y la retiró. Dentro había plástico de burbujas y espuma protectora. Apartó el plástico, y al quitar dos bloques de espuma dejó a la vista una vasija griega.

Pendergast sacó una linterna de bolsillo y la enfocó en la caja abierta.

—Humm. Parece un cáliz-crátera. Auténtico, no cabe duda. Al parecer el doctor Strage ha vuelto a las andadas, y sigue robando piezas antiguas para el museo. —Se irguió, guardó la linterna en un bolsillo y se apartó de la pared de cajas fuertes—. Gracias por su tiempo y su paciencia, señores.

LeSeur asintió. Kemper no dijo nada.

—Y ahora, disculpen que me vaya tan deprisa.

Hizo una inclinación y salió de la cámara.

Dentro del ascensor, mientras subía hacia la cubierta 12, Pendergast sacó la lista del bolsillo e hizo dos rayas, una sobre lord Cliveburgh y la otra sobre Dallas. Sobre Strage no hizo ninguna.