Un sol desvaído intentaba atravesar las nieblas del este del horizonte, mientras los rayos acuosos del amanecer bañaban el barco en una luz amarilla. Gordon LeSeur salió del salón de oficiales y pisó la mullida moqueta del pasillo de la cubierta 10. Había algunos pasajeros frente a los ascensores. Les dio los buenos días con jovialidad. Ellos le saludaron con la cabeza, con las caras algo verdosas. LeSeur, que llevaba veinte años sin marearse, intentó compadecerse de ellos, pero le costaba. Los pasajeros mareados se ponían de mal humor, y esta mañana estaban de un humor de perros.
Por un momento, se permitió pensar con nostalgia en la Royal Navy. Normalmente, él era una persona alegre y sin complicaciones, pero empezaba a cansarse de la ostentosa vida de crucero, sobre todo de las payasadas de los pasajeros mimados que (con la divisa de «por algo he pagado») se lanzaban a una orgía de comida, bebida, juego y sexo. Luego estaban los pasajeros americanos que siempre hacían el mismo estúpido comentario sobre que se parecía a Paul McCartney, y querían saber si eran parientes, cuando él, con Paul McCartney, tenía tanto parentesco como la reina Isabel con sus perros corgi. Quizás había hecho mal en no seguir los pasos de su padre en la marina mercante. Así habría podido trabajar tranquilamente en un superpetrolero, afortunadamente sin pasajeros.
Sonrió, arrepentido. ¿Qué le pasaba? A esas alturas del crucero, todavía era muy pronto para esas reflexiones.
Mientras seguía caminando hacia la popa, sacó la radio de su funda, sintonizó la frecuencia del barco y pulsó el botón de transmisión.
—Es la suite 1046, ¿verdad?
—Sí —contestó Kemper, arañando el altavoz con su acento de Boston—. Un tal señor Evered, Gerald Evered.
—De acuerdo.
Guardó la radio al llegar a la puerta. Carraspeó, se arregló el uniforme y levantó una mano para dar un solo golpe.
Le abrió enseguida un hombre de casi cincuenta años. LeSeur se fijó automáticamente en los detalles: gran barriga, poco pelo, traje caro y botas de vaquero. No se le veía mareado, ni de mal humor; lo que parecía era asustado.
—¿El señor Evered? Soy el primer oficial. Tengo entendido que quería hablar con algún responsable.
—Pase.
Evered le hizo entrar y cerró la puerta. LeSeur echó un vistazo al camarote. La puerta del armario estaba abierta. Vio trajes y vestidos. En el suelo del lavabo había toallas, señal de que aún no habían pasado a limpiar la habitación. Qué raro, porque la cama estaba perfecta… Lo cual significaba que no había dormido nadie en ella. Sobre la almohada había un sombrero de vaquero.
—Mi mujer ha desaparecido —dijo Evered, con un acento marcadamente texano que no sorprendió a LeSeur.
—¿Desde cuándo?
—Anoche no volvió al camarote. Quiero que registren el barco.
LeSeur compuso rápidamente su expresión más compasiva.
—No sabe cuánto lo lamento, señor Evered. Haremos todo lo posible. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
Evered sacudió la cabeza.
—No tengo tiempo para preguntas. Ya he esperado demasiado. ¡Tienen que organizar la búsqueda!
—Señor Evered, me sería de grandísima ayuda disponer de alguna información previa. Siéntese, por favor.
Evered titubeó, pero acabó sentándose al borde de la cama, tamborileando con los dedos en sus rodillas.
LeSeur se sentó cerca, en una butaca, y sacó una libreta. Había comprobado que siempre iba bien tomar notas. Parecía tranquilizar a la gente.
—¿Cómo se llama su mujer?
—Charlene.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Ayer, hacia las diez y media de la noche, o puede que a las once.
—¿Dónde?
—Aquí, en nuestro camarote.
—¿Salió?
—Sí.
Un titubeo.
—¿Adónde iba?
—No sabría decírselo.
—¿No dijo que se fuera de compras, o al casino, o algo así?
Otro titubeo.
—Verá, es que nos habíamos peleado.
LeSeur asintió con la cabeza. Conque de eso se trataba…
—¿Ya les había ocurrido alguna vez, señor Evered?
—¿Que si nos había ocurrido el qué?
—Que su esposa se fuera después de una pelea.
Evered se rió amargamente.
—¡Pues claro! Como a todo el mundo, ¿no?
Al primer oficial nunca le había pasado, pero prefirió no decirlo.
—¿Es la primera vez que pasa la noche fuera?
—Sí. Al final siempre vuelve con el rabo entre las piernas. Por eso les he llamado. —Se pasó un pañuelo por la frente—. Bueno, creo que ya podrían empezar la búsqueda.
LeSeur sabía que tendría que usar todas sus artes para lograr que se olvidara de la búsqueda. El Britannia era demasiado grande para registrarlo a fondo; además, aunque quisieran no había bastante personal. Los pasajeros no podían ni sospechar lo reducidas que eran las plantillas de seguridad de los transatlánticos.
—Perdone que se lo pregunte, señor Evered —dijo con toda la suavidad que pudo—, pero ¿usted y su mujer… se llevan bien normalmente?
—¿Eso qué puñetas tiene que ver con que haya desaparecido? —se irritó el pasajero, que estuvo a punto de levantarse de la cama.
—Tenemos que plantearnos todas las posibilidades, señor Evered. Podría seguir enfadada y sentada en cualquier sofá.
—¡Claro, eso es lo que digo! ¡Vayan a buscarla!
—Es lo que vamos a hacer. Empezaremos llamándola por la megafonía.
LeSeur ya se había hecho una idea bastante clara de la situación. Llegado a la madurez, aquel matrimonio tenía problemas conyugales, y el crucero era un intento de recuperar un poco de magia. Quizás había pillado al marido cepillándose a alguien en la oficina, o tal vez era ella quien se había sentido tentada por algún vecino… En suma, que habían emprendido un viaje romántico por mar para arreglar las cosas, y en vez de encontrar algo de magia, lo que hacían era discutir por todo el Atlántico.
Evered volvió a poner mala cara.
—Nos peleamos, pero no era nada grave. Es la primera vez que no vuelve en toda la noche. ¡Llame a su gente de una vez, caramba, y empiece una…!
—Señor Evered —le interrumpió LeSeur con habilidad—, ¿le importa que le diga una cosa? Es para tranquilizarle.
—¿Qué?
—Hace muchos años que trabajo en barcos de pasajeros, y esto es algo que veo constantemente: una pareja discute, y uno de los dos se va. No es como si su mujer se hubiera ido de casa, señor Evered. Estamos en el Britannia, el barco de pasajeros más grande del mundo, y a bordo hay cientos o miles de cosas que pueden haberla distraído. Es posible que esté en uno de los casinos, que como sabe están abiertos toda la noche, o en el balneario, o de compras… Puede que se haya parado a descansar los pies en algún sitio y se haya quedado dormida. Hay dos docenas de áreas de descanso a bordo. También puede ser que se haya encontrado con alguien, con una conocida, o…
Decorosamente, LeSeur dejó la frase a medias; sabía que no hacía falta decir más.
—¿O qué? ¿Acaso insinúa que mi mujer puede haberse ido con otro hombre?
Evered se levantó de la cama, con la rabia triste de un hombre maduro.
LeSeur también se levantó, con una sonrisa desarmante.
—No me ha entendido bien, señor Evered; le aseguro que lo último que pretendía era insinuar algo así, pero ya he visto la misma situación cien veces, y al final siempre se arregla. Siempre. Tranquilo, su mujer sólo se está divirtiendo. Emitiremos un par de anuncios por megafonía, y le pediremos que se ponga en contacto con nosotros o con usted. Le aseguro que volverá. Oiga, ¿por qué no pide que les traigan un desayuno para dos al camarote? Me apuesto lo que quiera a que su mujer llegará antes. Les mandaré una botella de Veuve Clicquot, invitación de la casa.
Evered respiraba con dificultad, haciendo un esfuerzo para controlarse.
—Mientras tanto, ¿tiene alguna foto de su mujer que pueda darme? Tenemos las de identificación para el embarque, claro, pero siempre va bien tener más de una imagen. Las haré circular entre nuestro personal de seguridad para que estén atentos.
Evered se volvió y entró en el baño. LeSeur oyó una cremallera, y un ruido como si buscara dentro de algo. Evered salió al cabo de un minuto con una foto en la mano.
—No se preocupe, señor Evered, el Britannia es uno de los lugares más seguros del mundo.
El texano miró a LeSeur con cara de pocos amigos.
—Espero por su bien que sea verdad.
LeSeur sonrió a la fuerza.
—Entonces, decidido, encargue el desayuno para dos, y que pasen un buen día.
Salió del camarote.
Se detuvo a mirar la foto en el pasillo, y se llevó una sorpresa al ver que la señora Evered estaba bastante buena; no como para caerse de espaldas, por supuesto que no, pero tampoco para echarla de la cama: una docena de años más joven que su marido, delgada, rubia, con formas, y en bikini. Ahora estaba todavía más seguro de lo sucedido: aquella buena señora se había ido cabreada, y estaba con algún desconocido. Sacudió la cabeza. Los cruceros de lujo eran como grandes orgías flotantes. Por lo visto, algo le pasaba a la gente cuando dejaba de pisar tierra firme. Empezaban a comportarse como sibaritas. Si el señor Evered no era tonto, saldría a hacer lo mismo. El barco estaba lleno de viudas ricas.
Se rió en voz baja al pensarlo. Después se guardó la foto en el bolsillo, decidido a enviarla a los de seguridad; a fin de cuentas, Kemper y sus chicos eran unos entendidos en materia de mujeres estupendas, y seguro que les gustaría alegrarse la vista con la escultural señora Evered.