Gordon LeSeur, el primer oficial, había servido en decenas de puentes durante su carrera de marino, desde cúteres del Almirantazgo hasta cruceros, pasando por destructores, pero el del Britannia no se parecía a ningún otro. Era más tranquilo, ultramoderno, espacioso… pero lo más curioso, con tantas pantallas de ordenador, consolas electrónicas e impresoras, era que daba una sensación muy poco náutica. Todo lo que había en el puente era de última tecnología. Pensó que a lo que más se parecía era a la compleja sala de control de la central nuclear que había visitado el año anterior. Ahora al timón lo llamaban «terminal del sistema de puente integrado», y a la mesa de cartas, «consola central de navegación». La rueda del timón era un auténtico lujo, toda de caoba y latón, pero su única función era ser admirada por los pasajeros. El timonel jamás la tocaba. A veces LeSeur dudaba de que estuviese conectada. Gobernaba el barco con cuatro mandos, uno para cada unidad de propulsión, más otros dos que controlaban los propulsores de proa. La potencia del motor principal se controlaba con una serie de palancas como las de los aviones. Se parecía más a un juego de ordenador hipertecnificado que a un puente tradicional.
Bajo la enorme hilera de ventanas que iba desde babor hasta estribor, decenas de terminales informáticos en batería controlaban y registraban todas las funciones del barco y de su entorno: motores, sistemas antiincendios, control de estanqueidad, comunicaciones, mapas meteorológicos, imágenes por satélite… Y así hasta el infinito. También había dos mesas de cartas, cada una de ellas con un pulcro despliegue de cartas de navegación que parecía no usar nadie.
Bueno, nadie excepto LeSeur.
Miró su reloj: las doce y veinte de la noche. Echó un vistazo por las ventanas de proa. La explosión de luz del barco iluminaba el agua oscura decenas de millas a la redonda, pero el mar estaba tan abajo (catorce cubiertas) que sólo el lento y profundo balanceo de la nave impedía confundirla con un rascacielos. Más allá del círculo de luz era noche cerrada, y apenas se veía el horizonte. Ya hacía mucho tiempo que habían dejado atrás el lento parpadeo del faro de Falmouth, seguido poco después por el de Penzance. Ahora, mar abierto hasta Nueva York.
Desde que había desembarcado el piloto de Southampton, responsable de la maniobra de sacar el barco del canal, siempre había alguien en el puente. Demasiada gente, incluso. Todos los oficiales del puente estaban deseosos de participar en el primer tramo del viaje inaugural del Britannia, el mayor barco que jamás habían visto los siete mares.
El segundo capitán, Carol Mason, se dirigió al oficial de guardia con la misma calma que reinaba en todo el puente.
—¿Situación, señor Vigo?
Era una pura formalidad (los nuevos aparatos electrónicos ofrecían lecturas continuas que cualquiera podía consultar), pero Mason era muy tradicional, y sobre todo puntillosa.
—Veintisiete nudos de velocidad, rumbo verdadero dos cinco dos, tráfico despejado, estado del mar tres, viento suave de babor. Hay una corriente de poco más de un nudo que viene del nordeste.
Uno de los vigías del ala del puente se dirigió al oficial de guardia.
—Señor, hay un barco a unos cuatro puntos de proa estribor.
LeSeur echó un vistazo al equipo ECDIS de cartas náuticas electrónicas, y vio el eco.
—¿Le consta, señor Vigo? —preguntó Mason.
—Lo he estado siguiendo, señor, y parece un superpetrolero a veinte nudos de velocidad y a veinte millas de distancia. Su trayectoria se cruza con la nuestra.
Nadie se alarmó. LeSeur sabía que tenían preferencia, y que el otro barco disponía de tiempo más que suficiente para cambiar de rumbo.
—Infórmeme cuando cambie de rumbo, señor Vigo.
—Sí, señor.
LeSeur siempre encontraba raro que llamasen «señor» a una mujer, aunque fuese el protocolo estándar en todos los barcos, militares o civiles. A fin de cuentas, con las pocas capitanas que había…
—¿Aún está bajando el barómetro? —preguntó Mason.
—Medio punto en los últimos treinta minutos.
—Muy bien. Mantenga el rumbo actual.
LeSeur miró disimuladamente a la capitana. Mason nunca hacía comentarios sobre su edad. Sin embargo, calculó que tendría cuarenta o cuarenta y un años. La gente que se pasaba la vida en el mar a veces engañaba. Era una mujer alta y majestuosa, de un atractivo sin frivolidades ni coqueterías. En esos momentos tenía la cara un poco sonrojada (quizá por la tensión de su primer viaje como segundo capitán). Llevaba el pelo, castaño y corto, por dentro de la gorra de capitán. LeSeur la vio caminar por el puente, mirando alguna que otra pantalla y murmurándole algo a algún que otro miembro de la tripulación. En muchos sentidos, era la oficial perfecta: tranquila, de voz pausada, sin actitudes dictatoriales ni mezquinas, y exigente sin ser autoritaria. Esperaba mucho de quienes estaban a sus órdenes, pero ella trabajaba más duro que nadie. Además, poseía una especie de magnetismo hecho de fiabilidad y profesionalidad que sólo se encontraba en los mejores oficiales. La tripulación la adoraba, y con razón.
Ni ella ni LeSeur tenían la obligación de estar en el puente, pero todos querían compartir la primera noche del viaje inaugural, y ver dar órdenes a Mason. El mando del Britannia le correspondía a ella por derecho. Era una vergüenza lo que le había pasado. Una auténtica vergüenza.
Hablando del rey de Roma… Justo entonces se abrió la puerta y apareció el comodoro Cutter. El ambiente de la sala se alteró instantáneamente. Se tensaron los cuerpos, y se pusieron rígidas las caras. El oficial de guardia adoptó una expresión muy concentrada. La única que no parecía afectada era Mason, que volvió a la consola de navegación, miró por las ventanas del puente y habló con el timonel sin levantar la voz.
El papel de Cutter era ante todo ceremonial, al menos en teoría. Era el rostro público del barco, la figura de referencia para los pasajeros. Estaba al mando de todo, por supuesto que sí, pero en la mayoría de los transatlánticos el capitán casi nunca ponía los pies en el puente. El gobierno real del barco quedaba en manos del segundo capitán.
Empezaba a parecer que aquel viaje sería una excepción.
El comodoro Cutter entró, giró sobre un pie y dio unas cuantas zancadas por el puente, con las manos en la espalda, avanzando y retrocediendo mientras observaba los monitores. Era un hombre bajo, que impresionaba por su corpulencia, con el pelo gris y las facciones carnosas, muy rosadas, incluso en la luz tenue del puente. Su uniforme nunca merecía otro calificativo que el de impoluto.
—No cambia —dijo el oficial de guardia a Mason— CPA nueve minutos. Mantiene el rumbo y se acerca.
Empezó a palparse cierta tensión.
Mason se acercó para mirar el ECDIS.
—Radio, llámele por el canal 16.
—Barco a proa estribor —dijo el primer oficial de radio—, barco a proa estribor, aquí el Britannia, ¿me recibe?
Sólo estática.
—Barco a proa estribor, ¿me recibe?
Pasó un minuto en silencio. Cutter siguió en su sitio, con las manos en la espalda, observando sin decir nada.
—Sigue sin cambiar de rumbo —le dijo el oficial de guardia a Mason— CPA ocho minutos, y está en rumbo de colisión.
LeSeur comprendió con inquietud que los dos barcos se estaban acercando a una velocidad combinada de cuarenta y cuatro nudos, unos ochenta kilómetros por hora. Si el superpetrolero no empezaba a cambiar pronto de rumbo, la cosa se pondría peliaguda.
Mason se inclinó hacia el ECDIS. De pronto cundió la alarma en el puente. LeSeur recordó las palabras de uno de sus oficiales en la Royal Navy: «Navegar es noventa por ciento de aburrimiento y diez por ciento de miedo». No había término medio. Miró a Cutter, imperturbable, y a Mason, que no perdía la calma.
—Pero, bueno, ¿qué hacen? —preguntó el oficial de guardia.
—Nada —dijo irónicamente Mason—. Ahí está el problema. —Dio unos pasos—. Señor Vigo, tomo el control para la maniobra de desvío.
Vigo se apartó, con el alivio reflejado en la cara.
Mason se volvió hacia el timonel.
—Veinte grados a estribor.
—Veinte grados a…
De pronto habló Cutter, interrumpiendo la confirmación de la orden por el timonel.
—Capitana Mason, tenemos prioridad.
Mason se levantó del ECDIS.
—Sí, señor, pero el superpetrolero tiene una maniobrabilidad casi nula, y es posible que ya haya superado el punto en el que…
—Se lo repito, capitana Mason: tenemos prioridad.
Sobre el puente se hizo un silencio tenso. Cutter se dirigió al timonel.
—Mantenga el rumbo en dos cinco dos.
—Sí, señor, rumbo dos cinco dos.
LeSeur vio que las luces del petrolero a proa estribor ganaban intensidad, y notó que su frente empezaba a sudar. Era cierto que tenían prioridad de paso, y que era el otro barco el que tenía que apartarse, pero a veces había que adaptarse a la realidad. Probablemente tenían conectado el piloto automático, y estaban ocupados en otros quehaceres. A saber. Hasta podían estar viendo películas porno en la sala de oficiales, o estar borrachos perdidos por el suelo.
—Toque la sirena —dijo Cutter.
La gran sirena del Britannia, audible a más de catorce millas, sobrevoló las aguas nocturnas como un profundo mugido. Cinco toques: la señal de peligro. Los dos vigías del puente estaban en sus puestos, mirando por los prismáticos. La tensión se convirtió en angustia.
Cutter se inclinó hacia el repetidor VHF del puente.
—Barco a estribor, aquí el Britannia. Tenemos prioridad. Deben cambiar de rumbo. ¿Me han entendido?
El siseo de una frecuencia vacía.
Volvió a sonar la sirena. Las luces del superpetrolero se habían dividido en puntos. LeSeur veía incluso la vaga franja luminosa del puente.
—Capitán —dijo Mason—, no estoy segura de que, aunque cambiaran ahora mismo de rumbo…
—CPA cuatro minutos —dijo el oficial de guardia.
«¡Coño, vamos a chocar!», pensó LeSeur en el colmo de la incredulidad.
Ahora el silencio en el puente era de miedo. El Britannia volvió a dar la señal de peligro.
—Está virando a estribor —dijo el vigía—. ¡Señor, está virando!
Por encima del agua sonó la sirena del superpetrolero: tres toques cortos, que indicaban que retrocedía en una maniobra de emergencia. «¡Ya era hora, hombre!», pensó LeSeur.
—Mantenga el rumbo —dijo Cutter.
LeSeur clavó la vista en el ECDIS. Con una lentitud angustiosa, el radar ARPA volvió a calcular el rumbo del superpetrolero. Afortunadamente, comprobó que estaban saliendo de peligro. El superpetrolero pasaría por estribor. En el puente se palpaba el alivio: un murmullo de voces, algunas palabrotas entre dientes…
Cutter se volvió hacia el segundo capitán, sin inmutarse lo más mínimo.
—Capitán Mason, ¿podría decirme por qué ha reducido la velocidad a veinte nudos?
—Tenemos mal tiempo por delante, señor —contestó Mason—. Las órdenes de la compañía son que durante la primera noche los pasajeros se aclimaten al mar abierto, efectuando…
—Conozco las órdenes —la interrumpió Cutter.
Hablaba despacio, sin levantar la voz, lo cual intimidaba infinitamente más que si gritase. Se volvió hacia el timonel.
—Aumente la velocidad a treinta nudos.
—Sí, señor —dijo el timonel con la más estricta neutralidad—. Aumentando la velocidad a treinta nudos.
—Señor Vigo, ya puede reanudar la guardia.
—Sí, señor.
Cutter seguía mirando fijamente a Mason.
—Hablando de órdenes, me han informado de que hace unas horas ha sido visto uno de los oficiales de este barco saliendo del camarote de un pasajero.
Se calló para añadir dramatismo.
—Lo menos importante es si existía alguna relación sexual. Todos conocemos las reglas en lo relativo a confraternizar con el pasaje.
Se volvió despacio, con las manos en la espalda, y miró a la cara a todos los oficiales hasta detenerse en Mason.
—Me permito recordarles que esto no es Vacaciones en el mar. No se tolerará este tipo de comportamiento. De las indiscreciones de los pasajeros, que sean ellos los únicos responsables. Mi tripulación no debe caer en este tipo de relajación.
A LeSeur le sorprendió ver que Mason estaba bastante más sonrojada que antes.
«No puede ser ella —pensó—. Sería la última que infringiría el reglamento.»
En ese momento se abrió la puerta del puente y entró Patrick Kemper, el jefe de seguridad. Al ver a Cutter se acercó.
—Señor…
—Ahora no —dijo Cutter.
Kemper se paró y no dijo nada más.
En todos los grandes cruceros donde había trabajado LeSeur, las principales misiones del capitán eran charlar con los pasajeros, presidir cenas largas y joviales en la mesa del capitán y ser el rostro público del barco. Aunque oficialmente el segundo capitán estuviera a sus órdenes, era él quien se ocupaba de gobernar la nave. Sin embargo, Cutter tenía fama de despreciar los aspectos sociales, y por lo visto no pensaba renunciar a esa costumbre en su primera experiencia como capitán. Era un oficial de la vieja escuela, un ex comodoro de la Royal Navy, y nacido en una familia con título, por lo que LeSeur sospechaba que le habían ascendido más allá de lo que justificaban sus capacidades. Pocos años atrás, el puesto de capitán del Olympia había recaído en el máximo rival de Cutter, al cual, desde entonces, tenía atragantado. Había utilizado sus influencias para estar al mando del Britannia, aunque era a Mason a quien correspondía ese puesto. Ahora sus intenciones eran obvias: hacer cuanto estuviese en su mano para garantizar que aquel viaje inaugural fuese la travesía de su carrera (incluido superar el récord de velocidad del Olympia, establecido el año anterior). LeSeur pensó con amargura que el único efecto del mal tiempo sobre un hombre así sería reforzar su determinación. Los cruceros huían del mal tiempo, mientras que los transatlánticos, los de verdad, lo capeaban.
Lanzó una mirada a Mason. Se la veía tranquila, con aplomo, atenta a las ventanas de proa. La única señal anómala era el rubor, que estaba desapareciendo muy deprisa. De momento se había tomado la falta de tacto y las continuas contraórdenes del comodoro con ecuanimidad y elegancia, tanto en la travesía de prueba como en el tiempo que llevaban de viaje. No parecía haber nada capaz de hacerle perder los estribos, ni siquiera que pasaran por alto que ella era la capitana del Britannia. Quizá se había acostumbrado al machismo que reinaba en alta mar, y ya se había hecho una coraza contra él. Estaba visto que la capitanía de los grandes barcos era uno de los últimos bastiones masculinos del mundo civilizado. Seguro que Mason conocía la regla no expresa según la cual en el negocio de los barcos de pasajeros sigue existiendo un techo para la mujer: por muy competente que sea, nunca será capitana de uno de los grandes transatlánticos.
—Velocidad bajo el casco, treinta nudos, señor —dijo el timonel.
Cutter asintió y se volvió hacia el jefe de seguridad.
—Bueno, señor Kemper, ¿qué ocurre?
Kemper, un hombre bajito y fornido, empezó a hablar. Aunque tuviera un marcado acento de Boston, y no pudiera disimular que era americano, LeSeur le consideraba un alma gemela, quizá porque ambos eran de barrios obreros de ciudades portuarias del Atlántico. En su época de policía, Kemper le había pegado un tiro a un traficante de drogas que estaba a punto de apretar el gatillo contra su compañero, pero a pesar de convertirse en un héroe, había cambiado de trabajo. Por lo visto era demasiado para él. De todos modos, era un as de la seguridad, aunque le faltase confianza en sí mismo. LeSeur tenía la sospecha de que era una de las consecuencias de haber matado a un hombre.
—Capitán, hay un problema en el casino.
Cutter le dio la espalda, y empezó a hablar como si no existiese.
—Señor Kemper, los casinos son algo de importancia muy menor en el gobierno de un barco. Ya se ocupará de ello el primer oficial. —Se volvió hacia el oficial de guardia sin dedicar ni una mirada a LeSeur—. Señor Vigo, llámeme si me necesita.
Cruzó el puente en pocos pasos y salió por la puerta.
—«Esto no es Vacaciones en el mar» —murmuró LeSeur—. ¡Qué tío más estirado!
La respuesta de Mason fue escueta, pero no antipática.
—El comodoro Cutter ha tenido razón en decirlo.
—Sí, señor.
LeSeur se volvió hacia Kemper con una sonrisa amable.
—Bueno, señor Kemper, cuénteme qué ocurre en el casino.
—Parece que hay un grupo de contadores de cartas en las mesas de blackjack.
—Vaya por Dios…
—Primero Mayfair ha perdido doscientas mil libras, y luego Covent Garden cien mil.
LeSeur tuvo un estremecimiento; era justo el tipo de cosas que sulfuraban a la dirección.
—¿Les han identificado?
—Sabemos quiénes son los ganadores, evidentemente, pero no sabemos en qué casos ha sido suerte, y en cuáles trampa. Trabajan en equipo, los jugadores y los contadores. Los contadores no juegan; miran a sus jugadores y les hacen señales. Ya sabe que son las mentes pensantes.
—La verdad es que no lo sabía. ¿No será una coincidencia?
—Lo dudo. Hentoff teme que sean como aquel grupo de alumnos del MIT de hace unos años que se llevaron tres millones en Las Vegas.
El dolor en la boca del estómago de LeSeur empeoró. Sabía que el Britannia no era como Las Vegas, donde se podía poner de patitas en la calle a quien fuera sorprendido contando cartas. En aquel caso eran pasajeros de pago, y además las compañías marítimas dependían mucho de los beneficios del juego. Una trifulca en el casino podía quitar las ganas de jugar a los demás pasajeros. Sin embargo, algo había que hacer. Poco le importaría a la dirección un viaje inaugural sin percances, y llegar a Nueva York con una fanfarria de publicidad fervorosa, si el casino sufría grandes pérdidas. Lo importante era el dinero; lo había sido siempre y seguiría siéndolo.
—¿Qué propone que hagamos? —preguntó.
—Verá, señor, hay un… —Kemper titubeó—. Un pasajero un poco raro, un rico que va de investigador privado, y que es el primero que ha visto a los contadores de cartas. Se ha brindado a ayudar a identificar a los culpables.
—¿A cambio de qué?
—Pues resulta… —Kemper balbuceó un poco—. Parece que está a bordo para buscar un objeto que, según él, fue robado a un cliente suyo. Si le damos información sobre sus sospechosos, él nos ayudará con los contadores de cartas…
Se le apagó la voz.
—No podemos asegurar que no sea una coincidencia —dijo enérgicamente LeSeur—, ni que Mayfair no acabe la noche con cien mil libras de ganancias. Esperemos unas horas para ver si siguen las pérdidas. En todo caso, haga lo que haga le ruego que sea discreto. Nada de melodramas.
—Sí, señor.
LeSeur vio cómo Kemper se iba, y le compadeció. También se compadeció de sí mismo. ¡Ah, quién pudiera volver a la Royal Navy, sin casinos, contadores de cartas ni pasajeros neuróticos!