Constance Greene caminaba sin rumbo por la espaciosa galería de boutiques y tiendas de lujo de la cubierta 6 que recibía el nombre de St. James’s. Aunque ya era más de medianoche, el Britannia no daba señales de querer recogerse. En todas partes había parejas bien vestidas que se paseaban mirando los escaparates o hablando en voz baja. Los pasillos estaban bordeados de grandes jarrones con flores frescas, y por encima del rumor de voces y de risas se oían los refinados acordes de un cuarteto de cuerda. Olía a lilas, lavanda y champán.
Los lentos pasos de Constance la llevaron por un bar de vinos, una joyería y una galería de arte que ofrecía grabados originales firmados por Miró, Klee y Dalí a precios astronómicos. En la entrada, una anciana regañaba a la joven rubia que empujaba su silla de ruedas. Algo en aquella chica hizo que Constance se detuviera: su mirada gacha y su expresión distante, posible indicio de alguna pena íntima, podrían haber sido las suyas.
Al fondo del centro comercial de St. James’s había una doble puerta muy adornada por donde se accedía al Gran Atrio, un enorme espacio de ocho plantas en el corazón del barco. Se acercó a la baranda y miró, primero hacia arriba y después hacia abajo. Desde ahí se tenía una vista nada desdeñable de terrazas, relucientes arañas, incontables hileras verticales de luces, y ascensores en cajas de cristal. Abajo, en el restaurante King’s Arms, de la cubierta 2, había grupos sentados en bancos de cuero rojo, cenando lenguado, ostras Rockefeller y turnedós de ternera. Entre los grupos circulaban camareros y sumilleres; uno dejaba sobre una mesa una bandeja rebosante de exquisiteces, el otro se inclinaba solícitamente hacia un cliente para tomar nota… Las cubiertas 3 y 4 tenían balcones que daban al Gran Atrio, con más mesas. El ruido de la vajilla, el murmullo de las conversaciones, los altibajos de la música… Iodo llegaba a oídos de Constance, flotando hacia las alturas.
Aquél era un ambiente de lujo y privilegios, una ciudad-palacio flotante de dimensiones gigantescas, lo más suntuoso que hubiera conocido el mundo. Aun así, Constance se quedó fría; es más, encontró algo repelente en aquella búsqueda desesperada del placer. Qué distinta toda aquella actividad frenética, aquel burdo consumo, aquel apego ansioso a las cosas mundanas, de su vida en el monasterio. Anhelaba volver.
«Estar en el mundo sin formar parte de él.»
Se volvió y cogió el ascensor más cercano para subir a la cubierta 12, ocupada casi íntegramente por camarotes. Todo seguía siendo de una elegancia irreprochable, con gruesas alfombras orientales y paisajes al óleo con marcos dorados, pero se respiraba mucho más sosiego. Caminó por el pasillo, que al fondo giraba a la izquierda. La puerta de su suite, la Tudor, quedaba justo enfrente, en la popa y a babor del barco. A punto de sacar la tarjeta, se quedó de piedra.
La puerta de la suite estaba entreabierta.
Al instante se le disparó el corazón, como si lo hubiera estado esperando. Su tutor nunca habría sido tan descuidado. Tenía que ser otra persona. «No puede ser él —pensó—. Imposible. Le vi caer. Le vi morir.» Una parte de ella sabía que sus temores eran irracionales, pero no logró aplacar los latidos de su corazón.
Sacó del bolso una fina cajita, y la abrió para extraer un escalpelo reluciente de su nido de felpa. El escalpelo que le había dado él.
Penetró en el camarote sin hacer ningún ruido, con la cuchilla en la mano. La sala de estar de la suite tenía forma ovalada, con un gran ventanal blindado de dos pisos que dominaba el oleaje negro del Atlántico desde una gran altura. La puerta de la izquierda daba a una pequeña cocina, y la de la derecha a la sala que usaban Aloysius y ella como estudio. El salón estaba iluminado con luz tenue. Vio que la luna pintaba las olas con un rastro luminoso, arrojando piedras preciosas al paso de la nave, a la vez que iluminaba un sofá, dos sillones de orejas, el comedor y un piano de media cola. Había dos escaleras de caracol, cada una en una pared: la de la izquierda subía al dormitorio de Pendergast, y la de la derecha al de Constance, que dio otro paso silencioso y miró hacia arriba, irguiendo mucho la cabeza.
La puerta de su habitación estaba entreabierta. Por debajo salía una pálida luz amarilla.
Apretó el cuchillo, y lentamente, sin hacer el menor ruido, cruzó la sala y empezó a subir la escalera.
Poco a poco, a lo largo de la noche, el mar se había encrespado, y el cabeceo de la embarcación ya no era tan imperceptible. Se oyó llegar desde muy lejos el largo lamento de la sirena del barco. Constance deslizó una mano por la barandilla, pisando despacio y con cuidado.
Llegó al rellano y se acercó al dormitorio. No se oía nada. Se paró. Al cabo de un rato abrió la puerta, bruscamente, y se lanzó hacia dentro.
Alguien gritó de sorpresa. Blandiendo el cuchillo, se volvió hacia el ruido.
Era la camarera, la mujer morena que se había presentado algunas horas antes. Estaba al lado de la estantería, con un libro a sus pies, cuya lectura, al parecer, la había tenido absorta. En su mirada se mezclaban el susto, la consternación y el miedo. Observó el brillante escalpelo.
—¿Qué hace usted aquí? —exigió saber Constance.
El susto tardó un buen rato en borrarse del rostro de la camarera.
—Lo siento, señorita. Por favor… Sólo he entrado para abrir las camas… —empezó a decir con su marcado acento de Europa del Este.
Seguía mirando el escalpelo, con una mueca de pánico.
Constance lo guardó en su funda y la metió otra vez en el bolso. A continuación cogió el teléfono de la mesita de noche para llamar a seguridad.
—¡No! —gritó la mujer—. Por favor… Me abandonarán en puerto siguiente, y quedaré en Nueva York sin medios para volver a casa mía.
Constance titubeó, con el teléfono en la mano, y miró a la camarera con recelo.
—Lo siento tanto… He entrado para abrir la cama y poner chocolatina en la almohada. Entonces he visto… he visto…
Señaló el libro que había caído al suelo.
Constance lo miró, y se llevó una enorme sorpresa al descubrir que se trataba de la delgada antología Poesías de Akhmatova.
No estaba muy segura de por qué se había llevado aquel libro para el viaje, cuando tanto le dolía su historia (y su legado). Le resultaba difícil hasta mirarlo. Quizá lo cargaba como el penitente su cilicio, con la esperanza de expiar su error con el dolor.
—¿Le gusta Akhmatova? —dijo.
La camarera asintió con la cabeza.
—Vine aquí y no podía traer libros, y los echaba de menos. Mientras abría su cama, he visto… he visto estos libros suyos.
Tragó saliva.
La mirada de Constance siguió igual de inquisitiva.
—«He encendido mis sagradas velas —dijo, citando a Akhmatova—. Una a una, para alumbrar esta noche.»
Sin dejar de mirarla, la mujer contestó:
—«Contigo, que no vienes, espero que nazca el cuadragésimo primer año.»
Constance se apartó del teléfono.
—En Bielorrusia, país mío, daba clases sobre poesía de Akhmatova.
—¿En el instituto?
La mujer sacudió la cabeza.
—En la universidad. En ruso, claro.
—¿Es profesora? —preguntó Constance, sorprendida.
—Era. Perdí trabajo, como tantos.
—¿Y ahora trabaja aquí… de camarera?
La mujer sonrió tristemente.
—Aquí muchas personas son en la misma situación. El paro, o la falta de trabajo en países nuestros… La corrupción es en todas partes.
—¿Y su familia?
—Mis padres tenían granja, pero se la quedó el gobierno por la radiactividad. La de Chernóbil. La contaminación flotó hacia el oeste. Yo enseño literatura rusa en universidad durante diez años, pero perdí trabajo. Después me entero de que ofrecían empleo en estos barcos grandes, y vine para trabajar y enviar dinero a casa mía.
Sacudió la cabeza amargamente.
Constance se sentó en una silla.
—¿Cómo se llama?
—Marya Kazulin.
—Marya, estoy dispuesta a pasar por alto esta intromisión en mi intimidad, pero a cambio me gustaría que me ayudase.
La expresión de la mujer se volvió recelosa.
—¿De qué manera yo puedo ayudarla?
—Me gustaría poder ir de vez en cuando bajo cubierta para hablar con los empleados, los auxiliares y el resto de la tripulación. Quiero hacer unas cuantas preguntas. Usted podría presentarme y responder de mí.
—¿Preguntas? —El recelo se convirtió en alarma—. ¿Trabaja para la naviera?
Constance sacudió la cabeza.
—No. Tengo mis razones, razones personales, sin relación con la compañía ni con el barco. Perdone, pero de momento no puedo ser más explícita.
Pareció que Marya Kazulin se relajaba un poco, aunque no dijo nada.
—Podría darme problemas.
—Seré muy discreta. Sólo quiero mezclarme con los empleados y hacer algunas preguntas.
—¿Preguntas de cuál tipo?
—Sobre la vida en el barco. Cualquier cosa que se salga de lo normal. Rumores acerca de los pasajeros… Y si alguien ha visto determinado objeto en algún camarote.
—¿Pasajeros? No creo buena idea.
Constance titubeó.
—Señora Kazulin, voy a contarle de qué se trata a condición de que me prometa no decírselo a nadie.
La camarera vaciló un poco y asintió con la cabeza.
—Estoy buscando algo que está escondido en este barco; un objeto sagrado, y único en el mundo. Había pensado mezclarme con el personal de limpieza para saber si alguien ha visto algo parecido en algún camarote.
—Y este objeto que habla… ¿qué es?
Constance hizo una pausa.
—Una caja larga y estrecha de madera, muy antigua, con una inscripción en letras raras.
Tras pensárselo un poco, Marya se irguió.
—Pues la ayudo. —Sonrió, delatando cierta emoción en sus facciones—. Es horrible trabajar en un crucero. Así será más interesante, y por buena causa.
Constance le tendió la mano y Marya la estrechó. Después miró un momento a la joven.
—Le traeré uniforme como el mío. —Agitó una mano—. No pueden verla bajo línea de flotación vestida como pasajera.
—Gracias. ¿Cómo me pongo en contacto con usted?
—Ya haré yo. —Se arrodilló para recoger el libro y dárselo—. Buenas noches, señorita.
Constance cogió un momento su mano, obligándola a aceptar el libro.
—Quédeselo; y no me llame «señorita», por favor, me llamo Constance.
Marya retrocedió hacia la puerta con una sonrisa fugaz, y se marchó.