Por la mullida moqueta del casino Mayfair pasaba sonriente Roger Mayles, saludando a todo el mundo con la cabeza. El Britannia llevaba menos de cinco horas en aguas internacionales, pero el casino ya era un auténtico hervidero. El ruido de las máquinas tragaperras sumado a las voces de los crupieres de blackjack y ruleta y a las partidas de dados no dejaba oír el espectáculo del Royal Court, justo delante, en la proa de la cubierta 4. Casi todo el mundo llevaba esmoquin o vestido negro de noche. La mayoría había bajado directamente de la cena inaugural sin cambiarse de ropa.
Se le acercó una camarera con una bandeja cubierta de copas de champán.
—Hola, señor Mayles —dijo, levantando mucho la voz—. ¿Le apetece una copa?
—No, gracias, cariño.
Tenían justo al lado a una orquesta de dixieland, que daba el último toque de locura y desenfreno. El Mayfair era el más bullicioso de los tres casinos del Britannia. Mayles pensó que era un espectáculo vertiginoso en honor de la codicia y del dinero. La primera noche en alta mar siempre era la más caótica y jubilosa. Nadie se había llevado todavía el chasco de perder mucho en el casino. Mayles hizo un guiño a la chica y se fue, echando miradas a las mesas. Cada una de ellas tenía encima una pequeña cúpula de cristal ahumado, tan discreta que casi pasaba desapercibida entre el brillo de las arañas. El decorado se inspiraba en el Londres de final de siglo, con terciopelo arrugado, maderas nobles y latones antiguos. En el centro de la sala, que era enorme, se alzaba una escultura muy extraña, tallada en hielo rosa: lord Nelson, con el toque algo perverso de una toga.
Cuando llegó al bar del casino, Mayles giró a la derecha y se detuvo ante una puerta sin ninguna indicación. Sacó de su bolsillo una tarjeta magnética y la deslizó por el lector; la puerta se abrió con un clic. Tras mirar a ambos lados, entró con rapidez, aislándose del ruido y del bullicio.
Era una sala sin luces en el techo, pero sus cuatro paredes estaban iluminadas por un centenar de pequeños monitores de circuito cerrado, cada uno con una perspectiva distinta del casino: vistas cenitales de mesas, hileras de máquinas tragaperras y cajeros. Desde ahí, el personal del casino Mayfair vigilaba a los jugadores, pero también a los crupieres y a los cajeros.
Dos técnicos, en dos sillas con ruedas, examinaban las pantallas bajo una luz azul que daba a sus caras un aspecto fantasmal. Detrás, de pie, no menos serio ni menos atento a los monitores, estaba Victor Hentoff, el director del casino. Se pasaría la mayor parte de los siguientes seis días yendo y viniendo de un casino a otro. Llevaba tantos años pendiente de las pantallas, que era como si siempre forzase un poco la vista. Se volvió al oír entrar a Mayles.
—Roger —dijo con voz ronca, tendiendo la mano.
Mayles sacó un sobre cerrado del bolsillo.
—Gracias —dijo Hentoff. Lo abrió con su grueso índice. Dentro había varias hojas—. Dios mío… —dijo al echarles un vistazo.
—Mucha fruta colgando de las ramas —dijo Mayles—, madura para recogerla.
—¿Te importaría hacerme un resumen?
—Con mucho gusto. —Por si Mayles no tuviera bastante trabajo, el personal del casino esperaba que les suministrase (con la más absoluta discreción) una lista de posibles jugadores empedernidos, o víctimas fáciles, a quienes cultivar y enjabonar particularmente—. Ha vuelto la condesa de Westleigh, para que le den otra esquilada. ¿Te acuerdas de lo que pasó en el primer viaje del Oceania?
Hentoff puso los ojos en blanco.
—Me parece mentira que haya vuelto después de aquello.
—Tiene debilidad por los viajes inaugurales. Y por los crupieres de bacará. También está…
Pero Hentoff ya no miraba al director del crucero, sino algo situado por encima de su hombro. En ese mismo momento, Mayles reparó en que había aumentado muchísimo el nivel sonoro de la habitación. Se volvió, y al seguir la mirada de Hentoff se quedó boquiabierto: Pendergast, su vecino durante la cena, había logrado entrar, y estaba cerrando la puerta.
—Ah, señor Mayles, aquí está —dijo.
La consternación de Mayles fue en aumento. El director del crucero casi nunca elegía mal a sus compañeros de cena, pero seleccionar a Pendergast y a su «pupila» había sido un error que no pensaba repetir.
La mirada de Pendergast recorrió las paredes llenas de monitores.
—¡Qué hermosa vista se tiene desde aquí!
—¿Cómo ha entrado? —quiso saber Hentoff.
—Un sencillo truco de magia.
Pendergast le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Pues no puede quedarse aquí. Es una zona de acceso restringido.
—Sólo quería hacerle un par de peticiones al señor Mayles. Después me iré.
El director del casino se volvió hacia Mayles.
—Roger, ¿conoces a este pasajero?
—Hemos cenado juntos. ¿En qué puedo ayudarle, señor Pendergast? —preguntó Mayles, con una sonrisa obsequiosa.
—Lo que estoy a punto de contarles es confidencial —dijo Pendergast.
«Oh, no», pensó Mayles, sintiendo que sus sensibles nervios se ponían en tensión. Esperó que no fuese una continuación de la morbosa conversación de Pendergast durante la cena.
—No viajo en el Britannia sólo para descansar y respirar aire fresco.
—¿Ah, no?
—Estoy aquí para hacerle un favor a un amigo. Verán, a mi amigo le robaron algo, algo de gran valor, y en estos momentos el objeto en cuestión está en manos de un pasajero de este barco. Mi intención es recuperarlo y devolvérselo a su legítimo dueño.
—¿Es usted investigador privado? —preguntó Hentoff.
Pendergast pensó un poco; la luz de los monitores se reflejaba en sus ojos claros.
—Puede afirmarse sin ambages que mis investigaciones son privadas.
—O sea, que trabaja por cuenta propia —dijo Hentoff. El director del casino no pudo disimular una nota de desprecio—. Señor, tengo que pedirle otra vez que se vaya.
Pendergast echó un vistazo a las pantallas, antes de centrar de nuevo su atención en Mayles.
—Señor Mayles, ¿verdad que para su trabajo dispone de datos acerca de cada pasajero?
—Es uno de mis placeres —contestó Mayles.
—Magnífico. Entonces es usted la persona indicada para proporcionarme información que pueda ayudarme a encontrar al ladrón.
—Lo siento, pero no podemos facilitar ninguna información sobre los pasajeros —dijo Mayles, endureciendo el tono.
—El ladrón podría ser un hombre peligroso. Mató a alguien para conseguir ese objeto.
—Entonces, que se encargue nuestro personal de seguridad —dijo Hentoff—. Estaré encantado de remitirle a un responsable de seguridad que podrá tomar nota de los datos y añadirlos a su archivo.
Pendergast sacudió la cabeza.
—Desgraciadamente, no puedo incluir a personal de nivel inferior en mi investigación. La discreción es esencial.
—Pero ¿de qué objeto se trata? —preguntó Hentoff.
—Lo siento, pero no puedo entrar en detalles. Se trata de una antigüedad asiática de gran valor.
—Y ¿cómo sabe que está a bordo?
La respuesta de Pendergast fue un leve temblor en los labios, que podía pasar por un esbozo de sonrisa.
—Señor Pendergast —dijo Mayles, recurriendo al tono que reservaba para los pasajeros más difíciles—, no quiere contarnos qué busca; no quiere contarnos por qué está tan seguro de que se halla en el Britannia; tampoco está aquí en misión oficial. De hecho estamos navegando por aguas internacionales. La única autoridad es nuestro personal de seguridad. Ya no rigen la legislación británica ni la estadounidense. Lo siento, pero no podemos autorizar su investigación, ni prestarle ayuda de ningún tipo. Al contrario: si su investigación molesta a alguno de nuestros huéspedes, actuaremos con contundencia. —Trató de suavizar la dureza de su negativa con su más seductora sonrisa—. Estoy seguro de que lo entiende.
Pendergast asintió despacio.
—Lo entiendo.
Hizo una pequeña reverencia y se volvió. Antes de irse, se paró con la mano en el pomo de la puerta.
—Les supongo al corriente —dijo, como si careciese de importancia— de que en esta cubierta hay un grupo de contadores de cartas en plena actividad.
Señaló un grupo de pantallas con un gesto impreciso de la cabeza.
Mayles miró en la dirección indicada, pero no estaba formado en observación de monitores, y sólo vio gente y más gente en las mesas de blackjack.
—¿De qué está hablando? —preguntó Hentoff con dureza.
—De contadores de cartas, sumamente profesionales y bien organizados, a juzgar por el éxito que están teniendo en no… llamar la atención.
—¡Qué tontería! —dijo Hentoff—. Nosotros no hemos visto nada. ¿Qué es, algún jueguecito?
—Para ellos no —dijo Pendergast—, al menos en el sentido en el que le gustaría a usted.
Pendergast y el director del casino se miraron un momento; luego Hentoff se volvió hacia uno de sus técnicos con un bufido de irritación.
—¿Cómo va la recaudación?
El técnico cogió el teléfono e hizo una breve llamada. Después miró a Hentoff.
—Mayfair lleva perdidas doscientas mil libras.
—¿Dónde? ¿En general?
—En las mesas de blackjack.
Hentoff miró rápidamente las pantallas. Al cabo de un momento, se volvió hacia Pendergast.
—¿Quiénes son?
Pendergast sonrió.
—Vaya, lo lamento, pero acaban de irse.
—Qué casualidad. ¿Y se puede saber cómo contaban las cartas?
—Parecía que usaran una variante del «Red-7» o del «K-O». Como no me estaba fijando mucho en las pantallas, no puedo asegurárselo. Por otro lado, es evidente que disponen de una buena tapadera, y que nunca les ha pillado nadie; de lo contrario, ustedes tendrían fotos en su base de datos, y les habrían identificado los escáneres de reconocimiento facial.
El rostro de Hentoff se fue congestionando a medida que oía las palabras de Pendergast.
—¿Se puede saber de dónde saca esos conocimientos?
—Ya lo ha dicho usted antes, señor… Hentoff, ¿verdad? Trabajo «por cuenta propia».
Nadie dijo nada durante un buen momento. Los dos técnicos parecían estatuas. No se atrevían a apartar la vista de los monitores.
—Está claro que le convendría algo de ayuda, señor Hentoff, y yo estaría encantado de proporcionársela.
—A cambio de que nosotros le ayudemos con su pequeño problema —dijo sarcásticamente Hentoff.
—Exacto.
Otro silencio tenso. Finalmente Hentoff suspiró.
—Habrase visto… ¿Qué quiere, exactamente?
—Tengo mucha fe en las habilidades del señor Mayles. Tiene acceso a todas las fichas de los pasajeros. Su trabajo consiste en alternar con todo el pasaje, hacer preguntas y solicitar información. Está en una situación inmejorable para ayudar. Señor Mayles, por favor, no se preocupe, no molestará a los pasajeros; sólo me interesan unos pocos. Me gustaría saber, por ejemplo, si alguno de ellos ha depositado algún artículo en la caja fuerte central, si sus camarotes figuran en la lista de «no molestar» del servicio de limpieza… Cosas de este tipo. —Se volvió hacia Hentoff—. Es posible que también necesite su ayuda.
—¿Para qué?
—Para… ¿cómo decirlo?… engrasar las ruedas.
Hentoff miró sucesivamente a Pendergast y a Mayles.
—Me lo pensaré —murmuró el director del crucero.
—Espero que no tarde mucho, por su propio bien —dijo Pendergast—. Doscientas mil libras de pérdidas en cinco horas… No puede decirse que marque una buena tendencia.
Se volvió, sonriendo, y se fue sin decir nada más.