12

Juanita Santamaría empujaba su carrito por la elegante moqueta dorada de la cubierta 12, mirando hacia delante con los labios un poco apretados. En el carrito transportaba una montaña de sábanas limpias y jabones aromatizados, y rechinaba al desplazarse por la felpa.

Se le acercó una pasajera al doblar un recodo en el pasillo, una mujer de unos sesenta años, bien conservada, con el pelo teñido de lila.

—Perdona, cariño, ¿se va por aquí al SunSpa?

—Sí —contestó Juanita.

—Ah, otra cosa. Me gustaría mandarle una nota de agradecimiento al capitán. ¿Cómo se llama? No me acuerdo.

—Sí —dijo Juanita sin pararse.

El pasillo terminaba en una simple puerta marrón. Juanita la cruzó con el carrito, e ingresó en una zona de servicio. En un lado había varias bolsas grandes de lona llenas de ropa sucia, y bandejas apiladas de plástico gris, con platos sucios del servicio de habitaciones, todo ello pendiente de ser llevado a las profundidades del barco. A la derecha había varios ascensores de servicio. Juanita dirigió su carrito al más cercano, y levantó una mano para pulsar el botón de bajada.

Su dedo tembló ligeramente.

El ascensor se abrió con un susurro. Juanita metió el carrito y se volvió hacia el panel de control, levantando la mano por segunda vez para pulsar otro botón; esta vez, sin embargo, titubeó y contempló inexpresivamente el panel. Esperó tanto tiempo que se cerraron otra vez las puertas, y el ascensor permaneció donde estaba, sin moverse. Al final (muy despacio, como un zombi) Juanita pulsó el botón de la cubierta C. La cabina bajó con un murmullo.

El pasillo principal de estribor de la cubierta C era estrecho y agobiante, con el techo bajo, y tan lleno de gente como vacío estaba el 12: ayudantes de camarero, doncellas, crupieres, azafatas, técnicos, sobrecargos, manicuras, electricistas y todo el personal imaginable se afanaban absortos en los innumerables recados y tareas necesarios para el buen funcionamiento de un transatlántico de lujo. Juanita se adentró con su carrito en el tráfico, y se paró mirando hacia ambos lados, como si se hubiera perdido. Más de uno se la quedó mirando al pasar. El pasillo no era ancho, y el carrito parado no tardó en provocar un embotellamiento.

—¡Eh! —Apareció corriendo una mujer de aspecto descuidado y con el uniforme de supervisora—. Aquí están prohibidos los carritos. Llévatelo enseguida al departamento de limpieza.

Juanita, que estaba de espaldas, no contestó. La supervisora la cogió por un hombro para hacer que se girara.

—Te he dicho que te…

Se calló al reconocerla.

—¿Santamaría? —dijo—. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si aún faltan cinco horas para que se acabe tu turno? Vuelve ahora mismo a la cubierta 12. ¡Vamos, espabila!

Juanita no dijo nada. Ni siquiera la miró a los ojos.

—¿Me has oído? Sube antes de que te abra un expediente y te quite un día de paga. A ver si…

La supervisora dejó la frase a medias, sorprendida por la inexpresividad de Juanita, y la vacuidad de su mirada.

Juanita se internó con pasos vacilantes en la multitud, dejando el carrito en medio del pasillo bajo la mirada de la supervisora, demasiado atónita para hablar.

La habitación de Juanita estaba en un agobiante laberinto de camarotes minúsculos, cerca de la popa del barco. Los generadores de turbinas diésel quedaban tres cubiertas por debajo, pero aun así se percibía su vibración, junto a las ráfagas de olor a combustible que contaminaban el aire. Al acercarse al camarote, el paso de Juanita se volvió aún más lento. Gran parte del personal con el que se cruzaba se volvía a observarla, impactado por su mirada perdida y su aspecto demacrado y fantasmal.

Vaciló ante la puerta. Transcurrió un minuto. Otro. De repente abrieron desde el otro lado, y salió una mujer morena con el pelo negro. Llevaba el uniforme de los camareros del Hyde Park, el restaurante informal de la cubierta 7. Al ver a Juanita se paró de golpe.

—¡Juanita, chica, qué susto me has dado! —dijo con acento de Haití.

Juanita seguía sin hablar. Miraba como si no tuviese a nadie delante.

—¿Qué te pasa, Juanita? Parece que hayas visto un fantasma.

Se oyó un ruido como de líquido. Era la vejiga de Juanita al relajarse. Varios regueros amarillos de orina corrieron por sus piernas, formando un charco en el linóleo del pasillo.

La mujer con uniforme de camarera se apartó bruscamente.

—¡Eh!

Fue como si la exclamación despertara a Juanita, porque sus ojos vidriosos se enfocaron, y su mirada se posó en la mujer de la puerta, deslizándose despacio por su cara y su cuello, donde había un medallón de oro con una cadena muy sencilla. Representaba una serpiente de muchas cabezas, agazapada bajo los rayos de un sol estilizado.

De pronto, Juanita abrió muchos los ojos y, levantando los brazos como si quisiera protegerse de algo, retrocedió a trompicones por el pasillo. Tenía la boca muy abierta, y mostraba una alarmante cavidad rosada.

Fue cuando empezaron los gritos.