Pendergast se relajaba en el salón de su suite, hojeando la interminable carta de vinos del Britannia. Cerca había un televisor de pantalla plana, sintonizado en el canal de información del barco, en el que se ensalzaban con voz pausada las virtudes del transatlántico con una sucesión de imágenes.
«El Britannia sigue la vieja tradición de los barcos de lujo —glosó una voz refinada, con acento británico—. Sus majestuosas escaleras, sus grandes zonas comunitarias, sus dos salones de baile, sus ocho restaurantes, sus tres casinos y sus cinco piscinas prestan servicio a dos mil setecientos pasajeros, con una tripulación de mil seiscientas personas y un tonelaje bruto de ciento sesenta y cinco mil. En términos de alojamiento es el barco más espacioso de alta mar, con una proporción entre personal de a bordo y pasajeros muy por encima de cualquier otro buque de lujo. Hay varias características que hacen único al Britannia: el Gran Atrio de ocho plantas, el “Sedona SunSpa®”, los centros comerciales de lujo de Regent Street y St. James’s, el teatro Belgravia, con mil butacas, y una piscina climatizada que se inspira en unos baños romanos hallados en Pompeya. Su salón de baile Jorge II, todo en cristal y oro, es el mayor de la flota mundial. La longitud del Britannia supera la altura del Empire State, y su sirena se oye a catorce millas. Siguiendo la tradición del Titanic, y de los grandes barcos del pasado, el Britannia se distingue por la extraordinaria cantidad de maderas nobles que ha sido empleada en decorarlo, tanto por dentro como por fuera, para lo cual se han utilizado más de trescientos mil metros de teca, caoba, ciprés de Lawson, árbol del caucho, iroko y haya de Queen Island…»
En el segundo piso de la suite se abrió una puerta. Constance salió de su habitación y bajó por la escalera.
Pendergast apagó la tele y dejó la carta de vinos.
—No tenía ni idea de que la bodega del barco estuviera tan bien surtida —dijo—. Ciento cincuenta mil botellas. Destaca particularmente la selección de Pauillacs de antes de 1960.
Levantó la cabeza. Constance se había cambiado el vestido de gala de la cena por uno amarillo claro.
—Te queda muy bien tu nuevo fondo de armario, Constance.
—Tú me ayudaste a elegirlo —contestó ella, sentándose en el sillón de enfrente.
—Esta noche has estado un poco dura.
—Tú también.
—Estoy intentando descubrir a un asesino. ¿Tú qué hacías?
Constance suspiró.
—Me sabe mal haber estado tan intratable. Pero después del monasterio, toda esta opulencia me resulta… descorazonadora.
Pendergast citó una antigua máxima budista:
—«Estar en el mundo, sin formar parte de él.»
—Preferiría estar en mi casa, leyendo un libro junto a la chimenea. Esto… —Constance señaló a su alrededor—. Es grotesco.
—No olvides que estamos trabajando.
Cambió de postura sin contestar, inquieta.
Durante las últimas semanas, aunque no lo dijese, Pendergast había observado un cambio en su pupila. La estancia en el monasterio había obrado milagros. Le alegraba ver que mantenía la disciplina del Chongg Ran en el camarote, se levantaba cada mañana a las cuatro para meditar durante una hora (también meditaba por la tarde) y no se excedía con la comida o la bebida. Lo más importante era que Constance ya no estaba apática y a la deriva. Desde la muerte del hermano de Pendergast nunca había estado tan centrada, relajada e interesada por su entorno. Aquella pequeña misión en común, aquel misterio sin resolver, le habían proporcionado una nueva meta. Pendergast tenía muchas esperanzas de que su pupila estuviese en vías de recuperarse después de los terribles acontecimientos de marzo y la operación en la clínica Feversham. Ya no necesitaba que la protegiera de los demás. De hecho, tras su agresiva exhibición durante la cena, Pendergast se preguntaba si no sería al revés.
—¿Qué te han parecido nuestros compañeros de mesa? —preguntó.
—No gran cosa, la verdad, excepto la señora Dahlberg, que tiene una autenticidad muy atractiva. Se la ve interesada por ti.
Pendergast inclinó la cabeza.
—No soy el único que ha causado sensación. —Señaló una mesita con un manuscrito de pocas páginas, cuyo título era Caravaggio: el enigma del chiaroscuro—. Veo que el doctor Brock no ha tardado en mandarte su monografía.
Constance frunció el entrecejo al mirar el libro.
—A pesar de sus limitaciones, sospecho que algunos de nuestros comensales podrán sernos útiles —añadió Pendergast—. Como el señor Mayles, claro ejemplo de hombre a quien nada pasa desapercibido.
Constance asintió. Se quedaron callados.
—Resumiendo —añadió ella finalmente, cambiando de tema—: el ladrón y asesino mató a Jordan Ambrose con una pistola de poco calibre, y después se ensañó gratuitamente con el cadáver.
—Sí.
—Lo que no me cuadra es el resto del modus operandi que describiste: que registrara escrupulosamente todos los bolsillos y limpiara meticulosamente todas las superficies.
—Exacto.
—No me consta ningún precedente en los casos que he leído.
—A mí tampoco, como no sea un caso muy singular del que me ocupé hace poco tiempo en Kansas.
Llamaron a la puerta. Pendergast se levantó para abrirla. Era la camarera.
—Pase —dijo el agente, con un gesto de la mano.
La camarera hizo una pequeña reverencia y entró. Era una mujer delgada y de mediana edad, con el pelo negro y los ojos del mismo color, hundidos.
—Disculpe, señor —dijo con un acento de Europa del Este—, quería saber si necesitan para algo a mí.
—No, gracias, de momento no.
—Gracias, señor. Volveré para abrir las camas.
Salió del camarote con otra pequeña reverencia.
Pendergast cerró la puerta y regresó al sofá.
—Bueno, ¿qué haremos esta noche? —preguntó Constance.
—Tenemos a nuestra disposición toda una gama de actividades de ocio para después de la cena. ¿Estás de humor para algo en particular?
—Se me había ocurrido el simulacro de evacuación.
—Muy graciosa. Aunque en realidad tenemos pendiente una tarea, prioritaria sobre cualquier otra cosa. —Pendergast señaló una larga lista impresa por ordenador, al lado de la carta de vinos—. En este barco hay dos mil setecientos pasajeros, y sólo disponemos de siete días para encontrar al asesino y recuperar el Agoyzen.
—¿Es la lista de pasajeros?
Asintió con la cabeza.
—Directamente de la base de datos del barco, con todas las profesiones, edades, sexos y horas de embarque. Ya te dije que la tripulación está descartada.
—¿Cómo la has conseguido?
—Muy fácil: he buscado a un técnico de mantenimiento informático de baja graduación y me he presentado como un auditor de la North Star que evalúa el rendimiento de la tripulación. Se ha dado una prisa en entregarme la lista… Ya he reducido bastante el número de posibles sospechosos.
Sacó un papel del bolsillo de su americana.
—Sigue.
Un dedo largo y blanco tocó la hoja.
—El asesinato fue cometido a las diez, y el taxi llegó al muelle a las doce y media de la noche; por lo tanto, el asesino tuvo que embarcar a partir de esa hora. Con eso ya podemos descartar mil cuatrocientos setenta y seis nombres.
El dedo volvió a tocar el papel.
—El asesino es un varón.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Constance, como si la suposición fuese una ofensa al género femenino.
—Por la botella de whisky. Un hombre como Ambrose habría elegido otra bebida en caso de esperar una visita femenina. También por el cuchillo, que atravesó limpiamente todo el cuerpo, más de un centímetro de moqueta y otro de contrachapado, lo que requiere mucha fuerza. Por último, Ambrose era un escalador en magnífica forma física, difícil de matar, lo cual da a entender que el asesino es fuerte, ágil, rápido… y varón.
—Argumento aceptado.
El dedo bajó por la hoja.
—Por las mismas razones, podemos delimitar la edad: más de veinte y menos de sesenta y cinco. En un barco como éste, lo último es muy útil. Por otro lado, no viaja en pareja. La brutalidad del crimen, el trayecto en taxi, el disfraz, embarcarse con el Agoyzen… Son actos propios de un hombre cuyos pasos no entorpece una esposa. Los aspectos psicopatológicos del asesinato, y el intenso placer que obtuvo de la violencia, son otros aspectos a favor de la hipótesis de la soltería. Un hombre soltero y de determinada edad: otros mil doce nombres eliminados. Lo cual nos deja con doscientos doce.
El dedo volvió a moverse.
—Todas las pruebas indican que Ambrose contactó con un coleccionista de renombre; tal vez no de antigüedades asiáticas, pero coleccionista al fin y al cabo. Alguien, además, que podría ser reconocido por la gente. Eso lo limita a veintiséis.
Pendergast miró a Constance.
—El asesino es listo. Ponte en su lugar. Tenía que embarcarse con una caja peculiar sin llamar la atención. Seguro que no lo hizo enseguida, con la caja en las manos. Quien lo hubiera visto se acordaría. Por otro lado, estaba manchado de sangre a causa del asesinato. Tenía que cambiarse de ropa y lavarse en algún lugar discreto. ¿Qué crees que haría?
—Ir a un hotel, lavarse, meter el Agoyzen en un baúl y embarcarse en el último momento, cuando más gente hubiera.
—Exacto. Es decir, hacia las nueve de esta mañana.
Constance sonrió irónicamente.
El dedo se separó del papel.
—Lo cual sólo nos deja ocho sospechosos: éstos. Observarás una curiosa coincidencia: dos de ellos estaban en nuestra mesa.
Pendergast deslizó la hoja hacia Constance, que leyó los nombres en voz alta:
LIONEL BROCK. Propietario de la galería Brock, calle Cincuenta y siete Oeste, Nueva York. Edad: cincuenta y dos. Destacado marchante en pintura impresionista y postimpresionista.
SCOTT BLACKBURN, ex presidente y director general de Gramnet. Edad: cuarenta y uno. Multimillonario de Silicon Valley. Colecciona arte asiático y pintura del siglo XX.
JASON LAMBE, director general de Agamemnon.com. Edad: cuarenta y dos. Magnate de la tecnología. Uno de los principales accionistas de su empresa es Blackburn. Colecciona porcelana china y grabados y pinturas japoneses.
TERRENCE CALDERÓN, director general de TeleMobileX Solutions. Edad: treinta y cuatro. Magnate de la tecnología, amigo de Blackburn. Colecciona antigüedades francesas.
EDWARD SMECKER, lord Cliveburgh, famoso ladrón de guante blanco. Edad: veinticuatro. Colecciona joyas antiguas, vajillas de oro y plata, relicarios y objets d’art.
CLAUDE DALLAS, estrella de cine. Edad: treinta y uno. Colecciona arte pop.
FELIX STRAGE, director del departamento de arte griego y romano del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Colecciona antigüedades griegas y romanas.
VICTOR DELACROIX, escritor y bon vivant. Edad: treinta y seis. Coleccionista ecléctico de arte.
Pendergast cogió un bolígrafo y tachó el último nombre.
—A éste podemos eliminarlo de buenas a primeras.
—¿Por qué?
—Durante la cena me fijé en que es zurdo. El asesino es diestro.
Constance le miró.
—Ya has eliminado a dos mil seiscientos noventa y tres sospechosos, y ni siquiera has recurrido a la inteligencia.
—Quizá sea más difícil eliminar a los siete últimos. A partir de ahora deberemos dividirnos si queremos vencer. —Le echó una mirada fugaz—. Yo me ocuparé de la investigación sobre cubierta, entre los pasajeros y los oficiales. Me gustaría que tú te encargases de la parte de la búsqueda que queda bajo cubierta.
—¿Bajo cubierta? ¿Para qué molestarnos, si no es nadie del personal de a bordo?
—El mejor lugar para oír rumores acerca de los pasajeros es bajo cubierta.
—Pero ¿por qué yo?
—Tienes más posibilidades de convencer al personal para que hable.
—¿Y qué tengo que buscar, exactamente?
—Cualquier cosa que intuyas que pueda ser útil, especialmente una caja. Una caja larga y de difícil manejo.
Constance hizo una pausa.
—¿Cómo me introduzco bajo cubierta?
—Ya encontrarás el modo. —Pendergast le tocó el hombro a guisa de advertencia—. Pero, Constance, debo advertirte de una cosa: no entiendo a este asesino, lo cual me preocupa… y debería preocuparte a ti.
Constance asintió.
—No actúes por iniciativa propia. Observa y ven a verme, ¿de acuerdo?
—Sí, Aloysius.
—Entonces, como suele decirse, que empiece la función. ¿Brindamos por la caza con un buen oporto añejo? —Pendergast volvió a coger la carta de vinos—. Tengo entendido que el Taylor del 55 está en su momento óptimo.
Constance hizo un gesto con la mano.
—Ahora mismo no estoy de humor para oportos, gracias, pero bebe tú.