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Para Roger Mayles, director de crucero del Britannia, una de las primeras y más importantes decisiones del viaje había sido en qué mesa cenar la Primera Noche. Siempre era una cuestión espinosa, muy espinosa, sobre todo al tratarse de la Primera Noche del viaje inaugural del mayor transatlántico del mundo.

Dificilísima cuestión, sin duda.

Como director de crucero, su trabajo no se limitaba a conocer los nombres y necesidades de todos los pasajeros. También tenía que alternar con ellos. Si desaparecía durante la cena, se llevarían la impresión de que no le importaban, y de que aquello era un simple trabajo.

Y no era un simple trabajo.

Pero ¿qué hacer con una lista de pasajeros de casi tres mil nombres, distribuidos en ocho comedores y tres turnos?

Era un auténtico rompecabezas. Primer paso, decidir el restaurante: el Oscar’s, el comedor temático sobre cine. Era una sala espectacular, art déco, con una pared compuesta íntegramente de cristal veneciano, frente a una cascada, todo ello iluminado por detrás. El susurro del agua estaba diseñado para aumentar el ruido blanco ambiente, con el curioso efecto de que se percibía menos ruido. De las otras tres paredes, dos eran de auténtico pan de oro, y la última de vidrio, con vistas a la oscuridad del mar. No era el restaurante más grande del barco (esa distinción le correspondía al King’s Arms, con sus tres opulentos niveles), pero sí el más elegante en su decoración.

Decidido; cenaría en el Oscar’s. Segundo turno, por supuesto. De los primeros turnos había que huir como de la peste, porque solían acudir los cretinos que, al margen de su riqueza, nunca habían conseguido quitarse la primitiva costumbre de cenar antes de las siete.

La siguiente cuestión era elegir la mesa. Naturalmente, sería una de las «formales», las más grandes y aquellas en las que los huéspedes —si lo pedían— aún podían cumplir con la anticuada tradición de los asientos asignados, para mezclarse con desconocidos, como en la época de oro de los transatlánticos. Rigurosa etiqueta, por descontado. Para la mayoría significaba corbata negra, pero en esta materia Mayles era muy maniático, y siempre se ponía esmoquin blanco.

Lo siguiente era elegir a los comensales. Roger Mayles era un hombre especial, con muchos prejuicios (y a menudo crueles, él mismo lo reconocía). Su lista de pasajeros a evitar era muy larga, empezando por los empresarios, cualquier persona que tuviese algo que ver con la bolsa, los texanos, los gordos, los dentistas y los cirujanos. Su lista de preferencias incluía a las actrices, la nobleza, las herederas, los presentadores de magazines de la tele, los auxiliares de vuelo, los mafiosos y lo que él llamaba «misterios» (gente difícil de encasillar), siempre y cuando fueran interesantes, muy ricos y pertenecieran a la élite.

Después de repasar muchas horas la lista de pasajeros, ya tenía lo que consideraba un grupo brillante para la Primera Noche. Organizar las mesas era algo que haría cada noche del viaje, por supuesto, pero aquélla era especial. Sería una cena memorable, con diversión más que garantizada; además, en alta mar Mayles siempre necesitaba diversiones, a causa del mayor de sus muchos secretos: que nunca había aprendido a nadar, y que le daba un miedo atroz el mar abierto.

Por eso llegó con tantas expectativas (y algo de inquietud, todo sea dicho) a la entrada revestida de pan de oro del Oscar’s, con su esmoquin Hickey Freeman de mil dólares comprado especialmente para el viaje. Se quedó en la puerta, para que todas las miradas se fijasen en lo bien que le sentaba el traje. Después sonrió elegantemente a toda la sala y se encaminó a la mesa presidencial.

A medida que llegaban los comensales, les dio la mano y les dedicó palabras llenas de calidez, acompañadas con gestos y florituras varios. Los últimos en llegar fueron los dos «misterios», un tal Aloysius Pendergast y su «pupila», denominación que a Mayles le evocaba todo tipo de ideas obscenas, a cual más deliciosa. La ficha de Pendergast le había intrigado por su absoluta falta de información. Era el pasajero que había logrado reservar una de las suites dúplex de popa (la Tudor, por cincuenta mil libras) en el último minuto, a pesar de que hiciera varios meses que estaba reservado todo el barco; y, no contento con ello, había retrasado casi una hora la partida. ¿Cómo lo había conseguido?

Francamente intrigante.

Aprovechó que se acercaba para mirarle por segunda vez, con más detenimiento; le gustó lo que veía. Era un hombre refinado, aristocrático y muy bien parecido. Llevaba un espléndido chaqué, con una orquídea en el ojal de la solapa. Lo más sorprendente era la palidez de su rostro, como si estuviese recuperándose de una enfermedad mortal, aunque en su cuerpo esbelto y en sus ojos grises había una dureza y una vitalidad que indicaban cualquier cosa menos endeblez física. Sus facciones tenían la perfección de una escultura de Praxíteles. Se movía entre la gente como un gato por una mesa engalanada.

Pero por atractivo que fuese Pendergast, aún lo era más su supuesta pupila. Se trataba de una auténtica belleza, pero de ningún modo vulgar o moderna; la suya era una hermosura prerrafaelita, idéntica a la Proserpina del famoso cuadro de Rossetti, pero con el pelo liso y una media melena un poco a los años veinte. Llevaba un traje de noche de Zac Posen que Mayles había admirado en una de las tiendas de la galería St. James’s, en la cubierta 6. El más caro. Resultaba interesante que se hubiera comprado a bordo el vestido para la Primera Noche en vez de elegir uno de su propio guardarropa.

Alteró a toda velocidad la distribución para sentarse al lado de Pendergast y enfrente de Constance. Al otro lado de Pendergast colocó a la señora Dahlberg, cuya inclusión en la lista se debía a haberse divorciado consecutivamente de dos lores ingleses, y haber acabado con un magnate estadounidense del sector cárnico que falleció pocos meses después del enlace, dejándola cien millones más rica. La imaginación febril de Mayles se había disparado. Sin embargo, al verla en persona le decepcionó no encontrar a la vulgar cazafortunas que se imaginaba.

A los demás los repartió como buenamente pudo: un baronet inglés elegantísimo con su esposa francesa, un marchante de arte impresionista, la cantante de los Suburban Lawnmowers y su novio, el escritor y bon vivant Victor Delacroix, y algunos más que esperó que compusieran una mesa brillante y divertida. Había pensado incluir a Braddock Wiley, una estrella de cine que se encontraba a bordo para el estreno mundial en pleno Atlántico de su última película, pero su carrera de actor estaba en decadencia, y al final había decidido que le invitaría la segunda noche.

A medida que indicaba sus asientos a los comensales, los fue presentando hábilmente para que no fuera necesaria una tanda de vulgares presentaciones cuando ya se hubiera sentado todo el mundo. Al poco rato ya estaban instalados, y llegó el primer plato: creps Romanoff. Mientras el camarero repartía los platos y servía el primer vino de la velada sólo se dijeron trivialidades.

Fue Mayles quien rompió el hielo.

—¿Detecto un acento de Nueva Orleans, señor Pendergast?

Se enorgullecía de su habilidad para hacer hablar hasta al menos conversador.

—Muy perspicaz —contestó Pendergast—. Por mi parte, ¿detecto un toque de Far Rockaway, Queens, detrás de su acento inglés?

Mayles notó entonces que su sonrisa se tensaba. ¿Cómo podía saberlo?

—No se inquiete, señor Mayles, entre otras cosas he hecho un estudio sobre acentos. Lo encuentro útil para mi trabajo.

—Ah, ya… —Mayles bebió un poco de Vernaccia para disimular su sorpresa, y cambió rápidamente de asunto—. ¿Es lingüista?

En los ojos grises de Pendergast pareció insinuarse cierto regocijo.

—En absoluto. Investigo cosas.

Mayles se llevó la segunda sorpresa de la cena.

—¡Qué interesante! ¿Como Sherlock Holmes?

—Más o menos.

Se le pasó por la cabeza una idea bastante desagradable.

—¿Y en este momento está… investigando?

—Bravo, señor Mayles.

Algunos de los otros comensales les estaban escuchando. Mayles no supo qué decir. Notó una punzada de nerviosismo.

—Ah —dijo, con una risa frívola—, pues yo sé quién ha sido: el coronel Mostaza, en la cocina. Con el candelabro.

Mientras los demás se reían educadamente, volvió a encauzar la conversación por derroteros que no le incomodasen.

—Señorita Greene, ¿conoce el cuadro Proserpina, de Rossetti?

La joven posó en él su mirada, provocándole un escalofrío de inquietud. Sus ojos tenían algo francamente extraño.

—Sí, lo conozco.

—Le veo un gran parecido con la mujer del cuadro.

Ella siguió mirándole.

—¿Debo considerar un elogio que se me compare con la amante del señor del inframundo?

La extraña respuesta, junto con su intensidad (y la voz resonante, como de otra época, de la joven), desconcertaron a Mayles; sin embargo, era todo un experto en capear cualquier contratiempo en la conversación, y no tardó en dar con la respuesta adecuada.

—Plutón se enamoró de ella por su belleza y su vitalidad, cualidades que también tiene usted.

—Y como consecuencia, Plutón la raptó y la arrastró al infierno, para que fuera su amante.

—¡Los hay con suerte!

Mayles miró a su alrededor, y vio que su pequeño bon mot era acogido con sinceras risas; hasta la propia señorita Greene sonreía, observó con alivio.

El siguiente en hablar fue el marchante, Lionel Brock.

—¡Sí, sí, yo conozco bien ese cuadro! Creo que está en la Tate.

Mayles le miró con gratitud.

—Sí.

—Una obra más bien vulgar, como todas las prerrafaelitas. La modelo era Jane Morris, la mujer del mejor amigo de Rossetti. Pintarla fue el preludio para seducirla.

—Para seducirla —dijo la señorita Greene, posando en Mayles sus extraños ojos verdes—. ¿Usted ha seducido alguna vez, señor Mayles? Ser director de un transatlántico de lujo debe de proporcionar muchas posibilidades.

—Tengo mis pequeños secretos —dijo él, con otra risa frívola.

Había sido una pregunta más hiriente de lo que estaba acostumbrado. Dudó que volviera a sentar a su mesa a la señorita Greene.

Lejos parezco de mí misma, y lanzo extraños pensamientos, atenta a una señal —recitó ella.

Se hizo un silencio general.

—¡Qué bonito! —dijo la heredera del carnicero, la señora Emily Dahlberg, en su primera intervención.

Destacaba por su aspecto aristocrático. Llevaba un vestido de noche, muchas joyas antiguas, y se conservaba muy bien para su edad. A Mayles le pareció idéntica a la baronesa Von Schräder de Sonrisas y lágrimas, incluso en su forma de hablar.

—Rossetti —dijo Greene—. El poema que escribió sobre Proserpina.

Brock la miró con sus ojos grises.

—¿Es usted historiadora del arte?

—No —contestó ella—. Soy una pedante y una oscurantista.

Brock se rió.

—A mí me parecen encantadores los pedantes y los oscurantistas.

—¿Usted también es pedante, doctor Brock?

—Pues… —Se rió para no contestar—. Supongo que algunos dirían que sí. He traído ejemplares de mi última monografía sobre Caravaggio. Le haré llegar uno a su camarote, y así decidirá usted misma.

La llegada de un hombre distinguido, con uniforme y pelo gris, creó un silencio general. Era delgado, estaba en buena forma física, y sus ojos azules brillaban debajo de la gorra.

—Bienvenidos —dijo.

Todos le saludaron.

—¿Cómo va todo, Roger?

—Viento en popa, Gordon, por decirlo de alguna manera.

—Con su permiso, me presentaré —dijo el recién llegado a la mesa en general, obsequiándoles con una sonrisa encantadora—. Me llamo Gordon LeSeur y soy el primer oficial del Britannia.

Tenía un acento de Liverpool encantador.

Corrió por la mesa un murmullo de presentaciones.

—Si quieren saber algo del barco, pregúntenmelo a mí. —Volvió a sonreír—. ¿Qué tal la cena?

Todo el mundo le aseguró que era excelente.

—¡Perfecto! Prometo que les cuidaremos bien.

—Me gustaría saber una cosa —dijo la señora Dahlberg—. Dicen que el Britannia es el crucero más grande del mundo. ¿Cuánto más grande que el Queen Mary 2?

—Quince mil toneladas más de peso, diez metros más de eslora, diez por ciento más de velocidad y el doble de bonito. Pero permítame que la corrija en un aspecto, señora Dahlberg: no somos un barco de crucero. Somos un transatlántico.

—No sabía que hubiera alguna diferencia.

—¡Como de la noche al día! El sentido de un crucero como barco es el crucero en sí, mientras que la función de un transatlántico es transportar a personas siguiendo un horario. El «B» tiene mucho más calado y un casco más afilado que los cruceros, y puede alcanzar velocidades considerables: más de treinta nudos, lo que equivaldría a más de cincuenta y cinco kilómetros por hora. El casco debe ser mucho más resistente que los de los cruceros, poder soportar las inclemencias y navegar por mar abierto en cualquier condición climática. Piense que los cruceros huyen de las tormentas, mientras que nosotros no nos desviamos; nosotros nos metemos de cabeza.

—¿De verdad? —preguntó la señora Dahlberg—. ¿Podríamos encontrarnos con una tormenta?

—Si no se equivocan las previsiones meteorológicas, encontraremos una con seguridad, no muy lejos de los Grand Banks de Terranova. —El primer oficial les tranquilizó con una sonrisa—. No se preocupen, será muy divertido.

Tras despedirse de los comensales, se acercó a una de las mesas de al lado, infestada de ruidosos magnates de internet. Mayles agradeció que interrumpiesen un rato sus rebuznos mientras el primer oficial les soltaba el mismo rollo.

—El mejor primer oficial de toda la flota —dijo—. Tenemos suerte de que viaje con nosotros.

Siempre repetía lo mismo, aunque a decir verdad LeSeur era un buen tipo, nada que ver con el típico primer oficial arrogante, creído y resentido por no ser capitán.

—Es como un Paul McCartney canoso —aseveró Lionel Brock—. No serán parientes, ¿verdad?

—Es por el acento —dijo Mayles—. Ya me lo habían comentado otras personas. —Guiñó un ojo—. Pero a él no se lo diga, lamento informarle que nuestro primer oficial no es muy fan de los Beatles.

Mientras tanto ya había llegado el segundo plato, junto con un nuevo vino. El volumen de conversaciones simultáneas aumentó. Mayles tenía el radar conectado, y era capaz de escuchar varias conversaciones a la vez mientras hablaba. Un talento muy útil.

La señora Dahlberg se había vuelto hacia Pendergast.

—Su pupila es una joven muy interesante.

—Sí, mucho.

—¿Qué estudios tiene?

—Es autodidacta.

A Mayles le llamó la atención una risotada en la mesa contigua. Era Scott Blackburn, el niño prodigio del ciberespacio, acompañado de sus dos aduladores y de sus respectivos séquitos, todos con camisas hawaianas, pantalones de sport y sandalias, saltándose las normas del barco y las tradiciones indumentarias de la Primera Noche. Se estremeció. Parecía que en cada viaje tuviera que haber como mínimo un grupo de empresarios ricos y ruidosos. Siempre había que estar pendientes de ellos. Según las fichas, Blackburn y su grupo venían de una gira vinícola por la región de Burdeos, donde se habían gastado varios millones de dólares creando nuevas bodegas. Eran exigentes y excéntricos, como tantos milmillonarios; Blackburn había insistido en redecorar su suite (carísima) con sus propios cuadros, antigüedades y muebles, ¡para siete días de viaje!

La señora Dahlberg seguía conversando con Pendergast.

—Y ¿cómo llegó a ser su pupila?

La señorita Greene la interrumpió.

—Mi primer tutor, el doctor Leng, me encontró huérfana y abandonada por las calles de Nueva York.

—¡Madre de Dios! No sabía que hoy en día aún pasaran esas cosas.

—Cuando el doctor Leng fue asesinado, Aloysius, que era pariente suyo, me acogió.

La palabra «asesinado» flotó un buen rato en el aire.

—Qué tragedia —dijo Mayles—. Cuánto lo siento.

—Sí, es una historia trágica. ¿Verdad, Aloysius?

Mayles percibió cierta dureza en su voz. Algo ocurría. La gente era como los icebergs: lo importante, sobre todo lo desagradable, estaba sumergido.

La señora Dahlberg sonrió afectuosamente a Pendergast.

—Me ha parecido oír que es investigador privado.

«Oh, no —pensó Mayles—. Otra vez no.»

—En este momento sí.

—¿Qué ha dicho que investigaba?

—Lo siento, pero no creo haberlo dicho.

—¿Investigar? —dijo Brock, el marchante, con una expresión de alarma.

Al parecer no había oído la conversación anterior.

—Deliciosamente misterioso. —Dahlberg sonrió y puso una mano sobre la de Pendergast—. Me encantan los buenos misterios. ¿Usted lee novelas policíacas, señor Pendergast?

—Nunca leo novelas. Me parecen ridículas.

Dahlberg rió.

—Pues a mí me encantan, y tengo la impresión de que el Britannia sería el marco perfecto para un asesinato, señor Pendergast. —Se volvió hacia Mayles—. ¿A usted qué le parece, señor Mayles?

—Nada mejor que un buen asesinato, siempre y cuando nadie sufra ningún daño.

Su ingenio fue acogido con risas. Una vez más, se enorgulleció de su habilidad para mantener las conversaciones en un tono simpático y superficial, que era donde la etiqueta requería que permaneciesen.

Pendergast se inclinó.

—No puedo prometerle un asesinato durante la travesía —dijo con una voz almibarada—, pero le digo una cosa: hay un asesino a bordo.