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El taxi negro de Londres iba por la autopista M3 a ciento cuarenta kilómetros por hora, adelantando coches y camiones que se volvían borrosos por la velocidad. A lo lejos se veía la torre cuadrada de color crema de la catedral de Winchester, en medio de una selva de grises paisajes urbanos.

En el asiento trasero iban Constance y Pendergast, que echó un vistazo a su reloj.

—Tenemos que estar en el puerto de Southampton dentro de un cuarto de hora —dijo al taxista.

—Imposible.

—Le tengo reservadas otras cincuenta libras.

—El dinero no hará que el coche vuele —dijo el taxista.

Aun así aceleró todavía más, haciendo chirriar los neumáticos al meterse por la rampa de conexión con la A335 en dirección sur. Rápidamente, los alrededores de Winchester dejaron paso a campos. Compton, Shawford y Otterbourne pasaron como exhalaciones.

—Aunque llegáramos al barco —dijo Constance, saliendo de su mutismo—, ¿cómo embarcaríamos? Esta mañana he leído en Le Monde que todos los camarotes están reservados desde hace meses. Dicen que es el viaje inaugural más codiciado desde el Titanic.

Pendergast se estremeció.

—Una comparación bastante desafortunada. Resulta que ya he conseguido un alojamiento bastante aceptable para los dos: la suite Tudor, un dúplex en la popa del barco. Dispone de un tercer dormitorio que podremos usar como despacho.

—¿Cómo lo has conseguido?

—La habían reservado unos tales señores Prothero de Perth, Australia, que no han tenido ningún inconveniente en cambiar los billetes por una suite todavía mayor en el crucero por todo el mundo del Britannia del otoño que viene, más una módica suma.

Pendergast se permitió el lujo de sonreír un poco.

El taxi se lanzó por el enlace con la M27, hasta que quedó frenado por el intenso tráfico en dirección a Southampton. Cruzaron una zona industrial bastante deprimente, seguida por hileras e hileras de casas adosadas de ladrillo, cada vez más cerca del laberinto de calles del casco viejo. Giraron a la izquierda por Marsh Lane, y justo después a la derecha por Terminus Terrace, en un hábil eslalon por el tráfico. Las aceras estaban llenas de gente, la mayoría con cámaras. Delante se oían gritos y aplausos.

—Dime una cosa, Constance, ¿qué has descubierto para que hayas salido tan precipitadamente del monasterio?

—Te lo diré en pocas palabras. —Constance bajó la voz—. Me tomé a pecho tu petición. Investigué.

Pendergast también habló más bajo.

—¿Y cómo se «investiga» en un monasterio tibetano?

Constance reprimió una sonrisa lúgubre.

—Siendo atrevida.

—¿Es decir?

—Me introduje en el monasterio interior y planté cara a los monjes.

—Ya.

—Era la única manera, pero… lo curioso es que parecía que me esperasen.

—Sigue.

—Estuvieron sorprendentemente comunicativos.

—¿En serio?

—Sí, pero no sé muy bien por qué. Los monjes del monasterio interior no saben qué es el objeto, ni quién lo hizo. En eso el lama Thubten fue sincero. Lo trajo de la India un santón, para que lo guardasen y lo protegiesen en el alto Himalaya.

—¿Qué más?

Constance vaciló.

—Lo que no te contaron los monjes es que saben para qué sirve el Agoyzen.

—¿Para qué?

—Al parecer es un instrumento para vengarse del mundo. Limpiarlo, dijeron.

—¿Te dieron alguna indicación sobre la forma que podría tomar esa «venganza», esa «limpieza»?

—No tenían ni idea.

—¿Cuándo se producirá?

—Cuando la tierra se ahogue en egoísmo, avaricia y maldad.

—¡Qué suerte! Entonces el mundo no tiene nada que temer —dijo Pendergast con ironía.

—Según el monje más locuaz, ellos no pretendían dejarlo suelto. Eran sus custodios, y tenían la misión de impedir que escapara prematuramente.

Pendergast reflexionó un momento.

—Por lo visto hay uno de sus hermanos que no está de acuerdo.

—¿Qué quieres decir?

Se volvió hacia ella, con sus ojos grises iluminados.

—Sospecho que algún monje llegó a la conclusión de que la tierra ya estaba madura para que la limpiasen, y que se conchabó con Jordan Ambrose para robar el Agoyzen, con el objetivo de desatarlo contra el mundo.

—¿Por qué lo crees?

—Está clarísimo. El Agoyzen estaba extraordinariamente bien protegido. Yo estuve más de un año en el monasterio y no supe que existía. ¿Cómo es posible que un visitante fortuito, un simple escalador que ni siquiera iba allí a estudiar, consiguiera encontrarlo y robarlo? Sólo podía ocurrir si uno o más monjes querían que lo robasen. El lama Thubten me dijo que estaba seguro de que ninguno de los monjes tenía el objeto en su poder, pero eso no significa que un monje no ayudara a alguien de fuera a robarlo.

—Pero si el objeto es tan terrible como dicen… ¿qué tipo de persona querría desencadenarlo?

—Interesante pregunta. Cuando volvamos al monasterio con el Agoyzen, deberemos descubrir al monje culpable y planteárselo directamente. —Pendergast pensó un instante—. Es curioso que los monjes no optasen por lo más sencillo: destruirlo, quemarlo…

—Es lo último que pregunté, y se asustaron mucho. Dijeron que no podían.

—Interesante… Pero en fin, a lo nuestro: el primer paso será obtener la lista de pasajeros, con la hora de embarque.

—¿Crees que el asesino es un pasajero?

—Casi con absoluta certeza. La tripulación y el personal de a bordo debían presentarse en el barco mucho antes de la hora de la muerte de Ambrose. Me parece significativo que se disfrazara con una venda ensangrentada antes de ir a ver a Ambrose.

—¿Por qué? Se disfrazó para que no lo relacionaran con el crimen.

—Dudo que llegase al hotel con la intención de asesinar a nadie. No, Constance. El asesino se disfrazó antes de saber qué le ofrecía Ambrose, lo cual parece indicar que es una persona conocida y reconocible, y por ello quiere pasar inadvertida.

El taxi frenó al pie del Muelle de la Reina, interrumpiendo la conversación. Pendergast saltó del coche, seguido por Constance. Tenían a la izquierda el edificio de aduanas y embarque, y a la derecha una multitud de curiosos, amigos, parientes, cámaras y gente de los medios de comunicación. Todo el mundo agitaba banderas británicas, tiraba confeti y gritaba. Una banda de música se sumaba al barullo general.

Por encima de todo ello se elevaba el Britannia, que reducía a la insignificancia no sólo el muelle, sino toda la ciudad, con un casco negro rematado por una superestructura blanca como la nieve, de más de doce puentes, reluciente de vidrios, balcones y adornos de caoba. Constance jamás habría imaginado que existiera una embarcación tan grande y majestuosa; su volumen dejaba en la sombra a todo un barrio (Platform Road, el edificio de Banana Wharf y el puerto deportivo de Ocean Village).

Pero la sombra se movía. Ya sonaban las sirenas. Los trabajadores del muelle se habían apresurado en desatar los cabos y retirado la pasarela de embarque. En lo más alto, cientos de personas hacían fotos, tiraban serpentinas y se despedían con la mano desde la borda o desde alguno de los numerosos balcones. Tras un último toque de sirena, que hizo que temblara todo, el Britannia empezó a separarse lenta, poderosa e inexorablemente del muelle.

—Lo siento mucho, jefe —dijo el taxista—. Lo he intentado, pero…

—Saque el equipaje —le interrumpió Pendergast.

Se internó corriendo en la multitud de curiosos, hacia un control de seguridad. Constance vio que se paraba el tiempo justo para enseñar su placa al policía. Después volvió a correr, dejando atrás la banda de música y las cámaras. Iba hacia un andamio cubierto de banderitas, sobre el que se apretujaba un nutrido grupo de autoridades y directivos de la North Star (o eso supuso Constance). Ya empezaban a dispersarse. Varios hombres con traje oscuro se estaban dando la mano, mientras bajaban del andamio.

Pendergast cruzó el mar de funcionarios de menor graduación que rodeaban el andamio, rumbo al hombre que ocupaba el centro: un individuo corpulento, con bastón de ébano y un clavel blanco en su chaleco gris perla. Todos a su alrededor le estaban felicitando, y no disimuló su desconcierto ante la irrupción intempestiva del agente. Primero le escuchó, con una mezcla de impaciencia e irritación en el rostro. Después frunció el entrecejo y empezó a sacudir furiosamente la cabeza. En vista de que Pendergast seguía hablando con urgencia, el hombre, con la cara congestionada, se irguió y empezó a gesticular, señalando el barco y a Pendergast. Empezó a llegar personal de seguridad, hasta que ya no se vio ni a Pendergast ni al hombre del clavel.

Constance esperó al lado del taxi; el taxista no se había molestado en bajar el equipaje, aunque no le sorprendió, porque la enorme masa del Britannia seguía deslizándose en paralelo al muelle, cada vez menos despacio. Ya no pararía hasta llegar a Nueva York, tras siete días y seis noches de travesía.

Volvió a sonar la sirena del barco, y de repente brotaron grandes chorros de agua de la proa. Constance frunció el entrecejo. Parecía que la nave estuviese reduciendo la velocidad. Se volvió hacia el último sitio donde había visto a Pendergast, y ahí estaba: al lado del hombre del clavel, que hablaba por un teléfono móvil. Ahora ya no tenía la cara roja, sino morada.

Volvió a mirar el barco. No, no era una ilusión: los propulsores de proa del barco habían cambiado de sentido, y el Britannia regresaba despacio hacia el muelle. Tuvo la impresión de que los gritos ensordecedores que la rodeaban disminuían un poco, inversamente a la perplejidad general, que aumentaba.

—Madre mía… —murmuró el taxista.

Fue al maletero, lo abrió y empezó a sacar el equipaje.

Pendergast hizo señas a Constance de que se reuniese con él en el control de seguridad. Constance se abrió paso entre la multitud, seguida de cerca por el taxista. En el muelle, los trabajadores se estaban apresurando a tender de nuevo la pasarela inferior de embarque. La música se apagó un poco, pero sólo hasta que la banda atacó las notas con nuevos ánimos.

Otro toque de sirena, mientras la pasarela volvía a su posición contra el negro flanco del barco. Pendergast hizo pasar a Constance por el puesto de control y atravesaron rápidamente el embarcadero.

—No es necesario darse prisa, Constance —dijo él, cogiéndole ligeramente el brazo, para que caminase con normalidad—. Ya puestos, disfrutemos del momento; me refiero a hacer esperar al transatlántico más grande del mundo, sin olvidar a sus más de cuatro mil pasajeros y tripulantes.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó ella al poner el pie en la pasarela.

—El señor Elliott, máximo directivo de la North Star Line, es muy amigo mío.

—¿En serio? —preguntó ella, sin acabar de creérselo.

—Bueno, hace diez minutos tal vez no lo era, pero ahora sí, te lo aseguro. Nos conocemos desde hace poco; sin embargo, ahora siente todo el calor de mi amistad. Mucho calor.

—Pero ¿retrasar la partida? ¿Conseguir que vuelva el barco al muelle…?

—En cuanto le he explicado cuánto ganaría dejándonos embarcar (y cuánto perdería personalmente en caso contrario), el señor Elliott se ha vuelto de lo más servicial. —Pendergast echó un vistazo al barco y volvió a sonreír—. ¿Sabes, Constance? Dentro de lo que cabe, creo que este viaje será tolerable. Quizás hasta agradable.