8

La lluvia caída hacía poco había abrillantado las calles de Croydon, un triste distrito comercial al sur de Londres. Eran las dos de la madrugada. Aloysius Pendergast estaba en la esquina de Cairo New Road y Tamworth. Por la A23, los coches circulaban a toda velocidad. Un tren de la línea Londres-Southampton pasó como un relámpago. En la esquina de la manzana había un hotel de los años setenta, feo, con manchas de hollín y humedad en la fachada de hormigón. Pendergast se caló el sombrero, se apretó el nudo de la corbata Burberry, se puso bajo el brazo la bolsa de cazador Chapman y caminó hacia la puerta acristalada de la entrada del hotel. Estaba cerrada. Llamó al timbre. Poco después se oyó el zumbido de apertura.

Entró en una recepción muy iluminada, que olía a cebolla y humo de cigarrillo. El suelo era moqueta de poliéster, azul y dorada, con manchas, y el papel de la pared tenía un diseño dorado con textura resistente al agua. Se oía una versión de Strawberry Fields Forever de hilo musical. La mesa del recepcionista (un hombre melenudo, con el pelo algo aplastado en un lado de la cabeza, que le vio llegar con desgana) estaba en un lado.

—Una habitación, por favor.

Pendergast llevaba el cuello subido, y su postura casi impedía verle la cara. Habló en tono gruñón y acento de los Midlands.

—¿Nombre?

—Crowther.

El recepcionista deslizó una tarjeta sobre la mesa. Pendergast la rellenó con un nombre y una dirección falsos.

—¿Modo de pago?

Sacó del bolsillo un fajo de billetes y pagó en efectivo.

El recepcionista le miró por encima.

—¿Equipaje?

—Me lo ha extraviado la jodida compañía aérea.

Le dio una llave de las de tarjeta y se fue por el fondo, seguramente para seguir durmiendo. Pendergast cogió la tarjeta y fue hacia los ascensores.

Subió a su piso (el tercero), pero no bajó del ascensor. Después de que se cerraran las puertas, se quedó dentro, sin cambiar de planta. Abrió la bolsa, sacó un pequeño lector de tarjetas magnéticas, pasó por él la de su habitación y leyó los resultados de la pantalla LCD. Después de un rato tecleó unos números, volvió a pasar despacio la tarjeta por el lector y guardó el aparato dentro de la bolsa. A continuación pulsó el botón de la séptima planta y esperó a que el ascensor subiera.

Las puertas se abrieron a un pasillo fuertemente iluminado con tubos fluorescentes. Estaba vacío, con puertas a ambos lados, y había la misma moqueta azul y oro que en el resto del edificio. Pendergast bajó del ascensor, caminó deprisa hacia la habitación 714 y se paró a escuchar. Dentro no se oía nada. La luz estaba apagada.

Insertó la tarjeta. La puerta se entreabrió con un pitido, a la vez que se encendía una luz azul. La abrió despacio, y la cerró nada más entrar.

Con algo de suerte encontraría la caja sin problemas y se iría sin despertar al huésped de la habitación, pero estaba inquieto. Había hecho algunas averiguaciones sobre Jordan Ambrose. Era de una familia de clase media alta de Boulder, Colorado. Experto en snowboard, alpinismo y mountain bike, había dejado la universidad para escalar las Siete Cumbres, algo de lo que sólo podían presumir doscientas personas en todo el mundo; pretendía coronar la cima más alta de cada uno de los siete continentes, hazaña que a Ambrose le había llevado cuatro años. Después de eso se había dedicado profesionalmente al montañismo. Había dirigido expediciones muy lucrativas al Everest, al K-2 y a las Tres Hermanas. En invierno ganaba dinero rodando acrobacias en snowboard y haciendo promociones. La expedición al Dhaulagiri había sido un intento muy bien organizado y financiado de escalar la cara oeste —todavía virgen— de la montaña, una de las últimas escaladas épicas que quedaban en el mundo: tres mil seiscientos vertiginosos metros de pared casi vertical, compuesta de roca podrida y hielo, y expuesta a aludes, vientos huracanados y cambios bruscos de temperatura —de hasta más de treinta grados— del día a la noche. Ya habían muerto en el intento treinta y dos escaladores. El grupo de Ambrose sumaría cinco bajas más a la lista. Ni siquiera habían llegado hasta la mitad.

Lo increíble era que Ambrose hubiera sobrevivido. Y que llegara al monasterio era prácticamente un milagro.

Desde entonces, desde su paso por el monasterio, todo lo que había hecho parecía impropio de él, empezando por el robo. Jordan Ambrose no necesitaba dinero. De hecho hasta entonces no le había interesado casi nada. Tampoco era coleccionista. No le interesaban ni el budismo ni ningún tipo de vía espiritual. Siempre había sido una persona honrada y muy inteligente, entregada (por no decir obsesionada) al alpinismo.

¿Por qué había robado el Agoyzen? ¿Por qué lo arrastraba por toda Europa, no para venderlo, sino en busca de un socio, o algo por el estilo? ¿Cuál era el objetivo de esa «asociación»? ¿Por qué se negaba sistemáticamente a enseñar el objeto? ¿Y por qué no había hecho ni siquiera el esfuerzo de ponerse en contacto con las familias de los cinco escaladores muertos (todos grandes amigos suyos), algo totalmente contrario a la ética del alpinismo?

Todos los actos de Jordan Ambrose a partir de su estancia en el monasterio parecían de otra persona, lo cual inquietaba profundamente a Pendergast.

Cruzó el vestíbulo, y nada más girar hacia la habitación oscura reconoció el olor a herrumbre de la sangre. La luz cruda que entraba desde la autopista le permitió ver un cuerpo en el suelo.

Sintió rabia, y una gran consternación. Adiós a sus esperanzas de una solución fácil.

Con el impermeable bien ceñido, y el sombrero en la cabeza, acercó los dedos al interruptor y lo encendió sin quitarse los guantes.

Era Jordan Ambrose.

Le consternó aún más ver el estado del cadáver. Estaba tendido de espaldas, con los brazos extendidos y la boca abierta, y los ojos azules mirando fijamente al techo. En el centro de la frente había un pequeño agujero de bala, con quemaduras y restos de pólvora, señal de que le habían disparado a bocajarro con una pistola del calibre veintidós. No había orificio de salida. La bala había rebotado en el interior del cráneo, lo que sin duda había provocado una muerte inmediata. Sin embargo, lejos de conformarse con matar, el asesino parecía haberse ensañado en una orgía totalmente gratuita de cuchilladas al cadáver. Aquellos pinchazos, cortes y tajos delataban una psicología anormal. Ni siquiera era la de un asesino habitual.

Tras un rápido registro de la habitación, Pendergast comprobó que el Agoyzen ya no estaba en ella.

Volvió junto al cadáver. Las brutales cuchilladas post mórtem habían dejado la ropa hecha jirones, pero los bolsillos, parcialmente vueltos del revés, indicaban que el asesino había registrado el cadáver antes de entregarse a su sangriento frenesí. Tocando lo menos posible el cadáver, extrajo del bolsillo trasero la cartera de la víctima y la abrió. Estaba llena de dinero. No lo habían robado. Supuso que si habían registrado a Ambrose era para comprobar que no escribiese nada acerca de la cita fatal.

Guardó la cartera en la bolsa y se apartó del cadáver para realizar otro examen de la habitación, fijándose en todos los detalles. Observó las manchas de sangre, las señales en la moqueta y la cama y las salpicaduras en la maleta.

Ambrose iba bien vestido, con traje y corbata, como si esperase una visita de cierta importancia. La habitación estaba ordenada, la cama bien hecha, y los artículos de tocador alineados encima del lavabo. Sobre una mesa había una botella de whisky recién abierta, y dos vasos casi llenos. Examinó la condensación de los vasos y probó el whisky con el dedo para calcular la cantidad de hielo derretido. Basándose en la dilución del whisky, y en la temperatura de los vasos, estimó que se habían servido hacía cuatro o cinco horas. Estaban limpios, sin huellas dactilares.

Volvió a llamarle la atención el extraño comportamiento del asesino.

Dejó la bolsa encima de la cama, sacó unos tubos de ensayo y unas pinzas y se arrodilló para tomar muestras de sangre, fibras y pelo. Repitió la operación en el cuarto de baño, por si lo había usado el visitante, pero éste había sido cauteloso; una habitación de hotel barata y limpiada por encima era uno de los peores lugares para recoger pruebas forenses. A pesar de todo, registró a fondo hasta el último rincón, buscando huellas en los pomos de las puertas y en otras superficies (incluso debajo de la mesa de formica). Resultó que las habían limpiado todas. En el rincón más próximo a la puerta había una mancha de humedad, señal de que alguien había dejado un paraguas, y se lo había llevado después de que goteara un rato.

La lluvia había empezado a las nueve, y había parado a las once.

Se arrodilló otra vez al lado del cadáver y deslizó la mano por el interior del traje para comprobar la temperatura de la piel. Basándose en la temperatura corporal, la prueba de los vasos y el horario de la lluvia, la muerte se había producido hacia las diez.

Giró cuidadosamente el cadáver. Debajo, en la moqueta, se veían las marcas de las cuchilladas que habían atravesado el cuerpo. Sacó un cuchillo y recortó un cuadrado de moqueta. Lo levantó y examinó las marcas en el contrachapado, introduciendo la punta del cuchillo. Eran considerablemente profundas.

Desde la puerta, sometió la habitación a un último examen visual. No había nada más reseñable. A grandes rasgos, lo ocurrido estaba claro: el asesino había llegado a las diez para una cita; había dejado el paraguas mojado en un rincón y el impermeable húmedo sobre una silla; Ambrose había servido dos whiskies de una botella comprada para la ocasión; el asesino había sacado una Magnum del calibre veintidós, había encañonado la cabeza de Ambrose y le había disparado una bala en el cerebro. A continuación había registrado el cadáver y la habitación, antes de apuñalar salvaje y absurdamente a la víctima. Por último, y según todos los indicios, conservando la calma, había limpiado la habitación y se había llevado el Agoyzen.

Un comportamiento totalmente inusual según las pautas de la mayoría de los asesinos.

En el hotel no descubrirían el cadáver hasta la hora en la que Ambrose debería dejar la habitación, o más tarde. Había tiempo de sobra para irse muy lejos.

Salió de la habitación, tras apagar la luz, y bajó a la recepción en ascensor. Llamó varias veces al timbre. Tras una larga espera, el recepcionista salió cansinamente del fondo, con el pelo aún más aplastado que antes.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Soy amigo de Jordan Ambrose, que está registrado en la habitación 714.

Se rascó las costillas huesudas a través de la camiseta.

—¿Y?

—Ha venido alguien a verle hacia las diez. ¿Se acuerda de quién era?

—Lo difícil sería que lo olvidase. Llegó hacia las diez diciendo que estaba citado con el huésped de la 714.

—¿Qué aspecto tenía?

—Un ojo tapado con una venda manchada de sangre. Llevaba gorro e impermeable, por la lluvia. Ni me fijé en nada más ni tuve ganas de fijarme.

—¿Altura?

—Pues… la normal.

—¿Voz?

Se encogió de hombros.

—Creo que era americano. Bastante aguda. Suave. No dijo gran cosa.

—¿Cuándo se fue?

—No le vi marcharse. Yo estaba al fondo, con el papeleo.

—¿No pidió un taxi?

—No.

—Describa la ropa que llevaba.

—Un impermeable como el de usted. Los pies no se los vi.

—¿Llegó en coche o en taxi?

El recepcionista se encogió de hombros, y volvió a rascarse.

—Gracias —dijo Pendergast—. Voy a salir unas horas. Llámeme a un taxi de la compañía con la que suelan trabajar, por favor.

El recepcionista hizo una llamada telefónica.

—Cuando vuelva, llame al timbre —dijo por encima del hombro, mientras volvía a su «papeleo».

Pendergast esperó fuera. El taxi apareció en pocos minutos. Subió.

—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.

Pendergast sacó un billete de cien libras.

—De momento a ninguna parte. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

—¿Es poli?

—No, detective privado.

—Un Sherlock Holmes, ¿eh? —Volvió su cara roja, entusiasmado, y cogió el billete—. Gracias.

—Hacia las diez y cuarto o las diez y media de esta noche ha salido un hombre del hotel, probablemente en uno de sus taxis. Tengo que localizar al taxista.

—Vale.

Cogió la radio del salpicadero. Después de hablar durante unos minutos, pulsó un botón y entregó el micro a Pendergast.

—Ya puede hablar con la persona que busca.

Pendergast lo cogió.

—¿Es usted quien ha recogido a un cliente delante del hotel Buckinghamshire Gardens esta noche alrededor de las diez y veinte?

—Yo mismo —contestó una voz ronca, con fuerte acento cockney.

—¿Dónde está? ¿Podemos vernos?

—Volviendo de Southampton por la M3.

—Ajá. ¿Podría describirme la carrera?

—Pues mire, jefe, la verdad es que daba un poco de reparo; llevaba un ojo tapado con un parche, y le salía sangre. No es que me fijara mucho más. Me entiende, ¿verdad?

—¿Llevaba algo?

—Una caja grande y larga de cartón.

—¿Algún acento?

—Americano, del sur, o algo así.

—¿Podría ser una mujer disfrazada?

Se oyó una risa bronca.

—Con la de mariquitas que corren hoy en día, supongo que nada es imposible.

—¿Le dijo su nombre, o pagó con tarjeta?

—Pagó en efectivo, y no abrió la boca en todo el camino. Después de decirme adónde iba, claro…

—¿Adónde le llevó?

—A Southampton, al puerto.

—¿El puerto?

—Sí, jefe, al Britannia.

—¿El nuevo transatlántico de la North Star?

—El mismo.

—¿Para embarcar?

—Creo que sí. Bajó en la aduana, y llevaba en la mano algo que parecía un billete.

—¿Podría ser un tripulante?

Otra risa ronca.

—Lo dudo. La broma le costó doscientas libras.

—¿Llevaba algún equipaje aparte de la caja?

—No.

—¿Le llamó la atención por algo más?

El taxista pensó un poco.

—Olía raro.

—¿Cómo?

—Pues… como si trabajara en un estanco.

Pendergast reflexionó un momento.

—¿Por casualidad sabe cuándo zarpa el Britannia?

—Dijeron que a mediodía, con la marea.

Pendergast devolvió el micrófono al taxista, pensativo. En aquel momento empezó a sonar su teléfono móvil.

Lo abrió.

—¿Diga?

—Soy Constance.

Se irguió por la sorpresa.

—¿Dónde estás?

—En el aeropuerto de Bruselas. Acabo de bajar de un vuelo sin escalas desde Hong Kong. Aloysius, necesito verte. Tengo información importantísima.

—Constance, no podrías ser más oportuna. Escúchame bien: si puedes llegar a Heathrow en un máximo de cuatro horas, te recogeré en el aeropuerto. ¿Te parece posible? Cuatro horas. Ni un minuto más. De lo contrario no tendré más remedio que salir sin ti.

—Lo intentaré, pero ¿por qué dices salir? ¿Qué pasa?

—Estamos a punto de embarcar.