Aloysius Pendergast bajó del vaporetto en Ca’ d’Oro y se quedó un momento con el maletín de piel en la mano. En Venecia hacía un día de verano, un día de calor. El sol se reflejaba en las aguas del Gran Canal y resplandecía en las intrincadas fachadas de mármol de los palacios.
Después de consultar un papel, bajó del embarcadero y se internó por un laberinto de callejuelas que iba hacia el nordeste, hacia le Chiesa dei Gesuiti. En poco tiempo dejó atrás el bullicio y el ruido y lo envolvieron la sombra y el frescor de los callejones que discurrían tras los palacios del Gran Canal. Salía música de un restaurante. El paso de una lancha motora por un canal secundario dejó el ruido del agua lamiendo los puentes de mármol travertino. Un hombre se asomó a una ventana y llamó a una mujer, que se rió desde el otro lado del canal.
Algunos giros más llevaron a Pendergast hasta una puerta con un timbre gastado de bronce, donde sólo ponía Dott. Adriano Morin. Lo pulsó una vez y se quedó a la espera. Al cabo de un momento oyó el crujido de una ventana que se abría. Miró hacia arriba. Era una mujer.
—¿Qué quiere? —preguntó ella en italiano.
—Tengo cita con il Dottore. Me llamo Pendergast.
La cabeza desapareció. Poco después se abrió la puerta.
—Pase —dijo la mujer.
Pendergast entró en un recibidor pequeño, con brocado rojo en las paredes y un damero de mármol blanco y negro en el suelo. La sala estaba decorada con varias obras de arte asiático, todas exquisitas: una antigua cabeza khmer de Camboya, un dorje tibetano de oro macizo con incrustaciones de turquesa, varios thangkas antiguos, un manuscrito mogol miniado dentro de una vitrina y una cabeza de marfil de Buda.
—Siéntese, por favor —dijo la mujer, haciendo lo propio detrás de un pequeño escritorio.
Pendergast tomó asiento y esperó con el maletín sobre las rodillas. Sabía que el doctor Morin era uno de los principales marchantes de arte antiguo «sin procedencia» de toda Europa. En el fondo era un traficante de alto nivel, uno de los muchos integrantes del mercado negro de obras de arte saqueadas en diversos países asiáticos corruptos, todas con sus correspondientes (y falsos) documentos. El doctor Morin las revendía en el mercado legítimo del arte, a museos o a coleccionistas que tenían la prudencia de no hacer preguntas.
Poco después apareció en la puerta el doctor Morin: un hombre pulcro y elegante, de uñas escrupulosamente cuidadas y pulidas, pequeños pies metidos en zapatos italianos de primera calidad, y barba pulcramente recortada.
—¿El señor Pendergast? Un gran placer.
Se dieron la mano.
—Acompáñeme, por favor —dijo Morin.
Pendergast le siguió a un gran salone con una pared de ventanas góticas que daban al Gran Canal. Estaba repleto de muestras excepcionales de arte asiático, como el recibidor. Morin señaló un asiento. Se sentaron. El doctor sacó del bolsillo una pitillera de plata, la abrió y le ofreció un cigarrillo.
—No, gracias.
—¿Le importa si yo fumo?
—No, claro que no.
Cogió un cigarrillo de la pitillera y cruzó las piernas con elegancia.
—Bueno, señor Pendergast, ¿en qué puedo ayudarle?
—Tiene usted una colección impresionante, doctor Morin.
Morin sonrió, abarcando la sala con un gesto.
—Sólo vendo de particular a particular. Obviamente, no estamos abiertos al público. ¿Cuánto tiempo hace que colecciona? Nunca había oído su nombre, y eso que me enorgullezco de conocer prácticamente a todo el mundo en este negocio…
—No soy coleccionista.
La mano de Morin se quedó quieta, mientras encendía el cigarrillo.
—¿No es coleccionista? Pues le habré entendido mal cuando hablamos por teléfono.
—No me entendió mal. Le dije una mentira.
La mano se quedó rígidamente inmóvil. El humo dibujaba volutas en el aire.
—¿Perdón?
—En realidad soy detective. He venido a título privado; estoy buscando un objeto robado.
Fue como si se congelase hasta el aire de la sala.
Morin habló con calma.
—Dado que reconoce no estar aquí en misión oficial, y que ha entrado haciéndose pasar por otro, me temo que nuestra conversación ha terminado. —Se levantó—. Buenos días, señor Pendergast. Lavinia le acompañará a la puerta.
Se volvió para irse, por lo que Pendergast habló con su espalda.
—A propósito, la estatua khmer del rincón procede de Camboya, de Banteay Chhmar. Sólo hace dos meses que la robaron.
Morin se detuvo a medio camino.
—Se equivoca. Procede de una antigua colección suiza. Tengo los documentos que lo demuestran. Así como de todos los objetos de mi colección.
—Yo tengo una foto del mismo objeto in situ, en la pared del templo.
—¿Lavinia? —dijo Morin en voz alta—. Por favor, llame a la policía y dígales que en mi casa hay un indeseable que se resiste a irse.
—Y aquellos Sri Chakrasamvara y Vajravarahi nepaleses del siglo XVI fueron exportados con un permiso falsificado. Sería imposible que una pieza así saliera legalmente de Nepal.
—¿Esperamos a la policía, o ya se iba?
Pendergast miró su reloj.
—Esperaré con mucho gusto. —Dio unas palmadas a su maletín—. Aquí dentro hay suficientes documentos para tener ocupada durante años a la Interpol.
—Usted no tiene nada. Todas mis piezas son legales; su procedencia está más que contrastada.
—¿Como aquella bóveda craneal kapala con adornos de oro y plata? Es legal… porque es una copia moderna. ¿O es que intenta hacerla pasar por original?
Se hizo el silencio. La mágica luz veneciana se filtraba por las ventanas, bañando la espléndida sala con su resplandor dorado.
—Cuando llegue la policía, le haré arrestar —acabó diciendo Morin.
—Sí, y seguro que confiscarán el contenido de mi maletín, que encontrarán extremadamente interesante.
—Es usted un chantajista.
—¿Chantajista? Yo no quiero nada. Me limito a exponer hechos, como por ejemplo que aquel Vishnu con consortes del siglo XII, supuestamente de la dinastía Pala, también es falso. Si fuera auténtico, le reportaría una pequeña fortuna. Lástima que no pueda venderlo.
—¿Qué diablos quiere?
—Absolutamente nada.
—Viene aquí, miente, me amenaza en mi propia casa… ¿y no quiere nada? ¡Vamos, Pendergast! ¿Sospecha que alguno de estos objetos es robado? Pues ¿por qué no lo hablamos como dos caballeros?
—Dudo que el objeto robado que busco esté en su colección.
Morin se pasó un pañuelo de seda por la frente.
—Con algún objetivo o alguna petición habrá venido a visitarme, ¿no?
—¿Por ejemplo?
—¡No tengo ni idea! —se exasperó—. ¿Quiere dinero? ¿Un regalo? ¡Todo el mundo quiere algo! ¡Suéltelo de una vez!
—Bueno, bueno… —dijo Pendergast tímidamente—. Ya que insiste, me gustaría que echara un vistazo a un pequeño retrato tibetano.
Morin se volvió tan bruscamente que hizo caer la ceniza de su cigarrillo.
—¿Sólo se trata de eso? ¡Por Dios!, ahora mismo miraré el retrato de marras. Para eso no hacían falta tantas amenazas.
—¡Cuánto me alegro de oírlo! Tenía miedo de que no quisiera colaborar.
—¡Ya le he dicho que sí, que colaboraré!
—Magnífico.
Pendergast sacó el retrato que le había dado el monje y se lo tendió a Morin, que inmediatamente lo desenrolló. El doctor abrió unas gafas y se las puso. Al cabo de un momento se las quitó y devolvió el rollo a Pendergast.
—Moderno. Sin valor.
—No he venido para que lo valore. Fíjese en la cara del retrato. ¿Le ha visitado alguna vez este hombre?
Después de titubear unos instantes, Morin cogió el retrato por segunda vez y le prestó más atención. Puso cara de sorpresa.
—Pues sí, sí que le reconozco. ¿Se puede saber quién ha hecho este retrato? Es de un estilo thangka perfecto.
—¿Vino a venderle algo?
Morin hizo una pausa.
—No estará trabajando con este… individuo, ¿verdad?
—No, le estoy buscando; a él y al objeto que robó.
—Los despaché a los dos.
—¿Cuándo vino?
Morin se levantó y consultó una gran agenda.
—Hace dos días, a las dos. Trajo una caja. Dijo que le habían comentado que yo trataba en antigüedades tibetanas.
—¿Quería venderla?
—No, eso es lo más raro; ni siquiera quiso abrir la caja. La llamó Agoyzen, una palabra que yo nunca había oído, y eso que algo sé de arte tibetano. Si no le eché enseguida fue porque la caja era auténtica, y muy, muy antigua, una joya en sí misma, con inscripciones en tibetano arcaico que se remontaban como mínimo al siglo X. Me habría gustado quedarme con la caja, y me moría de ganas de saber qué contenía, pero él no quería vender nada. Lo que quería era, en cierto modo, asociarse conmigo; necesitaba financiación. Pretendía montar una especie de exposición itinerante del objeto de la caja, que según él asombraría al mundo. Creo que la palabra que usó fue «transfigurar». Sin embargo, se negó en redondo a enseñarme el objeto sin haber accedido a sus condiciones. Como comprenderá, me pareció una proposición absurda.
—¿Qué le contestó?
—Intenté convencerle de que abriera la caja, pero debería haberle visto: empezó a darme miedo, señor Pendergast. Estaba loco.
Pendergast asintió.
—¿En qué sentido?
—Soltó una risa histérica, y dijo que me estaba perdiendo la oportunidad de mi vida. Dijo que se lo llevaría a Londres, donde conocía a un coleccionista.
—¿La oportunidad de su vida? ¿Sabe a qué se refería?
—Farfulló no sé qué tontería de cambiar el mundo. Pazzesco.
—¿Sabe a qué coleccionista pensaba ver en Londres?
—No me dio ningún nombre, pero a la mayoría les conozco. —Escribió algo en un papel y se lo dio a Pendergast—. Aquí tiene algunos nombres para empezar.
—¿Por qué vino a verle a usted? —preguntó Pendergast.
Morin abrió las manos.
—¿Por qué ha venido usted, señor Pendergast? Soy el principal marchante de antigüedades asiáticas de Italia.
—Sí, es verdad; nadie tiene mejores piezas… porque nadie tiene menos escrúpulos.
—Ya tiene la respuesta —dijo Morin, no sin cierto orgullo.
Llamaron insistentemente al timbre. También se oían golpes.
—Polizia! —dijo una voz en sordina.
—¿Lavinia? —llamó Morin—. Por favor, dé las gracias a la policía de mi parte, pero dígales que pueden irse. Ya me he ocupado del indeseable. —Se volvió hacia Pendergast—. ¿Ya he satisfecho su curiosidad?
—Sí, gracias.
—Espero que los documentos de su maletín no caigan en malas manos…
Pendergast lo puso boca abajo y lo abrió. Salieron periódicos viejos.
Morin le miró fijamente, mientras se sonrojaba. De repente sonrió.
—Tiene usted tan pocos escrúpulos como yo.
—Quien a hierro mata, a hierro muere.
—Se lo ha inventado todo, ¿verdad?
Pendergast cerró el maletín.
—Sí, excepto mi comentario sobre el Vishnu con consortes, aunque seguro que encontrará a algún empresario rico que se lo comprará y lo disfrutará sin sospechar nada.
—Gracias. Es mi intención.
Morin se levantó y acompañó a la puerta a Pendergast.