Constance Greene sabía que la vida de los monjes del monasterio Gsalrig Chongg se regía por un horario fijo de meditación, estudio y sueño, con dos pausas para las comidas y el té. El período de descanso estaba predeterminado: de ocho de la noche a una de la madrugada. Era una rutina que jamás cambiaba, y que probablemente seguían desde hacía mil años. Por eso estaba tan segura de que a medianoche apenas corría ningún riesgo de cruzarse con alguien mientras recorría el gran monasterio.
Por ello, a las doce en punto, por tercera noche consecutiva, retiró la áspera piel de yak que usaba como manta y se incorporó en la cama. No se oía nada aparte del gemido lejano del viento en los pabellones exteriores del monasterio. Se levantó y se puso la túnica. En la celda hacía un frío glacial. Se acercó a la pequeña ventana y abrió el postigo de madera. No había cristal. Entró una ráfaga de aire frío. La ventana daba a la oscuridad de la noche; una solitaria estrella titilaba en lo más alto de la aterciopelada negrura.
Cerró la ventana, fue a la puerta y se detuvo a escuchar. Nada. Al cabo de un rato abrió la puerta, salió al pasillo y recorrió todo el corredor exterior. Dejando atrás las ruedas de oración, que rechinaban incansablemente bendiciendo el cielo, atravesó un pasillo que se internaba por el laberinto de estancias, en busca del anacoreta emparedado que custodiaba el monasterio interior. A pesar de que Pendergast había descrito aproximadamente su localización, el complejo era tan grande, y los pasillos tan laberínticos, que estaba resultando casi imposible encontrarlo.
Aquella noche, sin embargo, después de muchas vueltas, llegó a una pared de piedra pulida que indicaba el exterior de la celda. El ladrillo suelto estaba en su lugar, con los bordes gastados y descascarillados a causa de los innumerables desplazamientos. Constance dio unos golpecitos y esperó. Pasaron los minutos. De pronto el ladrillo se movió, pero muy poco. Tras un pequeño roce, empezó a girar. Aparecieron dos dedos huesudos en la oscuridad, como dos gusanos largos y blancos que asieron los bordes del ladrillo y lo hicieron girar hasta que apareció una pequeña abertura en la oscuridad.
Constance había ensayado lo que quería decir en tibetano. Se inclinó hacia el agujero y susurró:
—Déjeme entrar en el monasterio interior.
Se giró para aplicar la oreja al agujero.
La respuesta fue un vago susurro, como de insecto, que requirió toda su atención.
—¿Sabes que está prohibido?
—Sí, pero…
No tuvo tiempo de acabar. Se oyó un chirrido, y empezó a moverse un trozo de pared al otro lado de la celda; se abrió por una vieja junta de piedra y dejó a la vista un pasadizo oscuro.
Constance no salía de su asombro.
El anacoreta ni siquiera había esperado a oír su explicación, que había preparado cuidadosamente.
Antes de entrar, se arrodilló y encendió una varilla de incienso. La pared se cerró. Delante había un pasillo poco iluminado, que despedía olor a humedad y a piedra mojada, junto a un perfume empalagoso, como de resina. Flotaba una bruma de incienso.
Dio un paso, levantando la varilla. La llama parpadeó, como si protestase. Se internó por el largo pasadizo, en cuyas paredes oscuras se adivinaban frescos con turbadoras imágenes de deidades extrañas y demonios que bailaban.
Supuso que en otros tiempos el monasterio interior debía de albergar a muchos más monjes. Era un lugar enorme, frío y vacío. Sin saber adónde iba, ni tener siquiera una idea clara de qué hacía (más allá de buscar al monje de quien le había hablado Pendergast, y hacerle más preguntas), cambió varias veces de dirección, cruzó estancias enormes y desocupadas, y vislumbró en sus paredes thangkas y mandalas prácticamente borrados por el paso del tiempo. En una de las salas, una olvidada vela goteaba frente a una antigua estatua de bronce de Buda, cubierta de verdín. La varilla de incienso con la que Constance iluminaba sus pasos empezó a consumirse. Sacó otra del bolsillo y la encendió; el pasadizo se llenó con el aromático humo de sándalo.
Al siguiente recodo, se detuvo. Delante de ella había un monje alto y enjuto, con la túnica hecha jirones y los ojos hundidos, unos ojos que miraban con una intensidad extraña y casi feroz. Le plantó cara. Él no dijo nada. Tampoco se movió.
Entonces Constance levantó la mano, retiró su capucha y dejó caer sobre sus hombros su melena castaña.
Los ojos del monje se abrieron, pero sólo un poco. Seguía sin decir nada.
—Le saludo —dijo Constance en tibetano.
El monje inclinó ligeramente la cabeza. Sus grandes ojos seguían fijos en ella.
—Agoyzen —dijo Constance.
Siguió sin haber reacción.
—He venido a preguntar ¿qué es el Agoyzen?
Constance hablaba con dificultad, en su mal tibetano.
—¿Por qué estás aquí, pequeño monje? —preguntó él en voz baja.
Constance avanzó un paso.
—¿Qué es el Agoyzen? —preguntó con más dureza.
Él cerró los ojos.
—Tu mente está agitada por las emociones, joven.
—Tengo que saberlo.
—Tengo —repitió.
—¿Qué hace el Agoyzen?
Abrió los ojos, se volvió y empezó a alejarse. Constance le siguió al cabo de un rato.
El monje recorrió pasadizos estrechos, hizo cambios bruscos de sentido, subió y bajó escaleras, siguió túneles en roca viva y largas salas con frescos, hasta que se detuvo ante un arco de piedra tapado con una cortina de ajada seda de color naranja. La apartó y Constance se sorprendió al ver a tres monjes sentados en bancos de piedra, como en un consejo, y una serie de velas ante una estatua dorada de Buda sentado.
Uno de los monjes se levantó.
—Pasa, por favor —dijo en un inglés sorprendentemente fluido.
Constance inclinó la cabeza. ¿La esperaban? Parecía imposible, pero no había ninguna otra explicación lógica.
—Estoy estudiando con el lama Tsering —dijo, aliviada de poder pasar al inglés.
El monje asintió.
—Quiero saber más acerca del Agoyzen —dijo ella.
El monje se volvió hacia los demás. Empezaron a hablar en tibetano. Constance se esforzó por seguir el hilo de lo que decía el monje, pero hablaban demasiado bajo. Al final el monje se volvió hacia ella.
—El lama Thubten ya le dijo al detective todo lo que sabemos.
—Perdone, pero no me lo creo.
Pareció sorprendido por la franqueza de Constance, pero se recuperó deprisa.
—¿Por qué hablas así?
Hacía muchísimo frío. Constance empezó a tiritar y se apretó la túnica.
—Quizá no sepan exactamente qué es el Agoyzen, pero sí su función. Su futura función.
—Aún no ha llegado el momento de revelarla. Nos han quitado el Agoyzen.
—¿Quiere decir prematuramente?
El monje sacudió la cabeza.
—Éramos sus guardianes. Es imprescindible que nos sea devuelto antes de…
Se calló.
—¿Antes de qué?
Se limitó a sacudir la cabeza, mientras la escasa luz acentuaba las arrugas de preocupación de su rostro, haciéndolo parecer más demacrado.
—Tiene que decírmelo. Eso ayudaría a Pendergast, y a nosotros. No se lo diré a nadie más que a él.
—Cerremos los ojos y meditemos —dijo el monje—. Meditemos y recemos porque vuelva deprisa y sin percances.
Constance tragó saliva, tratando de calmarse. Era verdad. Se estaba dejando llevar por sus impulsos. Seguro que su comportamiento escandalizaba a los monjes, pero había hecho una promesa a Pendergast, y pensaba cumplirla.
El monje entonó un cántico, que fue seguido por los demás. Era una especie de zumbido extraño, muy repetitivo; a medida que penetraba en la mente de Constance tuvo la sensación de que su rabia y su deseo exasperado de saber más se alejaban fluyendo como el agua de un recipiente agujereado. El intenso deseo de cumplir la petición de Pendergast se debilitó un poco. Su mente quedó alerta, casi en calma.
El cántico cesó. Constance abrió lentamente los ojos.
—¿Todavía buscas apasionadamente la respuesta a tu pregunta?
Pasó un largo silencio. Constance se acordó de una de sus lecciones, una enseñanza acerca del deseo. Inclinó la cabeza.
—No —mintió.
Deseaba más que nunca la información.
El monje sonrió.
—Tienes mucho que aprender, pequeño monje. Sabemos muy bien que necesitas esa información, que la deseas y que te será útil. No es bueno para ti que la busques. Es una información enormemente peligrosa que podría destruir no sólo tu vida, sino tu alma. Podría vedarte para siempre la iluminación.
Constance levantó la vista.
—La necesito.
—No sabemos qué es el Agoyzen. No sabemos de qué parte de la India llegó. No sabemos quién lo creó. Pero sabemos para qué fue creado.
Esperó.
—Fue creado para llevar a cabo una terrible venganza contra el mundo.
—¿Venganza? ¿Qué venganza?
—Limpiar la tierra.
Por alguna razón que no acababa de entender, Constance no estuvo segura de querer que el monje siguiera. Hizo el esfuerzo de volver a hablar.
—¿Limpiarla? ¿Cómo?
La cara de preocupación del monje se tiñó de pena.
—Lamento mucho cargar sobre ti el peso de un conocimiento tan difícil. Cuando la tierra se esté ahogando en egoísmo, avaricia, violencia y maldad, el Agoyzen la limpiará de su carga humana.
Constance tragó saliva.
—No sé si le entiendo.
—Limpiará la tierra por completo de su carga humana —dijo el monje en voz muy baja—. Para que todo pueda empezar desde cero.