En uno de los remotos pabellones del monasterio de Gsalrig Chongg, Aloysius Pendergast descansaba en un banco junto a Constance Greene. Una hilera de ventanas de piedra ofrecía una espectacular vista de la garganta de Llölung, con las grandes cumbres del Himalaya al fondo, bañadas por un suave y rosado resplandor de alta montaña. Hasta allí subía el rumor de una cascada, desde la cabecera del valle de Llölung. Mientras se ponía el sol en el horizonte, una trompeta dzung alargó al máximo una nota profunda cuyo eco viajó por los barrancos y montañas.
Casi habían pasado dos meses. Era julio, y con él había llegado la primavera a las estribaciones altas del Himalaya. El fondo de los valles se teñía de un verde salpicado de flores, mientras las laderas se cubrían de rosas silvestres.
Ninguno de los dos decía nada. Les quedaban dos semanas de estancia.
Volvió a sonar el dzung, mientras la luz, de un rojo intenso, se apagaba en el gran triunvirato de montañas: el Dhaulagiri, el Annapurna y el Manaslu, tres de las diez cumbres más altas del mundo. El crepúsculo llegó rápidamente, invadiendo los valles como una inundación de aguas oscuras.
Pendergast salió de su ensimismamiento.
—Progresas bien en tus estudios. Extremadamente bien. El abad está contento.
—Sí.
La voz de Constance era suave, casi distante.
Pendergast puso una mano sobre la de ella, un contacto tan leve y etéreo como el de una hoja.
—Aún no habíamos hablado de ello, pero quería preguntarte si… si todo fue bien en la clínica Feversham. Si no hubo complicaciones en el… proceso.
Pendergast titubeaba más de lo normal como si por una vez le faltasen las palabras.
La mirada de Constance permaneció clavada en las montañas, frías y nevadas.
Pendergast vaciló.
—Me habría gustado acompañarte.
Ella inclinó la cabeza sin salir de su mutismo.
—Constance, siento por ti un gran afecto. Quizás hasta ahora nunca me haya expresado con suficiente claridad al respecto. Si es así, te pido disculpas.
Constance inclinó aún más la cabeza, ruborizándose.
—Gracias.
Su tono ya no era distante, sino que temblaba un poco de la emoción. Se levantó de golpe, apartando la vista.
Pendergast también se puso en pie.
—Perdona, Aloysius, pero es que siento la necesidad de estar un rato a solas.
—Por supuesto.
Vio cómo se alejaba el cuerpo esbelto de la joven, que desapareció como un fantasma en los pasillos de piedra del monasterio. Entonces, sumido en profundas reflexiones, volvió la vista hacia el paisaje montañoso.
Cuando llegó la oscuridad al pabellón, dejó de oírse el dzung, aunque sus últimos ecos persistieron durante unos segundos entre las montañas. El silencio era absoluto, como si la llegada de la noche trajese consigo una especie de inmutabilidad. De pronto se materializó una figura en las profundas sombras del pie del pabellón. Un viejo monje, con túnica de color azafrán, hacía gestos a Pendergast con su arrugada mano, usando el peculiar movimiento de muñeca que en tibetano significaba «ven».
Pendergast caminó lentamente hacia el monje, que se volvió y se fue despacio hacia la oscuridad.
Pendergast le siguió, intrigado. El monje le llevó en una dirección inesperada; por diversos pasillos en penumbra que conducían a la celda del famoso anacoreta emparedado: un monje que se había dejado encerrar en una habitación que tenía el tamaño justo para permitirle sentarse y meditar; emparedado de por vida, una sola vez al día alimentado con pan y agua que le hacían llegar retirando el único ladrillo suelto.
El viejo monje se paró frente a la celda, una simple pared oscura, sin nada que la distinguiese. Muchos miles de manos habían pulido sus antiguas piedras, las manos de quienes acudían a pedir sabiduría a tan peculiar anacoreta. Decían que le habían emparedado a los doce años; ahora se acercaba a los cien, y era un oráculo famoso por sus excepcionales dotes proféticas.
El monje golpeó dos veces la piedra con una uña. Esperaron. Un minuto después empezó a moverse la única piedra suelta del muro, deslizándose muy lentamente entre las demás. Apareció una mano arrugada, blanca como la nieve, con venas azules y translúcidas, que hizo girar la piedra lateralmente, formando un pequeño hueco.
El monje se agachó hacia el agujero y murmuró en voz baja. Después se giró para escuchar. Transcurrieron varios minutos. Pendergast oyó un leve susurro al otro lado. El monje se irguió, aparentemente satisfecho, e hizo señas a Pendergast de que se acercase. Mientras obedecía, Pendergast vio que la piedra recuperaba su anterior posición, guiada por una mano invisible.
De repente pareció como si del interior de la roca contigua a la celda de piedra surgiese un ruido, un profundo chirrido. Al instante se abrió una rendija, que se ensanchó hasta convertirse en una puerta de piedra que rechinó al abrirse por algún mecanismo invisible. Del otro lado llegó un aroma peculiar, como de algún desconocido incienso. El monje tendió la mano, invitando a Pendergast a entrar. Una vez que el agente estuvo al otro lado del umbral, la puerta se cerró. El monje no le había seguido. Pendergast estaba solo.
Apareció otro monje en la oscuridad con una vela que goteaba cera. A lo largo de las siete semanas pasadas en Gsalrig Chongg (y de sus anteriores estancias), Pendergast se había familiarizado con los rostros de todos los monjes, pero aquél era nuevo. Supo que acababa de acceder al monasterio interior, sobre el que corrían rumores nunca confirmados: el sanctasanctórum oculto. Al parecer era el anacoreta emparedado quien vigilaba dicho acceso (sobre el que, por lo que sabía Pendergast, pesaba una rigurosa prohibición). Se trataba de un monasterio dentro del monasterio, donde media docena de monjes de clausura pasaban toda su vida en la más profunda meditación y en un incesante estudio de la mente, sin ver jamás el mundo exterior, ni entablar contacto directo con los monjes del resto del monasterio, custodiados por el anacoreta invisible. A Pendergast le habían contado que aquellos monjes estaban tan retirados del mundo que si les diese la luz del sol les mataría.
Siguió al extraño monje por un pasillo estrecho, que llevaba a la parte más profunda del complejo monástico. Los pasadizos se volvieron más toscos. Pendergast cayó en la cuenta de que eran túneles abiertos en la roca viva, túneles que mil años atrás habían sido enlucidos y cubiertos de frescos que ahora prácticamente habían borrado el humo, la humedad y el tiempo. El pasadizo cambiaba varias veces de dirección, dejando atrás pequeñas celdas de piedra con budas o pinturas thangka, iluminadas con velas y perfumadas con incienso. No se cruzaron con nadie, ni vieron a nadie; el laberinto de salas sin ventanas daba sensación de vacío, humedad y abandono.
Finalmente, tras lo que parecía un viaje sin final, llegaron a otra puerta. Ésta tenía listones de hierro engrasado, fijados con gruesos remaches. Apareció otra llave, que abrió la cerradura, no sin dificultades.
Al otro lado, una sala pequeña recibía escasamente la luz de una lámpara de mantequilla. Las paredes estaban revestidas con una meticulosa taracea de madera antigua y bruñida a mano. Flotaba en el aire un humo acre, con fragancia a resina. Los ojos de Pendergast tardaron un poco en darse cuenta de algo tan extraordinario: la estancia estaba llena de tesoros. En la pared del fondo había decenas de cofres profusamente repujados de oro, herméticamente cerrados, junto a pilas de bolsas de cuero que en algunos casos se habían abierto a causa de la podredumbre y habían vertido su contenido de gruesas monedas de oro. Había de todo: desde antiguos soberanos ingleses y estáteras griegas hasta monedas mogoles de oro macizo. Alrededor, pequeños barriles con las duelas hinchadas y podridas dejaban escapar rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes, turquesas, turmalinas y peridotos, en bruto y tallados. Otros barriles parecían llenos de pequeños lingotes de oro, y de kobans ovalados japoneses.
La pared situada a la derecha de Pendergast contenía otro tipo de tesoros: caramillos y trompetas kangling hechos de ébano, marfil y oro, y con incrustaciones de piedras preciosas; dorjes de plata y electro; cráneos humanos adornados con metales preciosos, e incrustaciones deslumbrantes de turquesa y coral. En otra zona había un cúmulo de estatuas de oro y plata, una de ellas adornada con centenares de zafiros estrella. No muy lejos de allí, Pendergast reconoció cuencos, figuras y placas del más fino jade, en cajas de madera rellenas de paja.
El principal tesoro lo tenía justo a su izquierda: cientos de huecos repletos de rollos polvorientos, thangkas enrollados y fajos de pergamino y vitela atados con hilo de seda.
El despliegue de tesoros era tan impresionante que tardó un poco en darse cuenta de que en el rincón más próximo había un ser humano cruzado de piernas encima de un cojín.
El monje que le había acompañado hizo una reverencia con las manos unidas y se retiró, haciendo chirriar la puerta de hierro; luego giró la llave en la cerradura. El monje cruzado de piernas indicó el cojín que tenía al lado.
—Siéntese, por favor —dijo en inglés.
Pendergast hizo una reverencia y tomó asiento.
—Una sala francamente notable —contestó. Hizo una pausa—. Y un incienso muy poco habitual.
—Somos los guardianes de los tesoros del monasterio, del oro, la plata y todo lo transitorio que el mundo considera riquezas. —El monje hablaba en un inglés comedido y elegante, con acento de Oxbridge—. También nos ocupamos de la biblioteca, y de las pinturas religiosas. El «incienso» que le ha llamado la atención es la resina de la planta dorzhan-qing, que arde sin cesar para ahuyentar a los gusanos, una especie de carcoma propia del alto Himalaya cuyo objetivo es destruir todo cuanto haya de madera, papel o seda en esta habitación.
Pendergast asintió con la cabeza y aprovechó la ocasión para examinar más atentamente al monje. Era viejo, pero fuerte y delgado, en sorprendente buena forma física. La túnica de color azafrán iba ceñida a su cuerpo, y llevaba afeitada la cabeza. Sus pies descalzos estaban casi negros por la suciedad. Le brillaban los ojos, en un rostro terso y sin edad que irradiaba inteligencia, inquietud y honda preocupación.
—Seguro que debe de preguntarse quién soy, y por qué le he hecho venir —dijo—. Me llamo Thubten. Bienvenido, señor Pendergast.
—¿El lama Thubten?
—Aquí, en el templo interior, no usamos títulos que nos distingan. —El monje se inclinó hacia él y le miró fijamente a la cara—. Tengo entendido que usted se dedica a… No sé muy bien cómo decirlo. ¿A inmiscuirse en los asuntos ajenos? ¿A resolver las injusticias? ¿A solucionar enigmas y arrojar luz sobre los misterios y la oscuridad?
—Nunca lo había oído formular de este modo, pero sí, está en lo cierto.
El monje volvió a sentarse, visiblemente aliviado.
—Me alegro. Tenía miedo de haberme equivocado. —Su voz se redujo a un susurro—. Aquí hay un enigma.
Se hizo un largo silencio.
—Siga —dijo finalmente Pendergast.
—El abad no puede hablar directamente de ello. Por eso me lo han pedido a mí, pero, si bien la situación es grave, me cuesta… hablar de ella.
—Todos ustedes nos han tratado muy bien a mí y a mi pupila —dijo Pendergast—, y nada me gustaría más que corresponder a su amabilidad, si puedo.
—Gracias. Lo que voy a contarle exige revelar una serie de detalles de índole secreta.
—Cuente con mi discreción.
—Empezaré hablando brevemente de mí. Nací en una zona montañosa y aislada, cerca del lago Manosawar, en el oeste del Tíbet. Cuando era pequeño, antes de haber cumplido un año, mis padres murieron en un alud. Dos naturalistas ingleses, un matrimonio que realizaba un estudio sobre Manchuria, Nepal y el Tíbet, se compadecieron de aquel huérfano de tan corta edad y me adoptaron informalmente. Durante diez años les acompañé en sus viajes por las montañas, donde observaban, dibujaban y tomaban notas. Una noche, una banda de soldados errantes entraron en nuestra tienda y les mataron a disparos. Después les quemaron, con todas sus pertenencias. El único que escapó fui yo.
»Imagínese cómo me sentiría, habiendo perdido dos veces a mis padres… Mis correrías solitarias me llevaron hasta aquí, hasta Gsalrig Chongg, y con el paso del tiempo hice los votos e ingresé en el monasterio interior. Dedicamos nuestras vidas a un entrenamiento mental y físico extremo. Nos centramos en los aspectos más profundos y enigmáticos de la existencia. Estudiando el Chongg Ran, usted ha entrado en contacto con algunas de las verdades que nosotros sondeamos a una profundidad infinitamente mayor.
Pendergast inclinó la cabeza.
—Aquí, en el monasterio interior, vivimos completamente aislados. No se nos permite ver el mundo exterior, mirar el cielo o respirar aire fresco. Todo se vuelca hacia dentro. Se trata de un sacrificio enorme, incluso para un monje tibetano; de ahí que sólo seamos seis. El anacoreta, nuestro vigilante, se ocupa de que no hablemos con ningún ser humano del exterior. Yo he infringido este voto sagrado para hablar con usted, lo cual, por sí solo, ya debería darle a entender la gravedad de la situación.
—Comprendo —dijo Pendergast.
—Como monjes del templo interior, tenemos ciertas obligaciones. Además de ser los guardianes de la biblioteca, las reliquias y el tesoro del monasterio, también somos los guardianes del… Agoyzen.
—¿El Agoyzen?
—El objeto más importante de todo el monasterio, y tal vez de todo el Tíbet. Se guarda allí, en aquel rincón, dentro de una cámara cerrada con llave. —Señaló un nicho tallado en la piedra, con una puerta de hierro macizo, que estaba abierta—. Una vez al año, los seis monjes nos reunimos aquí para llevar a cabo determinados rituales relacionados con la custodia de la cámara del Agoyzen. Este mayo, pocos días antes de que llegara usted, cuando vinimos a cumplir nuestras obligaciones, descubrimos que el Agoyzen ya no estaba en su sitio.
—¿Un robo?
El monje asintió con la cabeza.
—¿Quién tiene la llave?
—Yo. Nadie más.
—¿Y estaba todo bien cerrado?
—Sí. Le aseguro, señor Pendergast, que es absolutamente imposible que este delito haya sido cometido por alguno de nuestros monjes.
—Tendrá que disculparme si me tomo sus palabras con escepticismo.
—El escepticismo es bueno. —El monje lo dijo con un énfasis muy especial. Pendergast no contestó—. El Agoyzen ya no está en el monasterio. De lo contrario lo sabríamos.
—¿Cómo?
—De eso no puedo hablar. Señor Pendergast, le ruego que me crea: lo sabríamos. Ninguno de nuestros monjes se ha apoderado del objeto.
—¿Puedo mirar?
El monje asintió.
Pendergast se levantó, sacó una linterna de bolsillo y se acercó a la cámara para examinar el ojo redondo de la cerradura. Al cabo de un momento lo estudió con una lupa.
—Han usado una ganzúa —dijo, poniéndose derecho.
—Perdone… ¿Ganzúa?
—Un instrumento para abrir cerraduras sin utilizar la llave. —Miró rápidamente al monje—. Bueno, la verdad es que todo indica que la han forzado. Dice que no puede haberlo robado ningún monje. ¿El monasterio ha recibido alguna otra visita?
—Sí —dijo Thubten, esbozando una sonrisa—. De hecho conocemos al ladrón.
—Ah —dijo Pendergast—. Eso simplifica mucho las cosas. Cuéntemelo.
—A principios de mayo vino un joven alpinista. Su llegada fue muy extraña. Procedía del este, de las montañas de la frontera con Nepal, y estaba medio muerto, en un estado de desfallecimiento mental y físico. Era un profesional del montañismo, el único superviviente de una expedición por la cara virgen del Dhaulagiri, la occidental. Fue el único a quien no se llevó el alud. No tuvo más remedio que ir hasta la cara norte, bajar por ella y cruzar ilegalmente (sin ninguna culpa) la frontera tibetana. Para llegar hasta aquí caminó durante tres semanas por glaciares y valles. Al final ya se arrastraba. Sobrevivió comiendo ratas de las bayas, muy nutritivas si se cazan cuando tienen la barriga llena de bayas. Estaba al borde de la muerte. Conseguimos que se recuperase. Se llama Jordan Ambrose, y es estadounidense.
—¿Estudió con ustedes?
—No se interesó mucho por el Chongg Ran. Es extraño… Fuerza de voluntad y capacidad mental no le faltaban para tener éxito… Tantas o más que cualquier occidental que hayamos visto. Salvo la mujer, claro, Constance.
Pendergast asintió.
—¿Cómo sabe que fue él?
El monje no contestó directamente.
—Nos gustaría que le buscase, que encontrase el Agoyzen y lo trajera de vuelta al monasterio.
Pendergast asintió.
—Ese tal Jordan Ambrose… ¿Cómo era, físicamente?
El monje metió la mano en el hábito y sacó un rollito de pergamino. Desató las cuerdas y lo abrió.
—Nuestro pintor de thangkas le hizo este retrato a petición mía.
Pendergast cogió el pergamino, y al examinarlo vio a un joven de poco menos de treinta años, bien parecido y en buena forma física, con el pelo largo y rubio, los ojos azules y una expresión de determinación física, laxitud moral y gran inteligencia. Era un retrato muy notable, que parecía captar no sólo el exterior de la persona, sino el interior.
—Me será de gran ayuda —dijo, atándolo para guardarlo en su bolsillo.
—¿Necesita algún otro dato para buscar el Agoyzen? —preguntó el monje.
—Sí. Cuénteme exactamente qué es el Agoyzen.
El monje sufrió un cambio pasmoso. Su expresión se volvió tan recelosa que casi lindaba con el miedo.
—No puedo —dijo con voz temblorosa, tan baja que casi no se oía.
—Es inevitable. Para recuperarlo debo saber qué es.
—Me ha entendido mal. No puedo decirle qué es porque no lo sabemos.
Pendergast frunció el entrecejo.
—¿Cómo es posible?
—El Agoyzen lleva mil años encerrado en una caja de madera, desde que fue dejado en custodia al monasterio. Nunca lo hemos abierto. Estaba rigurosamente prohibido. Ha pasado de un Rinpoche a otro sin abrirse.
—¿Qué tipo de caja?
El monje reprodujo las dimensiones con las manos: unos doce centímetros de lado, y algo más de un metro de longitud.
—Es una forma poco habitual. ¿Qué cree que podría contener una caja con esas medidas?
—Cualquier cosa larga y fina; un bastón de mando, una espada… Un pergamino, o una pintura enrollada. O acaso un juego de sellos, o cuerdas con nudos sagrados…
—¿Qué significa la palabra «Agoyzen»?
El monje vaciló.
—Oscuridad.
—¿Por qué estaba prohibido abrirlo?
—Lo recibió el fundador del monasterio, el primer Ralang Rinpoche, de un santón de Oriente, de la India. El santón había tallado la advertencia en un lado de la caja. Guardo aquí una copia del texto, que le traduciré.
Sacó un rollo muy pequeño, con una inscripción en caracteres tibetanos. Estiró los brazos al máximo, con un leve temblor en las manos, y recitó:
Una impureza de dolor y mal
dentro del dharma se desatará;
ruedas de oscuridad hará girar
quien el Agoyzen ose destapar.
—¿«Dharma» se refiere a las enseñanzas de Buda? —dijo Pendergast.
—En este contexto, indica algo todavía mayor: el mundo entero.
—Críptico y alarmante.
—En tibetano es igual de enigmático, pero son palabras muy poderosas. Se trata de una advertencia muy seria, señor Pendergast. Muy seria.
Pendergast reflexionó un momento.
—¿Cómo es posible que alguien del exterior supiera lo suficiente de la caja como para robarla? Hace un tiempo, yo pasé aquí todo un año y no la oí mencionar.
—He ahí un gran enigma. Lo que es seguro es que no la mencionó ninguno de nuestros monjes. Se trata de un objeto que a todos nos suscita pavor, y del que nunca hablamos, ni siquiera entre nosotros.
—El tal Ambrose podría haberse llevado un puñado de piedras preciosas por valor de un millón de dólares. Cualquier ladrón normal habría empezado por el oro y las joyas.
—Quizá no sea un ladrón normal —dijo el monje al cabo de un rato—. Oro, piedras preciosas… Todo lo que dice usted son tesoros terrenales, perecederos. El Agoyzen…
—¿Qué? —preguntó Pendergast.
El monje se limitó a enseñar las palmas de las manos, sosteniendo con una mirada de angustia la de Pendergast.