Lo único que se movía en la inmensidad del valle de Llölung eran dos puntos negros que avanzaban despacio por un camino apenas practicable; eran poco mayores que las rocas agrietadas por el hielo que sembraban todo el valle. En ese valle desolado, sin árboles, el viento arrancaba risas y susurros de las rocas, y en los precipicios resonaba el grito de las águilas negras. Las figuras se acercaban a caballo a una enorme pared de granito, de seiscientos metros de altura, por la que caía lentamente un chorro de agua: las fuentes del sagrado río Tsangpo. El camino desaparecía por una garganta abierta en la pared de roca, y aparecía de nuevo a mayor altura en forma de corte al bies en la roca viva. Desde ahí se prolongaba en una larga cresta, hasta desaparecer por segunda vez entre fisuras y picos recortados. Enmarcaba la escena, formando un majestuoso telón de una potencia formidable, la helada inmensidad de tres de las cumbres del Himalaya: el Dhaulagiri, el Annapurna y el Manaslu, con trenzas de nieve en sus faldas. Al fondo, un mar de nubes tormentosas de color acero.
Las dos figuras cabalgaban por el valle protegiéndose del viento frío con capuchas. Era la última etapa de un largo viaje, y aunque se estuviese formando una tormenta, iban despacio, a lomos de unos caballos que estaban exhaustos. Cerca ya de la garganta, cruzaron por dos veces un arroyo de aguas bravas. Después penetraron lentamente en la garganta, donde desaparecieron.
Una vez allí, subieron por el mismo camino desdibujado, con las aguas rugiendo a sus pies. En los puntos umbríos, donde el muro de piedra se unía al suelo sembrado de rocas, había cúmulos de hielo azul. Nubes negras surcaban el cielo, empujadas por un viento cada vez más impetuoso, que ululaba en lo alto de la garganta.
Al llegar a la base de la gran pared de piedra, el camino, que se empinaba de golpe, ascendía por un corte aterrador, vertiginoso. Había un antiguo puesto de guardia en ruinas, edificado sobre una lengua de roca; los restos de los cuatro muros ya sólo soportaban hileras de mirlos. Justo al principio del corte se erguía una piedra mani descomunal, con una oración tibetana grabada, aunque pulida por los miles de manos de quienes deseaban recibir su bendición antes de atreverse al peligroso viaje hacia la cima.
Los dos viajeros desmontaron junto al puesto de guardia. A partir de aquel punto deberían seguir a pie y guiar sus caballos por la estrecha senda, ya que las rocas estaban demasiado bajas para que cupiera un jinete. Algunos desprendimientos, mordiendo la roca, se habían llevado consigo trechos del camino, formando huecos que había que salvar por puentes estrechos, sin barandas, que crujían al ser pisados. Por lo demás, el camino era tan empinado que los viajeros, y sus caballos, no tuvieron más remedio que trepar por diversos escalones tallados en la roca, que el paso de un sinfín de peregrinos y animales había tornado irregulares y resbaladizos.
De pronto el viento cambió y penetró por la garganta con un terrible estruendo, entre copos de nieve. La sombra de la tempestad sumió la garganta en una oscuridad nocturna, pero las dos figuras seguían escalando por la áspera senda, salvando peldaños cubiertos de hielo y cuestas que eran todo roca. A medida que ganaban altura, el eco de la cascada entre los muros de piedra se fundía de manera extraña con el viento, asemejándose a voces misteriosas que hablaran en un idioma desconocido.
Finalmente los viajeros llegaron a la cresta, pero el viento, que azotaba su ropa y aguijoneaba su piel al descubierto, estuvo a punto de impedir que prosiguieran. Encorvados, siguieron caminando en lo alto de la cresta, y arrastrando sus caballos (que se resistían) llegaron a los restos de un pueblo; lúgubres ruinas de casas derribadas por algún antiguo cataclismo; tablones dispersos y rotos, ladrillos de adobe disolviéndose de nuevo en la tierra con la que habían sido formados…
En medio del pueblo se amontonaban varias piedras de oración, rematadas por un asta donde ondeaban decenas de banderas de oración hechas jirones. A un lado había un antiguo cementerio, con el muro de contención derruido. La erosión había abierto las tumbas, desperdigando huesos y cráneos por un extenso pedregal. Cuando los viajeros se acercaron, una bandada de cuervos alzó el vuelo en ruidosa protesta desde las ruinas; sus duros graznidos se elevaron hacia las nubes de plomo.
Uno de los viajeros se detuvo junto al montón de piedras e hizo señas al otro de que esperase. Se agachó, cogió una piedra desgastada y la añadió al montón. Tras una breve pausa para meditar en silencio (con el viento metiéndose en su ropa), volvió a coger las riendas del caballo y siguieron adelante.
Más allá del pueblo abandonado, la senda se estrechaba bruscamente en una cresta afiladísima. Las dos figuras la recorrieron despacio, luchando contra la violencia del viento. Sólo cuando empezaron a descender por una ladera pudieron divisar las murallas y pináculos de una vasta fortaleza que se recortaba contra el oscuro cielo.
Era el monasterio de Gsalrig Chongg, nombre que podía traducirse como «la Joya de la Conciencia del Vacío». Después de que el camino discurriese por el lateral de una montaña, apareció en su totalidad: recios muros y contrafuertes pintados de rojo, a lomos de una roca desnuda de granito, y en lo más alto un complejo de tejados y torres con pináculos, en los que brillaba el pan de oro.
Gsalrig Chongg era uno de los escasos monasterios tibetanos que se había salvado de los estragos de la invasión china, durante la cual el ejército había expulsado al Dalai Lama, había matado a miles de monjes y había destruido infinidad de monasterios y edificios religiosos. Si Gsalrig Chongg se había salvado se debía en parte a su absoluto aislamiento, y a su proximidad con la disputada frontera de Nepal, pero también a un simple descuido burocrático: por alguna razón, a las autoridades se les había pasado por alto. Ni siquiera en los mapas actuales de la llamada Región Autónoma del Tíbet figura este centro de culto, y sus monjes no escatiman esfuerzos por que siga siendo así.
El camino cruzaba un escarpado pedregal, donde un grupo de buitres roía huesos dispersos.
—Parece que ha muerto alguien hace poco —dijo el hombre, señalando con la cabeza hacia las aves, que daban saltitos sin ningún temor.
—¿Por qué? —preguntó el segundo viajero.
—Cuando muere un monje, descuartizan el cadáver y lo echan a las fieras salvajes. Se considera el máximo honor que tus despojos alimenten a otros seres vivos.
—Extraña costumbre.
—Al contrario: es de una lógica impecable. Las nuestras son las extrañas.
El camino moría frente a una pequeña puerta del gran recinto. Estaba abierta, y un monje budista, envuelto en una túnica de color rojo y azafrán con una antorcha encendida, parecía estar esperándoles.
Los dos viajeros encapuchados cruzaron la puerta sin soltar los caballos. Apareció otro monje que cogió las riendas en silencio y se llevó los animales al establo situado dentro del recinto.
Los viajeros se pararon junto al primer monje; empezaba a caer la noche. El monje se limitó a esperar sin decir nada.
El primer viajero se quitó la capucha, dejando a la vista el rostro alargado y pálido, el pelo casi blanco y los ojos plateados del agente especial del FBI Aloysius Pendergast.
El monje se volvió hacia el otro viajero, que se bajó la capucha con un movimiento vacilante, dejando que el viento agitara sus cabellos castaños y los copos de nieve se posaran sobre ellos. Mantuvo la cabeza algo inclinada. Era una mujer joven (aparentaba unos veinte años), de rasgos finos, labios bien dibujados y pómulos marcados: Constance Greene, la pupila de Pendergast. Sus penetrantes ojos violetas se fijaron rápidamente en todo antes de mirar de nuevo al suelo.
El monje sólo la observó unos instantes. Después, sin hacer ningún comentario, dio media vuelta e hizo señas de que le siguiesen hacia el complejo principal, por un camino elevado de piedra.
Pendergast y su pupila siguieron en silencio al monje, que cruzó otra puerta y penetró en el oscuro interior del monasterio propiamente dicho, fuertemente impregnado de olor a sándalo y a cera. Con un sonoro golpe, la doble puerta con refuerzos de hierro se cerró a sus espaldas, reduciendo a un leve susurro el aullido del viento. Se adentraron en un pasillo largo; en uno de sus lados se alineaban cilindros de oración hechos de cobre, a los que algún oculto mecanismo hacía girar y rechinar incesantemente. El pasillo se internaba cada vez más en el monasterio. De pronto apareció otro monje con grandes velas en soportes de latón, cuyos parpadeos revelaron una serie de antiguos frescos en ambas paredes.
Finalmente, los recodos laberínticos de aquel pasillo les condujeron a una gran sala, presidida al fondo por una estatua dorada de Padmasambhava, el Buda tántrico, iluminada por cientos de velas. A diferencia de los ojos contemplativos y entornados de la mayoría de las representaciones de Buda, los del Buda tántrico estaban muy abiertos, muy atentos, chispeantes de vida, como símbolo de la conciencia extrema que había conquistado mediante el estudio de las secretas enseñanzas de Dzogchen, y del aún más esotérico Chongg Ran.
Gsalrig Chongg era uno de los dos únicos monasterios del mundo que conservaban la disciplina del Chongg Ran, una enigmática doctrina que las pocas personas familiarizadas con ella denominaban Joya de la Impermanencia de la Mente.
Los dos viajeros se detuvieron en el umbral de aquel sanctasanctórum. En la otra punta descansaban en silencio algunos monjes, sentados en bancos de piedra dispuestos de forma escalonada. Parecían esperar a alguien.
En la hilera superior se hallaba el abad del monasterio, un hombre de aspecto muy particular; su anciano rostro se arrugaba en una expresión permanentemente divertida, casi risueña. Sobre su cuerpo esquelético, la túnica pendía como colada puesta a secar. A su lado se sentaba un monje algo más joven, al que también conocía Pendergast: Tsering, uno de los pocos miembros del monasterio que hablaban inglés; ejercía de «administrador» del complejo. Era un hombre de unos sesenta años, excepcionalmente bien conservado. Debajo de él había una hilera de veinte monjes de todas las edades; algunos adolescentes y otros viejos y arrugados.
Tsering tomó la palabra, en un inglés impregnado de la extraña musicalidad del tibetano.
—Amigo Pendergast, te damos bienvenida una vez más a monasterio de Gsalrig Chongg, así como a invitada tuya. Sentaos, por favor, y acompañadnos a tomar té.
Señaló un banco de piedra con dos cojines de seda bordados (los únicos de la sala). Los dos viajeros se sentaron. Al cabo de un rato aparecieron varios monjes con bandejas de latón, en cada una de las cuales había diversas tazas de té muy caliente con mantequilla y tsampa. Bebieron en silencio el té endulzado. Tsering no retomó la palabra hasta que acabaron.
—¿Qué trae de vuelta a Gsalrig Chongg a amigo nuestro Pendergast? —preguntó.
Pendergast se levantó.
—Gracias por tu bienvenida, Tsering —dijo en voz baja—. Me alegra estar de nuevo aquí. He vuelto para proseguir mi viaje de meditación e iluminación. Permitid que os presente a la señorita Constance Greene, que también viene con la esperanza de iniciar sus estudios.
Cogió la mano de Constance, que se levantó.
Al cabo de un largo silencio, Tsering se acercó a Constance y se quedó delante de ella, mirándola con calma a los ojos. A continuación levantó una mano y le tocó el pelo, palpándolo con delicadeza. Por último acarició con suavidad cada uno de sus pechos, uno tras otro. Ella permaneció de pie sin inmutarse.
—¿Eres mujer? —preguntó.
—No seré la primera que haya visto… —dijo Constance secamente.
—Sí —dijo Tsering—. No he visto mujer desde que vine aquí, a dos años de edad.
Constance se sonrojó.
—Cuánto lo siento. Sí, soy una mujer.
Tsering se volvió hacia Pendergast.
—Es primera mujer que entra en Gsalrig Chongg. Nunca hemos aceptado a mujer como alumna. Siento decir que no se puede permitir, y menos ahora, en funerales del venerable Ralang Rinpoche.
—¿Ha muerto el Rinpoche? —preguntó Pendergast.
Tsering inclinó la cabeza.
—Lamento recibir la noticia de la muerte del Altísimo Lama.
Sonrió al oírlo.
—No se ha perdido nada. Ya encontraremos a reencarnación suya, decimonoveno Rinpoche, y así volverá a estar entre nosotros. Soy yo quien lamento responder que no a petición tuya.
—Constance necesita vuestra ayuda. Yo también la necesito. Los dos estamos… cansados del mundo. Hemos venido de muy lejos buscando paz. Paz y curación.
—Sé lo difícil que es viaje que habéis hecho. Sé cuántas esperanzas tenías, pero Gsalrig Chongg ha existido mil años sin presencia de mujer, y no puede cambiar. Debe irse.
Se hizo un largo silencio. Pendergast alzó la vista hacia el personaje viejo e inmóvil qué ocupaba el asiento más alto.
—¿También es la decisión del abad?
Al principio no hubo ninguna señal de movimiento. Un visitante podría haber llegado a confundir aquella arrugada figura con una especie de loco chocho y feliz, que sonreía de forma ausente desde su posición, por encima de todos los demás. Sin embargo, de pronto, su descarnado índice sufrió un temblor apenas perceptible, y uno de los monjes más jóvenes subió y se inclinó hacia él, acercando el oído a su boca desdentada. Al cabo de un momento se irguió y le dijo algo en tibetano a Tsering.
Tsering lo tradujo.
—Abad pide a mujer repetir nombre, por favor.
—Soy Constance Greene —pronunció con voz aguda, pero resuelta.
Tsering lo tradujo al tibetano, aunque el nombre le presentó ciertas dificultades.
Siguió otro silencio, que se prolongó durante unos minutos.
Otro temblor del índice, y más murmullos del anciano monje al oído del joven, que los repitió en voz alta.
—Abad pregunta si es nombre de verdad —dijo Tsering.
Constance asintió con la cabeza.
—Sí, es mi nombre de verdad.
El viejo lama levantó despacio un brazo rígido, y señaló una pared en penumbra con una uña que como mínimo sobresalía dos centímetros por encima del dedo. Todas las miradas convergieron en un fresco escondido detrás de una cortina, como tantos otros en la pared.
Tsering se aproximó, levantó la tela y acercó una vela. La luz reveló una imagen de una riqueza y complejidad asombrosas: una deidad femenina de intenso color verde, con ocho brazos, sentada sobre un disco lunar blanco y rodeada por un torbellino de dioses, demonios, nubes, montañas y filigranas de oro, como si la hubiera sorprendido una tormenta.
El anciano lama habló un buen rato al oído del monje joven, mascullando con su boca sin dientes. Después se apoyó en el respaldo y sonrió, mientras Tsering volvía a encargarse de la traducción.
—Su Santidad pide dirigir atención a pintura thangka de Tara Verde.
Los monjes se levantaron de sus asientos, murmurando y haciendo ruido con los pies, y formaron respetuosamente un círculo alrededor de la pintura, como alumnos en espera de la explicación del profesor.
El viejo lama hizo un gesto con su brazo huesudo, incitando a Constance Greene a unirse al círculo, cosa que ella se apresuró a hacer, mientras los monjes se apartaban para dejarle sitio.
—Esto es pintura de Tara Verde —siguió traduciendo Tsering—. Es madre de todos budas. Tiene constancia. También sabiduría, actividad mental, rapidez de pensamiento, generosidad e intrepidez. Su Santidad invita a mujer a acercarse para ver mandala de Tara Verde.
Constance dio unos pasos inseguros.
—Su Santidad pregunta por qué pusieron a alumna nombre de Tara Verde.
Constance miró a su alrededor.
—No sé qué quiere decir.
—Tu nombre Constance Greene. Este nombre contiene dos atributos importantes de Tara Verde. Su Santidad pregunta de dónde viene nombre.
—Greene es mi apellido. Es un apellido inglés muy común, aunque no tengo ni idea de sus orígenes. Mi nombre, Constance, me lo puso mi madre. Era muy frecuente en la época en la que nací. Evidentemente, cualquier parecido entre mi nombre y Tara Verde es pura coincidencia.
El abad empezó a temblar de risa, a la vez que hacía el esfuerzo de levantarse con la ayuda de dos monjes. Tardó poco en ponerse de pie, aunque de forma muy precaria, como si un simple codazo pudiese derrumbarle. Sin dejar de reír, volvió a hablar con voz poco audible, mostrando las encías rosadas mientras parecía que los huesos le castañeteasen de alegría.
—¿Coincidencia? No existe. Alumna ha hecho chiste gracioso —tradujo Tsering—. A abad le gustan chistes buenos.
Constance miró a Tsering, después al abad, y otra vez a Tsering.
—¿Eso quiere decir que dejan que me quede a estudiar?
—Quiere decir que estudio ya ha empezado —dijo Tsering, sonriendo a su vez.