Por fin era verano en el valle de Llölung. El río Tsangpo corría fragoroso por su lecho de guijarros, alimentado por la nieve que se derretía en las grandes montañas del fondo. Las grietas y huecos del suelo del valle se habían llenado de flores. Sobre los picos planeaban las águilas, cuyos agudos gritos resonaban en la gran pared de granito de la cabecera del valle, mezclándose con el rumor constante de la catarata que saltaba por su borde y caía en un solo chorro sobre las rocas de abajo. Más allá se erguían las tres grandes cumbres, el Dhaulagiri, el Annapurna y el Manaslu, envueltas en glaciares y nieves eternas, como tres reyes fríos y remotos.
Pendergast y Constance, montados a caballo, subían uno al lado del otro por la estrecha senda, seguidos por un poni de carga que llevaba en el lomo una caja larga, envuelta en una lona.
—Deberíamos llegar antes de la puesta de sol —dijo Pendergast, observando el camino que ascendía sinuoso y desdibujado por la pared de granito.
Siguieron adelante en silencio.
—Me parece sorprendente —dijo Pendergast— que con lo adelantado que está Occidente en tantos aspectos, siga en la prehistoria en lo relativo a comprender los mecanismos más profundos de la mente humana. El Agoyzen es un ejemplo perfecto del gran adelanto que le lleva Oriente en este aspecto.
—¿Tienes alguna idea más sobre cómo funciona?
—Pues ahora que lo dices, el otro día, por pura coincidencia, leí un artículo en The Times que podría aclarar un poco las cosas. Trataba de un objeto matemático descubierto hace poco que recibe el nombre de E8.
—¿E8?
—Lo descubrió un equipo de científicos del MIT. Para dibujar una imagen del E8 fue necesario que un superordenador resolviera doscientas mil ecuaciones, para lo cual empleó cuatro años; aunque ellos mismos reconocen que era una imagen muy imperfecta. En el periódico salía una reproducción tosca. Al verla me llamó la atención su similitud con el mandala Agoyzen.
—¿Qué aspecto tiene?
—Bastante indescriptible. Es una imagen de una complejidad alucinante hecha de líneas, superficies y puntos entrelazados, esferas dentro de otras esferas, que ocupa casi doscientas cincuenta dimensiones matemáticas. Dicen que el E8 es el objeto más simétrico posible. Es más: los físicos creen que podría ser una representación de la estructura interna profunda del universo, de la auténtica geometría del espacio-tiempo. Resulta increíble pensar que hace mil años unos monjes de la India descubrieran esta imagen tan extraordinaria y la plasmaran en una pintura.
—Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que el simple hecho de mirarlo altere el cerebro?
—No estoy seguro. Por alguna razón, su geometría activa las redes cerebrales. Crea una resonancia, por decirlo de algún modo. Quizás en un nivel profundo nuestros propios cerebros reflejan la geometría básica del universo. El Agoyzen es un cruce poco común de neurología, matemáticas y misticismo.
—Extraordinario.
—Al embotado pensamiento occidental le quedan todavía muchas cosas que valorar en la filosofía y el misticismo orientales, aunque ya estamos reduciendo un poco las distancias; en Harvard, por ejemplo, unos científicos han empezado a estudiar el efecto de las prácticas meditativas tibetanas en el cerebro, y se han quedado atónitos al descubrir que provoca cambios físicos permanentes en el cerebro y en el cuerpo.
Llegaron a un vado del Tsangpo, donde el río, ancho y poco profundo, corría alegremente sobre un lecho de piedras, y el sonido del agua lo llenaba todo. Los caballos se metieron con cuidado en el torrente, y al llegar al otro lado prosiguieron el viaje.
—¿Y el fantasma de humo? ¿Para eso también hay alguna explicación científica?
—Hay una explicación científica para todo, Constance. No existen los milagros, ni la magia; sólo descubrimientos científicos por realizar. Evidentemente, el fantasma de humo era una tulpa o «forma de pensamiento», una entidad creada mediante un acto de intensa imaginación y concentración.
—Los monjes me enseñaron algunas técnicas de creación de tulpas, pero me pusieron en guardia contra su peligrosidad.
—Es extremadamente peligroso. La primera que describió el fenómeno en Occidente fue la exploradora francesa Alexandra David-Néel, que aprendió los secretos para crear una tulpa bastante cerca de aquí, junto al lago Manosawar. Lo probó para experimentar, y parece que empezó a visualizar a un monjecillo regordete que se llamaba fray Tuck. Al principio el monje sólo existía en su cabeza, pero con el paso del tiempo empezó a adquirir vida propia. David-Néel le veía de vez en cuando por el campamento, asustando a los demás viajeros. A partir de ahí las cosas fueron de mal en peor; David-Néel perdió el control del monje, que empezó a transformarse: se volvió más grande y esbelto, y mucho más siniestro. Adquirió vida propia, como nuestro fantasma de humo. Ella intentó destruirlo reabsorbiéndolo en su mente, pero la tulpa se resistía con uñas y dientes, y el resultado final fue una lucha psíquica que casi mató a David-Néel. La tulpa del Britannia era una creación de nuestro amigo Blackburn, y a él sí le mató.
—O sea, que Blackburn era un adepto.
—Sí. De joven viajó y estudió en Sikkim. Comprendió inmediatamente qué era el Agoyzen, y cómo podía usarlo, para desgracia de Jordan Ambrose. No fue ninguna coincidencia que acabara en las manos de Blackburn. Sus viajes por el mundo no tenían nada de aleatorio. Podría decirse que el Agoyzen buscó a Blackburn, usando a Ambrose de instrumento. Blackburn, con sus miles de millones y su conocimiento de internet, estaba en la situación perfecta para difundir por todo el planeta la imagen del Agoyzen.
Viajaron un rato en silencio.
—Por cierto —dijo Constance—, no me has contado cómo lograste que la tulpa atacase a la capitán Mason.
Pendergast tardó un momento en contestar. Se notaba que aún era un recuerdo muy doloroso. Por fin habló.
—Al liberarme de sus garras, dejé que se formase en mi mente una sola imagen: el Agoyzen. Básicamente implanté esa imagen en la tulpa. Le di un nuevo deseo.
—Cambiaste su objetivo.
—Exacto. Cuando se alejó de nosotros, buscó a los otros seres vivos que habían mirado el Agoyzen; en el caso de Mason, además era alguien empeñado en destruirlo, al menos indirectamente. Por ello les aniquiló a ambos.
—¿Y después?
—No tengo la menor idea de adónde fue. Dado que ha terminado todo tal como empezó, como quien dice, es posible que haya regresado al plano del que surgió; a menos que se desvaneciese con la muerte de su creador… Sería interesante oír qué dicen los monjes al respecto.
—Es decir, que al final hizo el bien.
—Se podría decir que sí, aunque dudo que el bien sea un concepto que pudiera entender o valorar.
—Aun así la usaste para salvar el Britannia.
—En efecto, y gracias a ello me mortifica un poco menos haber cometido un error.
—¿Un error? ¿En qué sentido?
—Partir de la premisa de que todos los asesinatos eran obra de una sola persona, de un pasajero. Lo cierto es que Blackburn sólo mató a una persona, y que lo hizo en tierra firme.
—Sí, y de qué extraño modo… Parece que el Agoyzen hace que la gente se destape, como si dijéramos. Desencadena los impulsos más violentos y atávicos.
—Sí, es lo que me confundió: la similitud de los modus operandi. Di por supuesto que todos los asesinatos los había cometido la misma persona, cuando debí entender que había dos asesinos distintos influidos por el mismo efecto malévolo: el efecto del Agoyzen.
Ya estaban en la base del sendero que subía por el acantilado. Pendergast desmontó y posó una mano en la enorme piedra mani de la base, en un gesto de oración. Constance hizo lo mismo. Subieron, llevando los caballos por las riendas. Finalmente llegaron a la cima, cruzaron el pueblo en ruinas y rodearon la montaña, momento en el que aparecieron ante su vista los tejados, las torres y las murallas inclinadas del monasterio Gsalrig Chongg. Dejando atrás el pedregal cubierto de huesos mondados (los buitres ya se habían ido), llegaron al monasterio.
La puerta del recinto exterior se abrió casi antes de que la alcanzasen. Fueron recibidos por dos monjes, uno de los cuales se llevó las dos monturas, mientras Pendergast bajaba la carga del poni. Se puso la caja debajo del brazo, y él y Constance siguieron al monje por las puertas reforzadas con hierro, por las que accedieron al oscuro interior del monasterio, que olía a sándalo y a humo. Apareció otro monje, con un candelero de latón, y les acompañó más adentro.
Llegaron a la sala donde estaba la estatua dorada de Padmasambhava, el Buda tántrico. Los monjes ya estaban reunidos en los bancos de piedra, bajo la presidencia del anciano abad.
Pendergast dejó la caja en el suelo y tomó asiento en uno de los bancos. Constance lo hizo a su lado.
Tsering se levantó.
—Amigo Pendergast, amiga Greene —dijo—, os damos otra vez bienvenida a monasterio de Gsalrig Chongg. Tomad té con nosotros, por favor.
Les trajeron tazas de té con mantequilla, que disfrutaron en silencio. Después Tsering volvió a hablar.
—¿Qué nos habéis traído?
—El Agoyzen.
—No es caja suya.
—La caja original no ha sobrevivido.
—¿Y Agoyzen?
—Dentro. En su estado original.
Un silencio. El abad dijo unas palabras, que inmediatamente tradujo Tsering.
—Abad quiere saber: ¿lo ha mirado alguien?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Cinco.
—¿Y dónde están ahora?
—Cuatro han muerto.
—¿Y quinto?
—El quinto soy yo.
Al oír la traducción, el abad se levantó de golpe y se quedó mirando a Pendergast. Después se acercó a él, le cogió con una de sus manos huesudas y, con una fuerza pasmosa, le hizo levantarse. Le miró a los ojos, fijamente. Pasaron varios minutos en silencio. Finalmente el anciano dijo algo.
—Abad dice que es algo extraordinario —tradujo Tsering—. Quemaste a demonio, pero has quedado dañado, porque una vez que se experimenta éxtasis de pura libertad de mal, nunca se puede olvidar esa dicha. Te ayudaremos, pero nunca podremos rehacerte del todo.
—Eso ya lo sé.
El abad se inclinó. Después se agachó para coger la caja y se la dio a otro monje, que se la llevó.
—Tienes eterna gratitud nuestra, amigo Pendergast —dijo Tsering—. Has logrado gran hazaña… a alto precio.
Pendergast se quedó de pie.
—Me temo que aún no ha terminado —contestó—. Existe un ladrón entre vosotros. Al parecer, uno de vuestros monjes consideró que era el momento adecuado de limpiar el mundo, y organizó el robo del Agoyzen. Aún tenemos que encontrarle e impedir que lo haga de nuevo. Si no, el Agoyzen nunca estará seguro.
Al oír la traducción, el abad se volvió y miró a Pendergast con las cejas algo arqueadas. Hubo un momento de vacilación. Después el abad empezó a hablar. Tsering se dispuso a traducir sus palabras.
—Abad dice que estás en lo cierto. No ha terminado. No es final, sino principio. Me ha pedido que te cuente serie de cosas importantes. Siéntate, por favor.
Pendergast tomó asiento, al igual que el abad.
—Después de que os fuerais, descubrimos quién dejó Agoyzen suelto en mundo, y por qué.
—¿Quién?
—Fue santo lama de muro.
—¿El anacoreta emparedado?
—Sí. Jordan Ambrose quedó fascinado por él, y le habló. Lama le dejó entrar en monasterio interior y le convenció de que robase Agoyzen, pero no para limpiar mundo. Lama tenía otro motivo.
—¿Cuál?
—Es difícil de explicar. Antes de vuestra llegada, en primavera, murió su santidad Ralang Rinpoche. Es decimoctava encarnación de Rinpoche que fundó hace mucho tiempo este monasterio. No podemos seguir existiendo como monasterio sin nuestro maestro encarnado. Por eso, cuando muere Rinpoche, debemos salir a mundo en busca de su reencarnación. Al encontrar a niño, le traemos a monasterio y le educamos para ser siguiente Rinpoche. Siempre hemos hecho así. Cuando murió decimoséptimo Rinpoche, en 1919, Tíbet era país libre, y aún era posible salir en busca de reencarnación, pero ahora ha muerto decimoctavo Rinpoche, y Tíbet está ocupado. Para monjes tibetanos es muy difícil y peligroso viajar libremente. A monjes que salen a cumplir esta misión les arrestan los chinos, les pegan y a veces les matan. Hombre santo del muro sabe muchas cosas profundas. Conocía la profecía que dice: cuando no podamos salir en busca de nuevo Rinpoche, entonces nuevo Rinpoche vendrá a Gsalrig Chongg. Reconoceremos a este Rinpoche porque cumplirá profecía escrita en texto sagrado fundacional de monasterio. Dice así:
Cuando el Agoyzen cruce el mar Occidental,
y giren sobre sí ruedas de oscuridad,
las aguas furiosas se alzarán,
y golpearán el gran palacio de las profundidades,
y conoceréis al Rinpoche por su tutor,
que volverá con Tara Verde,
bailando por las aguas del mar Occidental,
del palacio en ruinas de las profundidades.
»Por eso, para poner a prueba profecía, hombre santo dejó Agoyzen suelto en mundo para ver quién lo traía de vuelta. Porque hombre que lo traiga de vuelta será tutor de decimonoveno Rinpoche.
Pendergast sintió una emoción poco habitual en él: una sorpresa absoluta.
—Sí, amigo Pendergast, nos has traído a decimonoveno Rinpoche.
Tsering miró a Pendergast con una expresión ligeramente divertida. Después posó en Constance una mirada llena de elocuencia.
Constance se levantó.
—El tutor del… Perdóneme, pero ¿está diciendo que soy la reencarnación del Rinpoche? Pero si eso es absurdo… Yo nací mucho antes de que muriera.
La sonrisa del monje se amplió.
—No me refiero a ti. Me refiero a niño que llevas dentro.
La sorpresa de Pendergast aumentó todavía más. Miró a Constance, que observaba al monje con una expresión inescrutable.
—¿Niño? —dijo Pendergast—. Pero si fuiste a la clínica Feversham… Creía… di por hecho…
—Sí —respondió Constance—, fui a la clínica, pero una vez en ella me di cuenta de que era incapaz. Ni siquiera… sabiendo que era de él.
Fue Tsering quien rompió el silencio.
—Hay antigua oración. Dice así: «Llévame a toda desgracia. Sólo por ese camino puedo transformar lo negativo en positivo».
Constance asintió con la cabeza, apoyando inconscientemente una mano en la leve protuberancia de su cintura. Luego sonrió: una sonrisa que parecía medio secreta, medio tímida.