Cuando el Centauro de Jáquimo le comentó a Diego de Ordaz que necesitaba llegar a Santo Domingo para recuperar el barco de Enciso y llevar provisiones a los que habían quedado en San Sebastián de Buenavista de Urabá, el zamorano le hizo comprender que no existía al sur de Cuba ninguna nave que pudiera trasladarle a La Española, pero que estaba dispuesto a «acercarse» hasta Jamaica, desde donde estaba seguro de que don Juan de Esquivel, que había conseguido pacificar la isla en muy poco tiempo, no dudaría en enviar una embarcación en su busca.
La sola idea de que un hombre, aunque se tratara de alguien de la fuerza y resistencia de Diego de Ordaz, aceptase remar en una frágil canoa indígena a lo largo de más de ciento veinte millas a través de un agitado mar plagado de tiburones y en el que seguía reinando la corriente del Golfo, se le antojaba a Ojeda absolutamente descabellada, pero el gigante se limitó a mostrar sus enormes dientes en una ancha sonrisa al tiempo que decía:
—Nooo hay problema. Meee encanta remar.
—Una cosa es remar y otra llegar a Jamaica.
—Reeemando se llega a Jamaica.
Cuando al amanecer del día siguiente le vieron alejarse rumbo al sur en una embarcación en la que a duras penas encajaba su enorme corpachón, el bizco Talavera no pudo por menos que comentar:
—¡Tiene cojones el tartaja!
—Ya te dije que es uno de los hombres más valientes que he conocido, y además hace las cosas más increíbles como si carecieran de importancia; con una docena como él civilizábamos este Nuevo Mundo en medio año.
—¿Se enfrentaría a él en un duelo?
—¡Nunca!
—¿Cree que sería el primero en vencerle?
El de Cuenca negó convencido:
—Es demasiado lento y previsible, pero yo no sería capaz de matar a un hombre tan íntegro.
—¿Y a mí? ¿Me mataría?
—Con los ojos cerrados, querido amigo —fue la humorística respuesta—. Con los ojos cerrados y a la pata coja.
Permanecieron allí, muy quietos, observando cómo la minúscula embarcación se iba alejando hasta perderse de vista en la distancia, para regresar luego al bohío que los indígenas habían puesto a su disposición, donde no tardaron en organizar una ruidosa y agitada partida de naipes en la que Ojeda perdió hasta la espada.
Una semana más tarde, cuando ya se habían resignado a la idea de que el bueno de Ordaz había concluido su andadura vital en las tripas de los tiburones, una pequeña nave de cabotaje fondeó en el centro de la ensenada y de inmediato vieron que el gigantón les saludaba desde cubierta.
—¡La madre que lo parió!
—Que debió de morir en el parto, porque traer al mundo a semejante animal manda carallo… —añadió el gallego Paniagua—. Si no lo veo, no lo creo.
Tres días más tarde, don Juan de Esquivel, un hombre gris y sin el menor carisma, un burócrata que se limitaba a servir fielmente a su señor don Diego Colón, pero que había sabido cumplir a rajatabla la orden de colonizar Jamaica de una forma asaz eficaz y sin derramamiento de sangre, recibió a su admirado Alonso de Ojeda agasajándole como a un auténtico gobernador de toda una provincia del Nuevo Mundo.
Lo primero que hizo fue ponerle al corriente con respecto al bachiller Enciso, puesto que le habían llegado noticias de Santo Domingo según las cuales el centauro Vasco Núñez de Balboa había presionado al también centauro Hernán Cortés a fin de que éste, a su vez, presionara al joven Diego Colón obligándole a permitir que al fin la carabela zarpase, ya que de lo contrario caerían sobre su conciencia las vidas de doscientos cristianos que corrían peligro de morir de hambre en Tierra Firme.
Ante las duras palabras casi amenazantes de Cortés, que le recordó que su «muy querido primo» Francisco Pizarro formaba parte de la expedición que estaba en tan manifiestas dificultades, el gobernador de La Española debió de llegar a la conclusión de que no podía correr el riesgo de perder el favor de la Corona por seguirle el juego a un hombre tan aborrecido y despreciado como Ignacio Gamarra.
Así pues, permitió que Enciso levara anclas, no sin advertirle previamente que no se le ocurriera ni por lo más remoto dejar que el indeseable Núñez de Balboa, que aún no había liquidado ni una sola de sus deudas, subiera a bordo.
El bachiller empeñó en ello su palabra, pero no contaba con el empecinamiento y la astucia del futuro descubridor del océano Pacífico, que la noche anterior se ocultó, junto con su perro Leoncillo, en un barril de harina, obligó a dos de sus compañeros de francachelas a que lo depositaran en el fondo de una bodega de la carabela y no abandonó su escondite hasta tres días más tarde.
La primera intención del furibundo bachiller fue arrojarle de inmediato a los tiburones, o abandonarle en una isla desierta, pero parece ser que el descarado borrachín le convenció de que si hacía tal cosa sus incontables acreedores se lo echarían en cara, puesto que resultaba evidente que nadie a quien se han comido los tiburones o está perdido en una isla desierta se encuentra en disposición de reintegrar lo mucho que debe.
—Te doy mi promesa de caballero de Jerez de los Caballeros, que te iré entregando todo cuanto consiga en Tierra Firme para que tú mismo te ocupes de cancelar esos préstamos —aseguró muy seriamente.
La respuesta del bachiller Enciso fue digna de figurar en los anales de la conquista.
—Tu problema estriba, Vasco, en que has practicado en exceso lo del jerez, y muy poco lo de caballero.
—¡Juro que cambiaré! Ojeda me ayudará.
—Confío en que Ojeda te corte en rodajas en cuanto te vea aparecer contraviniendo las órdenes del gobernador. Y me alegrará que así sea, porque de ese modo tendrá que ser él quien se enfrente a tus acreedores.
No obstante, las cosas no sucedieron de ese modo: dos días más tarde avistaron las naves que Ojeda había dejado en Urabá y que navegaban ya hacia la salida del golfo.
El Centauro había colocado al mando de San Sebastián de Buenavista a Francisco Pizarro con la orden tajante de que si a los cincuenta días de su partida en el Tremebundo no había regresado, utilizara los escasos víveres que le quedaran en retornar a La Española y dar por concluida la expedición.
Fiel hasta la muerte, el extremeño obedeció levando anclas al amanecer del día cincuenta y uno.
Sin embargo, ahora, a la vista de que contaba con refuerzos y bastimentos, decidió dar media vuelta y continuar defendiendo el fortín a la espera del regreso de su amado gobernador.
Las circunstancias, el destino, o la suerte, que era quien al fin y al cabo lo decidía todo, quiso que a la larga, y tras confusos y casi rocambolescos acontecimientos, fuera el desprestigiado Vasco Núñez de Balboa quien acabara haciéndose con el mando en la región, y tras tener conocimiento de las lógicas teorías del vigía palmero, decidiese lanzarse a la aventura de alcanzar aquel supuesto océano del que de tanto en tanto llegaban densas nubes cargadas de agua.
Tan sólo entonces, ya gobernador de Panamá y ya rico, aceptó pagar sus deudas.
Cuando la nave que el afable y acogedor Juan de Esquivel había puesto a sus órdenes enfiló al fin la entrada de la desembocadura del río Ozama y Alonso de Ojeda comprobó que, en efecto, la carabela de Fernández de Enciso no se encontraba en el puerto, lanzó un ronco gemido de dolor y por primera vez en su vida se consideró total y absolutamente derrotado.
Lo que no habían conseguido los cientos de espadachines que le retaron a duelo, los huracanes, los ejércitos indígenas, las saetas envenenadas, las fieras, las serpientes, los millones de insectos o las fiebres, lo había conseguido sin apenas esfuerzo su malhadado destino.
Tras casi nueve meses de angustiosa espera, el bachiller Fernández de Enciso había tenido que zarpar precisamente durante el tiempo que el Centauro había tardado en llegar a Santo Domingo desde Urabá vía Cuba y Jamaica.
Una vez más, cuanto le acontecía sólo podía achacarse a la fatalidad.
Aguardó a que cayera la noche, desembarcó a hurtadillas y en silencio, se encerró en su vieja cabaña a orillas del mar, y sentado a oscuras en el desvencijado sillón de mimbre desde el que antaño impartía sus enseñanzas a todos aquellos que pretendían conocer mejor aquel Nuevo Mundo al que aspiraban a enfrentarse algún día, aceptó sin reservas que existían fuerzas desconocidas a las que ni el valor, ni la inteligencia, ni la astucia, ni la constancia ni la habilidad con la espada conseguirían nunca vencer.
Si era voluntad del Señor que no consiguiera alcanzar mis metas, y así me lo estaba indicando, no era yo quién para oponerme a sus designios, y llegué por tanto a la conclusión de que lo que deseaba era que dedicara el resto de mi vida a cumplir penitencia por mis muchos pecados con el fin de que pudiera acudir, con la conciencia limpia cuando decidiera llamarme a su presencia.
Desprestigiado, sin dinero, sin una nave que pudiera transportarle de regreso a su gobernación, y casi sin amigos pese a que Hernán Cortés, Ponce de León y el gigantesco Diego de Ordaz acudieran a visitarle de tanto en tanto en un vano intento de prestarle ayuda económica o levantarle el ánimo, el Centauro de Jáquimo decidió aceptar que la errante estrella bajo la que al parecer había nacido y que le había llevado hasta los más apartados rincones de un Nuevo Mundo desconocido, había decidido detenerse al fin.
Los hados que con tanto empeño le defendieron en centenares de duelos cara a cara, nunca le habían sido propicios en las ocasiones en que se embarcó en empeños de más ambiciosa envergadura, y al igual que agradecía a esos hados que hubieran impedido que cualquier matón de taberna le dejara definitivamente tendido cara al cielo muchos años atrás, no podía echarles ahora en cara que en esas otras circunstancias le hubieran abandonado.
Ilógico hubiera resultado que alguien lo consiguiera todo, por lo que el conquense admitía que su vida había sido tan apasionante y pródiga en fabulosos hechos y aventuras sin cuento, que no se le antojaba justo que además se viese coronada por un final victorioso. Renunció formalmente y por escrito a sus derechos como gobernador de Urabá, se encerró en sí mismo y sus oraciones, y durante largo tiempo sólo abandonó su refugio en muy contadas ocasiones.
Una de ellas fue para despedirse afectuosamente del bizco Talavera, Faustino, Paniagua y el resto de aquellos ineptos piratas que al fin habían sido capturados, y a los que el gobernador Colón condenó a la horca sin más demora.
Los animosos reos, que al parecer habían dado buena cuenta durante su postrera noche en este mundo de las últimas reservas que quedaban en la isla de su adorado matadiablos y que se partían de risa cada vez que uno de ellos tropezaba con los escalones del cadalso, agradecieron con muestras de sincero cariño y respeto el hecho de que Ojeda no se avergonzara a la hora de acudir a darles un fuerte abrazo al pie de la horca, pese a que se encontraban frente a una rugiente multitud ansiosa de presenciar el emocionante espectáculo de ver a tanto borracho pataleando en el aire al mismo tiempo.
Incluso en aquellos dramáticos momentos, Bernardino de Talavera no pudo evitar dejar escapar una de sus absurdas ocurrencias:
—Siempre he oído decir que cuando te aprietan el cuello te pones bizco; espero que en mi caso ocurra al contrario, se me arregle el problema de la vista, y así pueda tener al fin cierto éxito entre las mujeres.
Cuando ya todos aquellos con los que había pasado tan malos ratos en un mar agitado, y posteriormente en la isla de Cuba, habían pagado de una forma definitiva y harto onerosa sus deudas con la ley, el Centauro se encaminó sin prisas hacia el convento de San Francisco con el fin de tomar asiento junto al manco que pedía limosna a la puerta de la iglesia.
Permanecieron en silencio largo rato, como si se tratara de dos pordioseros que hubieran decidido compartir las limosnas, hasta que Ojeda, sin mirar a su interlocutor y como si estuviese hablando del bochornoso calor que agobiaba, dijo:
—He venido a pedirte perdón.
—¡No veo por qué! —fue la sincera respuesta del manco—. Si las cosas hubieran ocurrido al revés yo nunca os lo habría pedido.
—No podían ocurrir al revés; no por aquel entonces.
—Obtuve lo que busqué.
—Mi obligación era contenerme.
—Y la mía no provocaros… —le hizo notar el otro—. Sentado aquí durante tantos años, he tenido tiempo para meditar en lo que ocurrió aquella noche, y a las puertas de la Casa del Señor no caben engaños; soñé con un atajo hacia la cima y me desperté en un sendero que conducía directamente al abismo. —Tampoco se volvió a mirarle al concluir—: ¡Vaya con Dios, capitán, que conmigo jamás contrajo deuda alguna!
Alonso de Ojeda, el Centauro de Jáquimo, el Colibrí, el Caballero de la Virgen, el vencedor de mil duelos, el hombre que renunció a convertirse en cacique de los indígenas de La Española, el bienamado de la Reina Católica, el raptor del temible Canoabo, el adelantado que dio nombre a Venezuela y determinó que el Nuevo Mundo era un continente y no un archipiélago, el gran maestro de cuantos más tarde lo conquistarían, no tuvo tiempo de saber que el analfabeto Francisco Pizarro, su fiel lugarteniente, se convertiría en el virrey de un gigantesco imperio, que el maloliente Balboa abriría a los hombres el mayor de los océanos, que el mujeriego Cortés dominaría México, que el soñador Ponce de León se haría dueño de Puerto Rico y descubriría la Florida, que el gigantesco Diego Ordaz daría su nombre a una ciudad, que Bartolomé de las Casas se convertiría en el Apóstol de los Indígenas y que el mocoso Amerigo Vespucci le robaría el nombre del continente a su auténtico descubridor mientras que él, el líder indiscutible, aquel a quien todos amaban y respetaban, perecía de hambre y abandono en una vieja cabaña en la desembocadura del río Ozama.
Pidió que sus restos fueran enterrados a la entrada de la iglesia de San Francisco, justo donde aquel a quien dejara manco tantos años atrás pedía limosna, con el ruego que cuantos pisasen su tumba rezaran una corta plegaria por su alma a fin de que el Señor le perdonara sus muchos pecados.
Fue sin duda el más cualificado para aspirar a la gloria, pero la gloria, como las palomas, come migajas en manos anónimas para luego cagarse sobre las estatuas de los grandes hombres.
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
Lanzarote-Madrid, enero de 2007