Uno de sus más amados discípulos, Hernán Cortes, tuvo años después una sangrienta e inolvidable «noche triste», pero aquélla constituyó probablemente una más de las incontables, aunque en este caso incruentas, «noches tristes» de Alonso de Ojeda.

Tendido en un duro camastro, sufriendo los continuos latidos de su pierna herida, acosado por cientos de mosquitos y oyendo los graznidos de aves de mal agüero en la cercana jungla, permanecía inmóvil, con los ojos clavados en la paja del techo, buscando una solución a unos problemas que se presentaban a todas luces irresolubles.

Tenía razón el insistente cuidador de cerdos: lo que estaba en juego era su orgullo de soldado que jamás había dado la espalda al enemigo, por lo que el difícil dilema que ahora se le presentaba podía resumirse en el absurdo contrasentido de que su mayor cobardía se concretaba en la necesidad de demostrar a todos su valor quedándose en el frente de batalla, cuando lo que en realidad debería hacer era marcharse.

¿Podía un comandante en jefe defender mejor a sus hombres con su ausencia que con su presencia?

¿A tal punto llegaba su incompetencia?

En el fondo sabía que no era una cuestión de incompetencia, puesto que cuanto estaba sucediendo debía atribuirse a una sucesión de desgraciados acontecimientos fuera de cualquier control.

No obstante, así como por lo general el ser humano trata de justificar sus actos negándose a admitir sus más evidentes errores, en determinadas circunstancias tan lógica actitud cambia de signo, con lo que se siente predispuesto a cargar con culpas que no le son atribuibles en una especie de ejercicio de masoquismo que con frecuencia conduce al desequilibrio e incluso la desesperación.

Cuando se llega a extremos en que la inteligencia no consigue asimilar unos hechos que se le antojan disparatados, esa inteligencia busca respuestas que no existen y acaba por achacar lo que está sucediendo a pasados errores que en realidad nada tienen que ver con el momento. Es como si considerara que se están pagando viejas facturas pendientes.

Y por desgracia siempre, en algún momento de la vida y en algún lugar olvidado, queda una de esas viejas facturas impagadas.

Aquella noche en el Darién, a orillas del golfo de Urabá, sintiéndose acechado por cientos de ojos que parecían ver en la oscuridad y que estaban aguardando el momento de clavarle de nuevo una saeta emponzoñada, Alonso de Ojeda pasó lentamente revista a sus recuerdos tratando de averiguar quién, de cuantos murieron a sus manos o sufrieron en propia carne la crudeza del filo de su espada, le había lanzado tiempo atrás una maldición de la que no conseguía librarse por más que lo intentara.

Mis errores son sólo míos y acepto pagar por ellos, pero me horroriza comprobar que son cientos los inocentes que han sufrido, sufren y aún sufrirán las consecuencias de mis actos.

Volver atrás, enfundar una espada que jamás debió abandonar su vaina, reparar el dolor causado y permitir que vivieran todos aquellos a los que había arrebatado lo más valioso, permitir de igual modo que los hijos que habrían de tener nacieran y engendraran a su vez nuevos hijos, renunciar desde el primer momento a aquella diabólica habilidad de la que tanto se había enorgullecido estúpidamente, ser otro, o más bien haber sido otro, constituía en aquella triste noche su mayor deseo.

Pero, al igual que la mayoría de los deseos, jamás llegaría a cumplirse.

Nunca se había considerado un sanguinario, pero probablemente su mano había derramado más sangre que ninguna otra.

Nunca se había considerado cruel, pero había causado demasiado dolor a demasiada gente.

Y ahora estaba pagando las consecuencias.

En realidad hacía mucho tiempo que las estaba pagando.

Demasiado.

Aguardó con impaciencia un amanecer que le permitiría dejar de ser un hombre atribulado por la magnitud de sus desgracias y el peso de su conciencia para pasar a convertirse de nuevo en comandante en jefe en activo, preocupado por la seguridad de su tropa. La primera claridad del día le encontró ya en pie sobre la torre que protegía el fortín por su flanco oeste.

Era como la proa de un barco que se adentrara en tierra con el botalón de cinco metros de altura y a sesenta de los primeros árboles, con dos cañones en ángulo casi recto, cargados y listos para disparar barriendo de metralla un frente de media legua de anchura.

—¡Buenos días, Guanche! —saludó al centinela.

—¡Buenos días, capitán!

—¿Alguna novedad?

—Ninguna digna de mención; ha sido una guardia tranquila acompañada con un abundante desayuno a base de jamón y huevos que buena falta me estaba haciendo. El pescado me salía ya por las orejas.

—Pero por lo que tengo entendido, en La Palma soléis comer mucho pescado.

—Una cosa es comer mucho pescado, y otra muy diferente comer sólo pescado, cristiano… —fue la rápida respuesta no exenta del leve tono socarrón tan propio de los palmeros—. De seguir así hubiéramos acabado peinando escamas, pero ahora los hombres están contentos.

—¿Contentos? —El Centauro hizo un amplio ademán para abarcar la densa masa de vegetación que les rodeaba—. ¿Cómo pueden estar contentos en una selva como ésta y rodeados por cientos de caníbales, sólo por haber comido por primera vez en meses algo decente? ¿Es que se han vuelto locos?

El isleño se encogió de hombros y replicó:

—Cuando se apuntaron a esta aventura sabían que venían a la selva. Y también sabían que probablemente se enfrentarían a esos putos caníbales, lo cual quiere decir que era algo asumido y aceptado de antemano. Pero no contaban con el hambre canina que han estado pasando, o sea que si se soluciona ese problema las aguas vuelven a su cauce.

—¡No puedo creerlo!

—¿Y a qué vienen esas dudas tan tontas, cristiano? —inquirió el centinela en el mismo tono cadencioso y casi burlón.

—A que tenía la impresión de que esos hombres se encontraban al borde de la rebelión, e incluso temía que cualquier noche los más desesperados se apoderaran de un navío con el fin de desertar y regresar a Santo Domingo.

—No le diría yo que no estuviera a punto de ocurrir, pero no por falta de disciplina o cobardía, sino porque el hambre es el peor oficial que existe, manda más que nadie y no se atiene a razones; si a la hora en que no hay desayuno en el plato aún no pasa de simple alférez, cuando llega la noche y tampoco hay cena en ese mismo plato se ha convertido en general al que nadie le discute las órdenes.

—¿Quieres decir que ahora ya no es quien manda?

—Ahora quien vuelve a mandar es don Alonso de Ojeda —sentenció con una leve sonrisa el Guanche—. Allá en mi isla existe un dicho: «Dame pan para hoy y esperanza para mañana que yo pondré el resto». Nos ha proporcionado el pan para hoy y ahora sólo le falta ofrecernos la esperanza para mañana.

—¿Y cuál crees tú que podría ser esa esperanza?

—¿Realmente quiere mi opinión?

—Te la estoy pidiendo. Y además la necesito.

El palmero observó a su capitán como tratando de convencerse de que en verdad su opinión le interesaba, dudó unos instantes y por último se decidió a hablar:

—El océano.

Ahora fue Ojeda el que no pudo por menos que observarle un tanto perplejo, para agitar la cabeza negativamente como si temiera no haber oído bien.

—¿El océano? —repitió—. ¿A qué océano te refieres?

El Guanche indicó con un ademán de la barbilla la monótona extensión de floresta que se extendía ante él.

—Al que comienza ahí, al otro lado de esas selvas.

—¿Y qué te hace suponer que al otro lado de esas selvas existe un océano? —quiso saber un desconcertado conquense.

—Las nubes.

—¿Las nubes?

—Eso he dicho.

—¿Acaso las nubes dicen de dónde vienen?

—A un agricultor de La Palma, sí. Y yo provengo de una vieja familia de agricultores palmeros.

—¡Explícate!

—Amanezco casi cada mañana en este puesto de vigilancia, capitán, y puedo ver las forma y la dirección de las nubes antes de que los cambios de viento de la virazón, la neblina que asciende de las copas de los árboles, o este violento sol de todos los demonios las altere —explicó, y esbozó una leve sonrisa al inquirir con la socarronería de siempre—: ¿Me sigue, cristiano?

—Te sigo, cristiano.

—Pues me he dado cuenta de que cuando el viento llega del este empuja nubes dispersas; nubes que han nacido tierra adentro a base de «chupar» agua aquí y allá, de la humedad circundante, y luego deja caer esa agua en violentos chaparrones de corta intensidad. ¿No se había dado cuenta?

—Sin duda, ese tipo de chaparrones abundan.

—Siempre con viento del este —insistió el palmero—. Cuando el viento llega, muy raramente, del norte, es decir del Caribe, las nubes suelen ser más compactas, pese a lo cual empiezan a separarse y perder intensidad a medida que se van adentrando en el golfo, sin que la mayoría de las veces dejen caer a media mañana más que cuatro gotas que refrescan el ambiente, lo cual es muy de agradecer cuando el calor aprieta.

—Ahora que lo mencionas, admito que también me había dado cuenta, aunque nunca le he dado mayor importancia.

—Lógico, porque usted es un hombre de armas que no necesita estar pendiente de lo que diga el cielo.

—Eso es muy cierto; tan sólo alzo los ojos al cielo a la hora de rezar.

—Para un agricultor palmero alzar los ojos al cielo es una forma de rezar, y añadiré que cuando el viento llega desde el oeste trae consigo un frente de nubes tan oscuro, denso y amenazante, como el que trae a La Palma ese mismo viento después de atravesar todo el Atlántico.

—Empiezo a entender lo que pretendes decir: es necesario que exista una inmensa superficie de agua para que se genere una masa de vapor tan poderosa ya que es en esos casos cuando tenemos que aguantar días y días de una lluvia que parece no acabar nunca.

—¡Ni más ni menos! Lo sufrimos durante casi dos meses al llegar, lo hemos vuelto a sufrir en tres o cuatro ocasiones, y sospecho que cuando se cumpla el año de haber llegado aquí, ese diluvio nos volverá a anegar porque se trata de fenómenos cíclicos.

—Suena razonable… —admitió Alonso de Ojeda—. El ritmo de las lluvias suele estar en consonancia con el ritmo de las estaciones… —Se rascó la barba pensativo, contemplando la lejanía como si pretendiera descubrir qué existía más allá de aquella inmensa llanura verde—. O sea que, según tú, ahí enfrente se abre un nuevo océano.

—Pondría la mano en el fuego.

—¿Y a qué distancia puede encontrarse?

—A no menos de cincuenta leguas ni más de cien, pero de la distancia no estoy tan seguro como del hecho de que existe.

—Si tuvieras razón, y la lógica de tu razonamiento se me antoja aceptable, sin duda le estaríamos proporcionando a nuestra gente una esperanza para mañana, vaya que sí. —Hizo una pausa y añadió—: En cuanto lleguen los refuerzos de Enciso nos abriremos paso hasta ese océano, por lo que seremos dueños de la llave de la puerta que conduce a la China y el Cipango.

—Pero ¿cuándo llegará Enciso?

—Ése es ya otro cantar.

—Se rumorea que piensa ir a buscarlo.

—Mi puesto está aquí.

El palmero inclinó apenas la cabeza como para ver mejor a su jefe, y con el tono de voz tranquilo y socarrón que solía emplear, puntualizó:

—Con todos los respetos, capitán, creo que se equivoca. Es mi puesto el que está aquí, vigilando a esas bestias, que es lo que me han enseñado a hacer y creo que hasta ahora he hecho bastante bien. —Señaló con un amplio ademán de la mano cuanto le rodeaba y agregó—: Alonso de Ojeda a la hora de defender estos muros sólo sería una ballesta más, y ni siquiera la más certera, que ese mérito queda para el alférez Nuño Medina. Sin embargo, ni Nuño Medina ni yo podríamos conseguir que la nave de Enciso zarpara por fin de Santo Domingo. —Con afecto y respeto le colocó la mano en el antebrazo y concluyó—: ¡Hágale caso a Pizarro, cristiano! Vuelva a la isla y tráigase a Enciso agarrado de una oreja si es preciso.

El Tremebundo, con unas bodegas en precario que sus ineptos piratas de andar por casa no habían tenido la precaución de lastrar convenientemente una vez desembarcada la mayor parte de su carga, se comportaba como una cáscara de nuez. Comenzó a bailotear locamente en cuanto abandonó la protección del golfo y se aventuró, mal pilotado y desvalido, por la inmensidad del mar de los Caribes.

Su supuesto capitán, capitán de bandoleros de Tierra Firme que no de auténticos marinos, se dio a la angustiosa tarea de vomitar hasta el primer trago de «matadiablos» que había ingerido en su vida, mientras la mayoría de su tripulación no le iba a la zaga en tal empeño, acompañados a su vez por un desencajado Alonso de Ojeda que clamaba al cielo por la mala ocurrencia que había tenido de hacer caso a su gente.

¡Santa María de la Antigua, líbrame de este tormento!

A ratos, más de los aconsejables para la seguridad de la nave, el timón permanecía abandonado mientras el encargado de sostenerlo se inclinaba por la borda con la generosa predisposición de alimentar a los peces con lo poco que aún le quedaba en el estómago, y milagro fue en verdad que en semejantes circunstancias la inestable embarcación no decidiera dar un último salto para quedar al fin con la quilla al aire.

Un viejo bergantín sin lastre en manos de una cuadrilla de salteadores de caminos, juguete de cambiantes vientos en mitad de una mar arbolada, constituía una presa tan cómoda, que tal vez por eso mismo el caprichoso Neptuno decidió no arrastrarlo al abismo de sus profundidades, optando con juguetear con él como un niño con su pato de goma en una bañera.

Tremebundo fue el viaje a buen seguro.

A la deriva, con la vela mayor y la mesana rasgadas de arriba abajo y las descontroladas botavaras saltando de babor a estribor según su antojo, cada minuto amenazaba con ser el último y cada nueva ola la encargada de engullir definitivamente el desvencijado navío.

Cientos, tal vez miles de ellos habían zozobrado con muchos menos méritos en su haber, pero el Tremebundo parecía empecinado en desafiar todas las normas de navegación manteniéndose a flote por el simple placer de llevar la contraria.

Al igual que la Muerte se complace a menudo y contra todo pronóstico en indultar a un desahuciado, prolongando su agonía sin razón aparente en el mismo momento que siega la vida a una alegre muchacha, el cruel mar antillano que pasaría más tarde a la historia por haber devorado cientos de galeones cargados de riquezas, despreció olímpicamente a un barco pirata al que tres auténticos grumetes armados con tirachinas hubieran conseguido capturar sin el menor esfuerzo.

La tercera noche amainó el viento, el mar se serenó hasta el punto de que no se percibía la más leve ondulación, y tal como suele suceder cuando un velero carece de fuerza que le empuje, se transformó en un objeto flotante que pasó a ser propiedad de las corrientes.

Y en el mar de los Caribes la reina de las corrientes llegaba desde el Atlántico cruzando entre las islas de las Antillas, y tras correr a todo lo largo de las costas de Puerto Rico y Santo Domingo se encaminaba directamente al estrecho que separa Cuba de la península del Yucatán. Tiempo más tarde sería bautizada como corriente del Golfo.

El Tremebundo cayó en sus brazos.

Sin remisión posible y sin el menor interés en rebelarse.

Mansamente, incluso podría llegar a asegurarse que amorosamente, la firme corriente empujó al supuesto barco pirata, que ya ni bandera negra lucía, hasta depositarlo sobre un blando banco de arena a menos de media milla de una ancha playa de aguas cristalinas y altísimas palmeras.

Como si la larga travesía le hubiera agotado, el bergantín lanzó un hondo lamento al tiempo que se le aplastaban las cuadernas del fondo y el mar venía a ocupar el vacío que había quedado en sus bodegas.

El bizco, que llevaba dos días sin vomitar, se limitó a echar una ojeada al paisaje, observó cómo el agua iba subiendo hasta alcanzar la cubierta y se limitó a comentar:

—Aquí acaba nuestra carrera de piratas. Botes al agua y a remar.

—¿Pero dónde estamos? —quiso saber el fornido Facundo.

—¡Ni puta idea!

—¡Pues sí que estamos buenos!

—¡Con tal que no nos tengan preparada una horca…!

Desembarcaron las armas, los víveres y el agua que les quedaba, y como caía la noche decidieron aguardar la llegada del nuevo día sin encender fuego y turnándose las guardias a la espera de que en cualquier momento una lluvia de flechas emponzoñadas surgiera de la espesura.

Pero no ocurrió nada.

Ni durante la noche ni en el transcurso de la mañana, como si aquél fuera un lugar deshabitado.

Llegado el momento de emprender la marcha se planteó una pregunta básica. Sólo existían dos direcciones por las que se veían obligados a encaminarse: sureste o noroeste.

Como no se ponían de acuerdo, decidieron que aquélla era una decisión de tal importancia que no resultaba conveniente que, si las cosas se presentaban mal, en un momento dado una parte pudiera echarle la culpa a la otra por haber escogido el rumbo equivocado, lo cual no dejaba más opción que echarlo a suertes.

—Cara hacia el sureste; cruz hacia el noroeste.

Un macizo doblón de oro giró varias veces en el aire y salió cara.

Emprendieron la marcha atentos a la presencia de salvajes, sin apresurarse y concientes de que las prisas no les conducirían más que a llegar antes a un destino que no se presentaba en absoluto halagüeño.

El único que no tenía nada que temer y al que urgía llegar a ese destino, Alonso de Ojeda, no podía acelerar el paso porque aún cojeaba.

La selva era densa, aunque no tanto como en Tierra Firme, y pese a que se vieron obligados a vadear ríos, lagunas y pantanos, no hicieron su aparición las temidas anacondas ni las incontables serpientes ponzoñosas de todo tipo con que se habían visto obligados a lidiar en tiempos no muy lejanos.

Se trataba de una marcha monótona y harto pesada bajo un calor insoportable, en la que su principal enemigo fue pronto el hambre.

Y las fiebres.

Y la fatiga.

Y los propios compañeros que no cesaban de disputar culpándose mutuamente por encontrarse perdidos. Tres hombres se perdieron.

O tal vez decidieron elegir su propio camino.

Otro murió de disentería.

Al cabo de dos semanas llegaron de nuevo a la orilla del mar y al día siguiente distinguieron en la distancia un numeroso grupo de cabañas. Ocultos entre la maleza, estudiaron detenidamente a sus moradores y a los ocupantes de media docena de canoas que pescaban a poca distancia de la costa.

Niños y mujeres se bañaban en la orilla.

Tras un largo rato de cuidadosa observación, el Centauro comentó:

—Son araucos.

—¿Estás seguro? —inquirió un desconfiado Bernardino de Talavera.

—¡Fíjate en sus pantorrillas! Son normales, mientras que a los niños caribes se las deforman desde que nacen.

—Confío en que no te equivoques, porque no me apetece acabar mis días en una cazuela. ¡Vamos allá y que sea lo que Dios quiera!

En efecto, se trataba de pacíficos araucos que les recibieron amistosamente, y que en su idioma, del que ya Ojeda entendía bastantes palabras, les dieron a entender que por aquellos andurriales merodeaba desde tiempo atrás un hombre tan blanco como ellos, pero muchísimo más grande y más barbudo, que solía visitarles con cierta frecuencia.

Lo mandaron buscar, se presentó a los tres días, y era desde luego un gigante. Le sacaba la cabeza al mismísimo Facundo, y su espesísima barba de un negro rabioso le llegaba al pecho.

Su presencia, con una enorme rodela de bronce colgando del brazo, una pesada espada que dos hombres normales no alcanzarían a levantar, y una larga lanza con la que parecía capaz de atravesar a un toro a treinta metros de distancia, imponía tanto respeto como debió imponer en su día el terrorífico Goliat a los ejércitos israelitas.

—¡Bueeenos días, capitán! —saludó nada más llegar, con una afable sonrisa que mostraba una fila de dientes tan blancos y amenazadores como los de un caballo—. ¿Seee acuerda de mí?

—¡Naturalmente Diego! —fue la respuesta del conquense—. De ti nadie se olvida… —Se volvió a sus compañeros de viaje y explicó—: Éste es Diego de Ordaz, el hombre más fuerte que conozco, y uno de los más valientes. Él asegura que nació en Tierra de Campos, allá en Zamora, pero yo siempre he creído que más bien debió de nacer en Tierra de Rocas.

—¡Sieeempre tan amable, capitán!

Su ligera tartamudez invitaba a la burla, pero nadie osaría sonreír ante un auténtico Sansón cuyas manos parecían capaces de aplastar un cráneo humano como si fuera una nuez.

—Me sorprende verte por aquí —comentó el conquense mientras le hacía un afectuoso gesto para que tomara asiento—. Tenía entendido que te habías enrolado en la expedición con la que Diego Velázquez pretendía conquistar Cuba.

—Yyy me enrolé. —La montaña humana hizo una pausa como si necesitara tomar aliento tras cada frase, y una vez se hubo acomodado junto Ojeda se sintió con ánimos para aclarar—: Eeesto es Cuba.

—¿Cuba? —repitió un alarmado Ojeda—. ¡No me jodas!

—¡Nooo le jodo! Es Cuba.

El Centauro de Jáquimo y los pintorescos tripulantes del Tremebundo intercambiaron una mirada de perplejidad y casi que de horror.

—¡Cuba! —repitió estúpidamente el bizco Talavera—. Con tanta puta isla perdida como hay en este Jodido mar de los Caribes, hemos venido a parar a una en la que nos pueden ahorcar. ¡También es mala pata!

—¿Quéee habéis hecho?

—Saltear caminos, aunque nunca matamos a nadie; luego robamos un barco, que resultó ser del cerdo de Ignacio Gamarra, con intención de dedicarnos a la piratería, pero lo único que hemos tenido de piratas es la bandera.

—Yooo represento la autoridad a este lado de la isla y no os ahorcaré —sentenció el zamorano—. Yyy menos por haberle robado un barco al cerdo de Gamarra.

—¿Seguro…?

—Nooo me gusta ahorcar a nadie. Prefiero cortarles la cabeza de un solo tajo, que duele menos; pero tampoco lo haré si prometéis enmendaros.

—¿Y qué otro remedio nos queda? —exclamó el llamado Paniagua haciendo un significativo gesto en derredor—: Aquí no existen caminos que asaltar, ni barcos que robar. Pero tengo la impresión de que ésta es una buena tierra para plantar caña de azúcar y conseguir un matadiablos de excelente calidad.

—Meee encanta el matadiablos —se apresuró a puntualizar el gigante—. ¡Joooder, cómo me gusta!

Durante cierta etapa de su vida el matadiablos fue el único enemigo capaz de derribar cuan largo era al hercúleo Diego de Ordaz, pero las cosas cambiaron el día en que Hernán Cortés le aceptó como uno de sus lugartenientes con la única condición de que no volviera a beber, promesa que el forzudo cumplió a rajatabla.

No obstante, durante la conquista de México se le ocurrió, pese a no estar borracho, la peregrina idea de trepar hasta la cima del volcán Popocatepelt, «La montaña que humea» para los nativos, con el único fin, según él, de «contemplar el paisaje desde allá arriba».

Como con sus cinco mil cuatrocientos metros el Popocatepelt era sin duda la cumbre más alta del mundo conocido por los europeos de su tiempo, el hecho de que fuera capaz de llegar a la cima y regresar como quien ha dado un simple paseo por el campo, le granjeó la admiración tanto de los españoles como de los indígenas, que a partir de ese momento lo vieron como una especie de ente sobrehumano y casi mitológico.

Su única queja fue que «en la cumbre escaseaba el aire y olía mal», por lo que en reconocimiento a su casi increíble hazaña, Carlos V ordenó que a partir de aquel día en su escudo de armas figurara un volcán humeante.

Herido de cierta gravedad durante la Noche Triste, pero reconocido oficialmente como uno de los principales artífices de la conquista de México, el emperador le encargó años más tarde que organizara una expedición en busca del mítico Eldorado, lo que le permitió explorar la totalidad de la cuenca del Orinoco, bautizar el macizo de las Guayanas y descubrir el río Caroní, a cuyas orillas se alza la ciudad que hoy en día lleva su nombre.

Algunos historiadores aseguran que con el tiempo, y a base de mucho masticar pimienta picante, sobre todo el temible tabasco mexicano, consiguió controlar su lengua y vencer su tartamudez, pero lo cierto es que en el otoño de 1510 no era más que una especie de oso solitario que vagabundeaba a su aire por el sur de la isla de Cuba.