Cayó la noche antes de que la esperanza se convirtiera en realidad.

Tal como suele suceder en los peores momentos, la naturaleza se alió con la desgracia: a la densa neblina que cada atardecer cubría la selva circundante se le antojó avanzar sobre las aguas, impidiendo la visión a más de media milla de distancia.

—¡Qué se enciendan hogueras! —ordenó el Centauro—. Que arda todo lo que pueda arder, que las campanas no cesen de repicar y que dispare un cañón cada quince minutos.

Nadie consiguió pegar ojo durante aquella interminable y esperanzada noche, no sólo debido al estruendo, sino al hecho de que desde el «gobernador» al último grumete permanecían atentos a una señal que demostrara que la nave avistada no había pasado de largo.

Pero no obtuvieron ninguna respuesta a sus señales, como si en lugar de una auténtica nave se tratara de un buque fantasma.

—¡Maldito bachiller hijo de puta! ¿Será capaz de haber llegado hasta aquí y volver a marcharse?

—Recemos.

Curiosa estampa fue aquélla: más de un centenar de rudos soldados y marinos arrodillados en torno a una hoguera y en mitad de una sucia playa, elevando al cielo una plegaria para que el cabeza hueca de Fernández de Enciso consiguiera encontrarles.

El amanecer llegó con tanta lentitud que más que un amanecer parecía una burla, y aún tuvieron que aguardar ansiosos largo rato a que los jirones de niebla se fueran disipando y, por fin, un tímido rayo de sol se dignara iluminar a una nave que se mantenía al pairo a menos de media milla de la costa.

Cientos de voces lanzaron casi al unísono un grito de alegría.

No obstante, fueron enmudeciendo a medida que a lo largo del palo mayor del desvencijado bergantín se iba alzando lentamente una bandera negra.

—¡Que el Señor nos ayude! —exclamó un desolado Francisco Pizarro—. Ésa no es la carabela del bachiller Enciso.

—¡Es un barco pirata!

—¡No es posible!

—¿A qué viene entonces esa bandera?

—Nunca se ha visto un barco pirata en el Caribe.

—Pues ya estás viendo el primero.

—Probablemente es inglés.

—No es inglés… —se apresuró a señalar el capitán de la nao capitana—. Yo conozco ese barco; estuvimos arboleados a él toda una semana; es el Tremebundo, un bergantín que ya únicamente se utiliza en cabotaje.

—¿Y qué hace una bergantín de cabotaje dominicano ondeando bandera pirata en el golfo de Urabá?

—¿Y a mí qué me cuentas? ¡Ve a preguntárselo!

—¡Iré yo! —dijo Alonso de Ojeda.

—No me parece una buena idea… —intervino Pizarro, preocupado—. ¿Qué haré si te capturan?

—Lo mismo que harías si capturaran a cualquier otro: intentar liberarle. —Le puso la mano en el antebrazo para tranquilizarlo y añadió—: Pero no te preocupes; quienesquiera que sean esos aspirantes a piratas, no creo que tengan el menor interés en secuestrar a un supuesto «gobernador» muerto de hambre… —Hizo un gesto con la mano a un grupo de remeros y les ordenó con tono tajante—: Botad al agua una falúa y veamos qué diablos pretenden esos garduños.

Minutos después, la frágil embarcación se aproximaba a la borda del vetusto y hediondo navío, que, armado únicamente con un cañón y tres pequeñas bombardas, poco aspecto de tremebundo barco pirata ofrecía.

Les recibieron una treintena de mugrientos y andrajosos perdularios que más parecían asustados mendigos que feroces salteadores de buques, al mando de un bizco de un solo ojo, quien bizqueó aún más al descubrir que quien ponía el pie sobre cubierta era nada más y nada menos que el celebérrimo «gobernador» Alonso de Ojeda.

—¡Bienvenido a bordo, capitán! —dijo ensayando una especie de cortés reverencia—. Me alegra volver a veros y comprobar que, pese a los rumores que corren por La Española, seguís con vida, aunque por lo que veo al fin alguien ha conseguido heriros.

El de Cuenca fijó la vista en aquella especie de desecho humano salido de alguna oscura y hedionda cloaca, asintió con la cabeza admitiendo que le reconocía y al final inquirió:

—¿Serviste a mis órdenes, no es cierto?

—En Guadalupe y Jáquimo, capitán. Y a mucha honra.

—¿Cómo te llamas?

—Bernardino de Talavera, capitán.

—Sí, es cierto; el bizco Talavera, que se cubrió de gloria en Jáquimo y si mal no recuerdo se quedó a vivir allí. —Lo observó de arriba abajo con gesto de disgusto por su deplorable aspecto—. ¿Y cómo es que siendo tan buen soldado como me consta que fuiste, y habiéndosete concedido por meritos de guerra una hermosa finca en La Vega Real, has acabado por estos pagos y metido en el innoble oficio de pirata?

—Porque más que piratas somos salteadores de caminos, capitán. Acabamos tan bajo porque el negocio de la caña de azúcar nos fue mal, aunque admito que no por culpa del azúcar, sino de la caña.

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Que un malhadado día que no teníamos nada mejor que hacer, aquí mis amigos y yo descubrimos que al destilar la melaza que queda de fabricar azúcar se produce un licor fuerte como un rayo. En un principio quema la garganta y provoca llamas en el estómago; un auténtico «matadiablos», pero tan delicioso que, cuando te acostumbras a él, el mejor vino te sabe a agua sucia. —Se encogió de hombros con gesto fatalista y concluyó—: Y ésa fue nuestra perdición.

—¿O sea que os habéis convertido en un pandilla de borrachos?

—Lo de borracho suena más bien a vino peleón y tabernario… —replicó el otro con sorna—. Digamos que a nosotros lo que nos va es el alcohol limpio y en estado casi puro, o sea que en realidad nos hemos convertido en alcohólicos.

—¡Extraña y absurda definición, a fe mía! —masculló el Centauro—. Y por más que intentes convencerme, no me cabe en la cabeza que por culpa de una bebida hombres de bien acaben como piratas.

—Es que en La Española no teníamos ya donde ocultarnos, y como sabíamos que nos aguardaba la horca porque el joven Colón no se lo piensa a la hora de colgar a la gente, decidimos apoderarnos de esta vieja bañera y poner tierra, o mejor dicho agua, por medio.

—O sea que además sois fugitivos del cadalso.

—¡Exactamente!

—¿Y a qué viene entonces la payasada de la bandera?

—Cuestión de prestigio, capitán —replicó el otro, y soltó una corta y descarada carcajada—. No hubiera quedado nada elegante izar una bandera con una horca en el centro. No es de recibo.

Alguien se había apresurado a traer abundante vino, jamón, chorizo y galletas, de modo que tanto los improvisados piratas como los expedicionarios se acomodaron sobre cubierta para desayunar amigablemente, sin interrumpir por ello tan desconcertante conversación:

—¿Y cómo es que habéis venido a parar a tan apartado lugar del mundo? —quiso saber el de Cuenca cuando su hambre comenzaba a mitigarse—. ¿No hubiera sido más lógico emprender viaje de vuelta a España?

—Este trasto no llega a España ni en sueños, entre otras cosas porque no tenemos mucha idea de cómo manejarlo —respondió el bizco—. Y además pronto llegamos a la conclusión de que el verdadero negocio estaba aquí, en Urabá.

—¿Negocio? —se sorprendió su interlocutor—. ¿A qué clase de negocio te refieres?

El otro se limitó a sonreír guiñando un ojo al tiempo que señalaba el jamón y los chorizos.

—A éste —dijo—. Nos apoderamos del barco cuando sabíamos que iba cargado hasta los topes de vituallas de Santo Domingo a las plantaciones de azúcar de Xaraguá; y sabíamos también que aquí en Urabá doscientos hombres aguardan desde hace ocho meses la llegada de una carabela que continúa atracada en el río Ozama.

—¿La de Enciso?

—La misma.

—¿Y sabes por qué no ha zarpado aún?

—Se rumorea que Ignacio Gamarra, un redomado cabrón al que conozco bien, y que por cierto es el dueño de toda la mercancía que llevamos a bordo, le ha impedido hacerse a la mar alegando no sé qué tipo de pleitos que al parecer se pueden prolongar varios meses.

—¡No es posible! —se espantó el conquense—. ¿Qué tiene que ver Ignacio Gamarra en todo esto? ¿Hasta cuándo va a continuar persiguiéndome ese maldito hijo de puta? ¿Qué daño le he hecho?

—Lo ignoro, capitán, pero grave debe de ser a su modo de ver, cuando consiente que cientos de desgraciados compatriotas que nada tienen que ver con la ofensa carguen con las culpas.

—Pues juro sobre la tumba de mi madre que no tengo ni la menor idea de qué o cuándo pude hacerle algo que tanto enojo le causara.

—A la vista de ello, mi consejo es que le atraveséis el corazón de una estocada en cuanto lo veáis, o acabará siendo vuestra ruina si es que no lo ha sido ya.

—Jamás he atacado a un hombre desarmado.

—¡Y así os va, o sea que es hora de que empecéis a cambiar de táctica! —El descarado malandrín bebió un largo trago de una mugrienta bota, se secó los labios y tras mostrar sus carcomidos y amarillentos dientes en lo que pretendía ser una amistosa sonrisa, inquirió—: ¿Hablamos de negocios?

—¿Qué clase de negocios?

—Vino y víveres suficientes para aguantar dos meses sin problemas… —Hizo una significativa pausa para añadir con marcada intención—: Y seis barriles de la mejor pólvora.

—¿Y qué quieres a cambio?

—¿Qué puede ofrecerme? —replicó el aprendiz de pirata—. Admito moneda de curso legal, oro, diamantes, perlas, esmeraldas, pimienta, clavo, canela y palo brasil.

—Algo de eso tenemos, aunque no en exceso.

—De poco o nada os sirve en la actual situación, mientras que lo que se oculta ahí abajo hará bailar de alegría a su gente durante toda una noche… —Hizo un gesto a dos de sus hombres, que se apresuraron a quitar una lona dejando al descubierto una amplia bodega, en efecto, rebosante de sacos y de los más sabrosos manjares.

—¡Dios bendito! —no pudo por menos que exclamar uno de los remeros que no había cesado de trasegar vino y jamón—. Es el espectáculo más hermoso que he contemplado nunca.

—¡Estoy de acuerdo! —coincidió el de Cuenca—. O sea que apresuraos a regresar a tierra y pedidle a la gente que aporte cuanto tenga… —Alzó el dedo en un autoritario gesto—: Y que Pizarro les advierta claramente que aquel a quien descubra con algo de valor encima, aunque se trate de una medalla recuerdo de su madre, será ahorcado de inmediato. ¿Está claro?

—Como el agua, capitán; no hay medalla, aunque sea recuerdo de una madre, que en estos momentos pueda compararse a un buen chorizo.

—¡Aprisa entonces!

En cuanto la falúa se hubo alejado, bebió largamente de la bota que le ofrecía el bizco.

—Y ahora cuéntame cómo van las cosas en la isla —pidió luego.

—¿Cómo quiere que vayan? Las minas de oro se agotaron, los indios escasean, por lo que cada vez se importan más esclavos africanos, y la corrupción se ha adueñado de todo. No obstante, debo admitir que el joven Colón es menos avaro y bastante mejor gobernador que sus antecesores, excepto por esa absurda manía que le ha entrado de colgar a la gente.

—Colgar a los salteadores de caminos no es una manía; es la ley.

—Injusta a todas luces, porque lo único que hacíamos era arrebatarle a gente como Gamarra una mínima parte de lo que habían arrebatado a los indios y los negros, a los que explotan de forma inhumana. ¡Los incontables «gamarras» de la isla sí que merecen la horca!

—Mentiría si dijera que estoy en desacuerdo, pero que no trascienda de esta cubierta.

—¡Me consta! Y jamás saldrá de mis labios que el más bravo capitán de las Indias prefiere un salteador a un corrupto.

—¿Puedes darme noticias de mi familia?

—Tal vez sí, pues mi buen amigo Facundo tiene dos hijos con una prima de vuestra esposa que también vive en Azúa… —Alzó la voz hacia un hombretón que se afanaba en afilar una y otra vez una larga espada—. ¡Facundo! ¿Sabes algo de la mujer de don Alonso?

—Que la última vez que la vi la tripa le llegaba a los dientes —fue la brutal y desconsiderada respuesta.

—Buena noticia, sin duda —admitió con una leve sonrisa el de Cuenca—. Isabel tan sólo se siente verdaderamente feliz cuando espera un hijo. ¿Tienes idea de quién puede ser el padre?

—Hasta ahí no llego, capitán; nunca he sentido curiosidad por saber quién se acuesta con quién —señaló el hombretón—. Lo que sí puedo decirle es que sus hijos correteaban por el pueblo como cabras salvajes.

—Con eso me basta.

—¿Acaso no sentís celos de que vuestra esposa espere un hijo del que, visto el tiempo que lleváis embarcado, no podéis ser el padre? —se sorprendió Bernardino de Talavera.

—¿Por qué habría de sentirlos? —replicó en el mismo tono de sorpresa el aludido—. Isabel sigue siendo la madre de mis hijos y mi mejor amiga, y cuando entre una mujer y un sueño, un hombre elige el sueño, la mujer tiene derecho a elegir entre ese hombre y otro hombre… u otro sueño.

—Pues si yo tuviera una mujer como Isabel y me pusiera los cuernos, le sacaba las tripas… —Meditó unos instantes y añadió—: Pero tal vez se deba a que soy bizco.

—Tal vez. Y ahora cuéntame cosas de España.

—Lo más sonado es que la reina Juana está como un auténtico cencerro. La han encerrado definitivamente en Tordesillas, donde aseguran que ni se baña, ni se peina ni se cambia de ropa, y no para de llorar noche y día clamando por su difunto esposo, que por lo visto debía de tener una verga del tamaño, la consistencia y la resistencia del palo de mesana.

—Más respeto, Bernardino, que sigue siendo tu reina.

—Se supone que los piratas no debemos respetar nada, y menos a una reina que olvidó sus deberes para con sus súbditos por perder la chaveta abriéndose de piernas bajo un jodido garañón que, encima, era alemán.

—Aunque así sea, nadie puede juzgar hasta qué extremos puede llegar el amor, aparte de que tú tienes de pirata lo que yo de fraile. ¿A cuántos barcos has asaltado en este tiempo?

—¿Con semejante trasto que de tremebundo no tiene más que el nombre? —repuso el bizco—. ¡Oh, vamos, capitán! Aún no hemos hecho la prueba, pero estoy convencido de que si disparásemos ese maldito cañón nos voltearíamos hasta quedar con la quilla al aire.

—¿Y qué futuro tenéis como piratas si no podéis atacar a nadie?

—Como piratas ninguno, pero venderemos nuestra mercancía, compraremos semillas y maquinaria y nos establecemos en cualquier isla perdida de la bajamar, a plantar caña y fabricar ese bendito «matadiablos», porque estoy seguro de que si conseguimos comercializarlo nos haremos ricos.

—Eras un buen soldado y a poco que te hubieras esforzado hubieras hecho carrera en el ejército. Todavía no entiendo cómo has podido acabar en esto.

—Tal vez porque nunca supe leer ni escribir.

—Tampoco sabía Pizarro y ya es mi lugarteniente.

—¡Hermoso ejemplo, vive Dios! Me juego el gaznate a que en estos momentos me besaría el culo por uno de esos jamones.

—Pizarro nunca le besaría el culo a nadie.

—¡Es posible! Pero a fe que prefiero estar aquí, rodeado de jamones, que allí enfrente rodeado de salvajes… —Alzó la mano llamando la atención de otro de sus hombres—. ¡Paniagua! Trae el «matadiablos» para que aquí don Alonso pueda hacerse una idea sobre sus cualidades.

El aludido desapareció en la camareta para regresar al poco con un barrilito que parecía cuidar como si contuviera oro derretido, así como un pequeño cazo que Bernardino de Talavera llenó hasta la mitad de un líquido ligeramente amarillento. Se lo entregó al Centauro como si se tratase de la mismísima ambrosía de los dioses del Olimpo.

—¡Pruebe, capitán!

Éste dudó, un poco impresionado por el ceremonial, o tal vez por el riesgo que pudiese suponer la ingesta de un desconocido licor que, al parecer, traía tan nefastas consecuencias, pero al fin se decidió. Bebió a pequeños sorbos hasta que de pronto lanzó un sonoro resoplido como para refrescarse la boca.

—¡La madre que lo parió! —exclamó—. ¡Abrasa!

—¡Aguardad un momento! ¿Verdad que ahora os invade una sensación de bienestar como no habíais experimentado nunca?

—Lo que me invade es la sensación de que me ha hecho un agujero en el estómago.

—Eso es sólo el principio; luego viene la gloria.

Debo admitir que aquel maldito brebaje no mataba diablos: lo que en verdad hacía era despertarlos.

Como a los hombres de Bernardino de Talavera sólo les interesaba el abrasador «matadiablos», que acabaría por llamarse ron y durante los siglos siguientes causaría estragos entre la población nativa del Caribe, e incluso entre la marinería de medio mundo, se mostraron como implacables bandidos o verdaderos piratas a la hora de negociar el precio de cada saco de harina, cada jamón, cada ristra de chorizos o cada barril de pólvora.

—Entienda, capitán, que lo que está en juego son nuestras vidas… —alegaba a modo de disculpa el bizco—. Tengo treinta y dos bocas que comen a diario, y con lo que obtengamos aquí deberemos comprar todo lo necesario para mantenernos aislados en cualquier lugar remoto durante sabe Dios cuánto tiempo.

—Yo podría hablar con don Diego Colón para que os indultara a cambio del favor que le hacéis a la Corona por haber venido a salvar a sus expedicionarios.

—Continuáis siendo el mismo iluso que conocí en Guadalupe, capitán —replicó el de Talavera mientras se acomodaba en un enorme sillón que había colocado junto a la escalerilla por la que se iban desembarcando unas mercancías que examinaba personalmente—. La Corona cobra deudas pero nunca devuelve favores, dado que se presupone que es tan poderosa que no necesita favor alguno. —Guiñó una vez más su ojo sano al añadir—: Aparte de que el joven Colón alegaría, y razón no le faltaría, que poco mérito tiene acudir en vuestra ayuda con un barco y unos bastimentos que no nos pertenecen. En verdad que lamento el expolio, pero consolaos con la idea de que ni el oro ni las perlas alimentan el cuerpo, y tampoco al espíritu en las actuales circunstancias.

—En eso estoy de acuerdo, y poca importancia le doy a tales objetos, pero me amarga y entristece ver cómo estos valientes soldados y marinos que me siguieron con los ojos cerrados, confiando en que a mi lado harían fortuna, se tienen que desprender de lo poco que hasta ahora han conseguido a cambio de algo que tendrán que comerse.

—No os llaméis a engaño, don Alonso —fue la hábil respuesta—. Lo que obtienen a cambio es, al igual que nosotros, esperanza de vida. ¡Ojalá todos pudiéramos comprar un par de meses de ella cuando la vieja de la guadaña nos viene pisando los talones!

—En eso llevas razón.

—Sin duda. Como decía mi abuelo, «nada hay más inútil que el recato en una puta y el oro en una tumba». —Hizo un gesto hacia los sacos que se estaban descargando en una falúa—. Si con esa harina vuestra gente resiste hasta que llegue el bachiller Enciso, ocasión tendrán de conseguir nuevas riquezas, aunque no se me antoja éste el lugar más apropiado para ello.

—No lo es, en efecto. Si el Señor tuvo intención de crear una sucursal del infierno aquí en la Tierra, el Darién fue sin duda el punto elegido. Pero debemos esperar aquí o de lo contrario Enciso no sabría dónde encontrarnos; este Nuevo Mundo es un gigantesco laberinto.

—¿Y si el bachiller nunca llega?

—Llegará.

—Vuestra fe me conmueve, como siempre, pero con Gamarra por medio puede que zarpe demasiado tarde… —El aprendiz de pirata hizo una larga pausa, tentó su bota con avidez en un larguísimo trago y luego añadió—: Si admitís un consejo de alguien que siempre os ha apreciado, regresad a Santo Domingo, ajustadle las cuentas a ese hijo de mala madre de Gamarra y volved aquí con vuestras provisiones, o lo perderéis todo.

—No puedo llevarme uno de los barcos dejando San Sebastián más desguarnecido de lo que ya se encuentra.

—Os ofrezco el mío… —El bizco sonrió de oreja a oreja—. ¡Y gratis! Para nosotros será un gran honor desembarcar al Centauro de Jáquimo en cualquier playa de La Española. Al fin y al cabo, todos os debemos algo, ya que de no habernos sabido conducir a la victoria en aquella sangrienta y gloriosa batalla la mayor parte de cuantos nos encontramos aquí estaríamos muertos.

—Te lo agradezco de todo corazón —replicó Ojeda con sinceridad—. Pero como comprenderás, no debo abandonar mi puesto en tan difíciles momentos. Soy el gobernador, y por lo tanto el último que abandonará este lugar cuando haya puesto a salvo a todos mis hombres. Sin embargo… te quedaría eternamente agradecido si te llevaras a Pizarro; él sabría solucionar el problema y traerse a Enciso de regreso.

—¿Pizarro? —se escandalizó su interlocutor—. ¡La mula de Francisco Pizarro! Ese maldito extremeño es un inútil. ¿Cómo pretendéis que un porquerizo analfabeto se enfrente al hombre más astuto, ladino, corrupto, corruptor y poderoso a este lado del océano? Me hacéis reír, don Alonso, por más que sea un asunto muy serio. Además, no me arriesgaré a aproximarme a unas costas en las que me espera la horca. Ni por Pizarro ni por nadie; sólo por vos en persona.

—Pero…

—No admito peros ni «fiaos», don Alonso. Mañana al mediodía, en cuanto acabemos de descargar, levaré anclas y a buen seguro que jamás volveréis a ver el poco pelo que me queda. —Abrió ambas manos con las palmas hacia arriba como sin pretendiera demostrar que no había nada en ellas—. Ésta es mi última oferta y vuestra última oportunidad.

Esa noche, con los estómagos llenos por primera vez en mucho tiempo, el Centauro convocó a sus hombres de confianza en el comedor del fortín para exponerles la situación con la misma claridad con que el bizco se la había expuesto a él.

—Al parecer, la culpa de que la carabela de Enciso no haya llegado es mía, aunque una vez más confieso que ignoro los motivos. Y lo que no puedo saber es por cuánto tiempo conseguirá retenerla Ignacio Gamarra.

—Conociéndole, años… —señaló uno de los capitanes—. Tiene comprada a la gente del puerto para que hagan la vista gorda sobre los sacos de azúcar que manda a España. Así se evita pagar el quinto de los impuestos.

—Pero alguien habrá que anteponga la vida de doscientos compatriotas a las maquinaciones de semejante babosa.

—Si no ha aparecido en estos ocho meses, dudo que aparezca.

El de Cuenca reflexionó, observó los rostros que aguardaban a que él, como comandante en jefe, tomara una decisión, y por fin, con lo que sin duda constituía un supremo esfuerzo, comentó:

—En ese caso propongo que, como ahora tenemos bastimentos para aguantar la travesía hasta La Española, demos por concluida esta aventura.

—¿Hablas en serio? —se horrorizó Pizarro.

—Muy en serio.

—¿Y tirar por la borda tantos meses de esfuerzo y sufrimiento dejando en el olvido el sacrificio de casi un centenar de valientes compañeros de armas, entre ellos maese Juan de la Cosa?

—Lo primero es la seguridad de nuestros hombres.

—Esos hombres nunca buscaron seguridad sino un futuro, Alonso. No estoy dispuesto a regresar a servir mesas y limpiar vómitos en una taberna, e imagino que la mayoría de ellos tampoco están dispuestos a volver a vagabundear por las calles de Santo Domingo.

—¿Quién está de acuerdo con Pizarro?

Todos menos uno alzaron la mano, por lo que el conquense se limitó a encogerse de hombros y aceptar la decisión.

—En ese caso resistiremos a la espera de Enciso.

—¡No estoy de acuerdo!

—¡Carajo, Francisco! ¿Es que no puedes estar nunca de acuerdo con nada ni con nadie?

—Estoy de acuerdo con el bizco —fue la seca respuesta del futuro conquistador del Perú—. Tú sigues siendo el Centauro de Jáquimo, un hombre admirado y respetado, que por si fuera poco detenta el título de gobernador, aunque sea de este lugar maldito por los dioses.

—¿Y qué?

—Que eres el único al que don Diego escuchará, porque le consta que el rey te aprecia, aunque no tanto como doña Isabel. Si le adviertes que estás dispuesto a enviarle una carta a don Fernando exponiéndole tus quejas sobre la retención del barco y señalando que están en juego la vida de doscientos de sus súbditos, dudo que se arriesgue a seguir haciéndole el juego a Gamarra.

—En eso también yo estoy de acuerdo… —puntualizó uno de los capitanes.

—¡Y yo!

—Es la única salida que nos queda.

—Pero es la única que no puedo tomar… —replicó Alonso de Ojeda—. ¡Seré el último en marcharme, si es que alguna vez me marcho!

—¿Por una simple cuestión de maldito orgullo de comandante en jefe? —aventuró Pizarro.

—¡Contén la lengua o no respondo!

—Si ahora contengo la lengua nunca más volveré a hablar sin sentir vergüenza de mí mismo —replicó con su acritud habitual el extremeño—. Muchos de los que estamos aquí somos capaces de defender esta plaza hasta que tengamos que comernos las botas, si es necesario, pero ninguno puede ir a encararse a don Diego Colón o a Gamarra. Un comandante en jefe debe demostrarlo acudiendo allí donde más se le necesita, no donde él quiere estar porque su honor se lo exige.

—Eres la única persona de quien esperaba que me dijera algo así.

—¡Te equivocas! Soy la única que puede decírtelo por lo mucho que te aprecio y respeto. Si ya no confías en mí, nombra a otro lugarteniente al mando de la plaza, pero vete.

Alonso de Ojeda se puso en pie, recorrió la estancia cojeando ligeramente, puesto que aún le molestaba la pierna herida, giró por tres veces en torno a la mesa seguido por las miradas de todos, emitió un sonoro bufido que más parecía un lamento, alzó los ojos al cielo como si le estuviera pidiendo cuentas por las innumerables desgracias que había arrojado sobre su cabeza, y por último regresó a su sitio para reconocer con voz ronca:

—¡No sé qué hacer! Siempre confié en que la Virgen me indicaría el camino a seguir, pero empiezo a creer que nunca se decidió a atravesar ese maldito océano.