Vientos contrarios, lluvias torrenciales y una mar arbolada zarandearon durante días y noches unos navíos que a duras penas conseguían mantenerse a flote y a la vista los unos de los otros. La pertinaz galerna les persiguió incluso hasta el golfo de Urabá, donde los capitanes se apresuraron a largar anclas en la primera ensenada de la costa oeste que se les antojó suficientemente protegida como para que las furiosas olas no los lanzaran contra las rocas, dando así por concluida una aventura que más podía calificarse de desventura, dada la continua sucesión de trágicos acontecimientos.
Alonso de Ojeda se negaba a aceptar que el destino se cebara en él con tan desaforada crueldad cuando apenas un par de semanas antes, en el momento de zarpar de Santo Domingo, podía asegurarse que la esquiva suerte había decidido sonreírle por primera vez en mucho tiempo.
El trágico final de maese Juan de la Cosa, más un hermano que un amigo, le había afectado a tal punto que parecía haber envejecido diez años, tal vez porque en el fondo de su alma se sentía culpable por cuanto había acontecido.
Le constaba que había desoído los consejos de quien siempre demostró ser más sabio y prudente que él, por lo que estaba convencido de que cargaría por el resto de sus días con el peso de las muertes de setenta y tres hombres que le siguieron ciegamente porque él era el Centauro de Jáquimo, un héroe de leyenda que había demostrado hasta la saciedad que sabía esquivar todos los peligros.
Una vez más había demostrado que sabía hacerlo, pero no sabía cómo evitar que los que confiaban en él también se libraran de la muerte.
¿Adónde irían las almas de quienes habían sido devorados por otros hombres?
¿Tenían acaso que rezar a sus desaparecidos sobre los cadáveres de los bonda que se pudrían al sol en las afueras de Turbaco, dado que eran quienes habían devorado a sus compañeros de armas?
Al contemplar los cuerpos sin vida de aquellos abominables seres, mitad hombres mitad bestias, el conquense no pudo por menos que preguntarse en el interior de cuál de ellos se encontrarían los restos de aquel a quien había amado y respetado tanto.
Sus ojos de mirar profundo, sus labios de eterna sonrisa socarrona y sus largas manos, las más hábiles del planeta a la hora de pintar mapas, tal vez habían servido de cena a un niño bonda, y pese a que la cabeza de ese niño hubiera sido separada del tronco por el enfurecido mandoble de un soldado sediento de venganza, ninguna venganza compensaba cuando se evocaba el horror de tan espeluznante escena.
Cuando el dolor, la vergüenza y el remordimiento se instalan en la boca del estómago y se abrazan al corazón impidiéndole latir con normalidad, raramente se consigue librarse de ellos.
Al llegar a Urabá, Alonso de Ojeda tenía plena conciencia de que esa amarga y angustiosa sensación de insoportable peso y profundo vacío no le abandonaría jamás, por lo que escribió quizá por primera vez con mano temblorosa:
Quien devoró el cuerpo de Juan, devoró al propio tiempo mi alma, con la única diferencia de que su sufrimiento duró apenas unos minutos, mientras que yo tengo la impresión de que me está royendo el corazón a todas horas.
Difícil resultaba vivir con tal insoportable carga, y más aún impartir órdenes a sabiendas de que podía estar cometiendo un error de parecidas proporciones.
El hombre sereno, el capitán sin miedo, el espadachín seguro de sí mismo, había perdido la fe en sus aptitudes, y los aullidos del viento entre las jarcias, el retumbar del diluvio sobre cubierta y el continuo golpear de las olas contra el casco no contribuían a que recuperara la presencia de ánimo.
Pizarro, el siempre hosco y retraído Pizarro, dio pruebas en esta ocasión de una sensibilidad impropia de un hombre de su agrio carácter, intentando convencer a quien tanto admiraba que no debía echar sobre sus espaldas toda la culpa de la tragedia.
Sin embargo, a bordo eran muchos los que le acusaban de imprudencia temeraria.
Un negro manto, ¡la desgracia!, parecía haberse extendido sobre unos expedicionarios que ya empezaban a presentir, e incluso a «saber», que la caprichosa fortuna de la primera semana de apacible navegación jamás retornaría.
Razón tenían, puesto que evidentemente habían ido a parar al peor de los lugares imaginables.
¡El Darién!
Cuando las cosas van mal poco esfuerzo se necesita para que vayan a peor.
Cuando aquellos a quienes amamos han sido masacrados y el mar, la lluvia y el viento se han puesto en contra nuestra, el final de tan espinoso sendero acaba por desembocar en el más inhóspito y hostil de los lugares…
¡El Darién!
¿Era por ventura aquél el hermoso virreinato que la Corona le había concedido por sus muchos méritos, o se trataba más bien del infernal destierro al que le habían condenado por sus incontables delitos?
La cortina de agua sólo permitía distinguir una larga hilera de altos árboles que conformaban un espeso muro a medio centenar de metros de una playa fangosa y cubierta de la vegetación maloliente y putrefacta arrastrada por el mar durante siglos, mientras que en los cortos períodos en que la lluvia cesaba, un espeso vaho se alzaba de inmediato confiriendo al paisaje un aspecto ciertamente fantasmagórico.
Jirones de niebla corrían sobre las copas de unas palmeras moriche que crecían rectas y gruesas, sin la estilizada gracia curvilínea de los cocoteros antillanos, y aun tratándose como se trataba de un paisaje tropical, invitaba más al abatimiento y la melancolía que al entusiasmo lógico de quienes supuestamente se encontraban a las puertas de la gloria.
Aguardaron seis días a que el temporal amainara y aquel mohoso rincón del mundo volviera a parecerse al mar Caribe, pero era tal la depresión que comenzaba a apoderarse de los ánimos, que el Centauro decidió desembarcar aun sabiendo que aquél no era un enclave apropiado para fundar una ciudad.
De la profundidad de la foresta surgió de inmediato un enjambre de flechas que fueron a estrellarse contra los escudos de madera que Ojeda había ordenado fabricar.
Bastó con observarles la punta de piedra cubierta de un espeso betún negruzco para saber que los peores augurios se cumplían:
¡Curare!
¡Veneno!
Por qué a lo largo de aquella maldita costa —miles de leguas desde casi la desembocadura del Amazonas—, que era el punto más al sur que habían explorado, hasta las costas de Panamá, se alternaban sin orden ni concierto tribus amistosas con tribus hostiles, feroces caníbales con muchachas apasionadas, y flechas normales con saetas emponzoñadas, era algo que ni el Centauro de Jáquimo ni ninguno de sus compañeros de penalidades alcanzaban a explicarse.
—Es como si en España Murcia estuviera poblada únicamente por lapones, Valencia por chinos, Barcelona por negros y Gerona otra vez por lapones. ¡Mundo de locos!
—Locos o no locos, una cosa es combatir cuerpo a cuerpo por muy superior en número que sea el enemigo, y otra enfrentarnos nuevamente al veneno —masculló Pizarro con tono pesimista—. Nos encontramos en total desventaja.
Su comandante, aquel en quien tan ciegamente había confiado siempre, tardó en responder, pues estaba concentrado en estudiar el largo dardo de caña y plumas de papagayo que sostenía en las manos. Al fin asintió una y otra vez, como para sí, y comentó:
—Tal vez no estemos en tanta desventaja como parece.
—¿A qué te refieres?
El de Cuenca raspó con su daga la punta de la flecha y le mostró la masa pegajosa y negruzca que había quedado adherida a ella.
—Que donde las dan, las toman… —señaló con una leve sonrisa—. Éste es un camino de ida y vuelta en el que nuestras ballestas son mucho más potentes que sus arcos. ¡Quieren veneno, pues les devolveremos su propio veneno en dosis elevadas! Que todos los hombres se ocupen de recoger las flechas de esos hijos de puta y recolecten esta porquería. Se la enviaremos de vuelta a casa.
La astuta táctica de utilizar las propias armas del enemigo equilibraba un tanto las fuerzas, pero no en la medida que hubiera sido necesario.
Los nativos urabaes, amén de ser infinitamente superiores en número, actuaban siempre al amparo de la espesura, sin apenas dejarse ver más que como sombras que cruzaban de improviso de un matorral a otro, o se adivinaban más que verse trepadas en la copa de una ceiba. Por el contrario, los expedicionarios se veían obligados a salir a campo abierto, mejor dicho a aquella abierta playa fangosa, a fin de aproximarse a la selva y talar los árboles que habrían de conformar la empalizada de un rudimentario fuerte que bautizaron como San Sebastián de Buenavista de Urabá en memoria del mártir que, al igual que tantos de sus compañeros de armas, había caído bajo las saetas.
Ojeda opinaba que el nombre de Santa María de la Antigua debía reservarse para un enclave definitivo y más acogedor que aquel improvisado y desolado fortín perdido en el confín del mundo.
Cesaron las lluvias y le sucedieron, casi sin transición, bochornosos calores que a las pocas horas obligaban a añorar el insoportable diluvio.
—De la sartén al fuego o del fuego a la sartén… —no pudo por menos que comentar un agobiado Francisco Pizarro—. Tenías razón: éste es un mundo de excesos que al parecer no conoce los términos medios; lo mismo puede acabar contigo una serpiente de siete metros que un invisible gusano que anida bajo las uñas y te infecta hasta que tienen que amputarte el brazo. —El extremeño hizo una larga pausa y luego preguntó—: ¿Qué se nos ha perdido aquí, Alonso?
—Un sueño.
—Más bien se me antoja una maldita pesadilla.
—Ése suele ser el problema de los sueños, querido amigo; los persigues con ansia y cuando al fin crees alcanzarlos, ha pasado tanto tiempo que se han transformado en pesadillas.
—Pues ésta es de las peores, porque los hombres empiezan a estar agotados —aseguró el lugarteniente—. Y asustados.
—Acepto lo primero porque es una cuestión que atañe al cuerpo, cuya resistencia tiene unos límites que nadie es capaz de sobrepasar, pero no lo segundo, porque el miedo sólo atañe al espíritu y para éste no existe límite alguno.
—Como frase es acertada, pero como realidad tienes que admitir que no existe espíritu sin cuerpo, y cuando el cuerpo ha sido definitivamente derrotado el espíritu acaba derrumbándose de igual modo. —Pizarro lanzó un hondo suspiro y añadió con absoluta convicción—: Esta empresa nos sobrepasa con creces y lo sabes; doscientos hombres mal pertrechados y con el estómago vacío nunca conseguirán abrirse paso a través de esos hediondos pantanos.
—Pronto llegará Enciso con una carabela repleta de hombres, armas y alimentos.
—Ya debería estar aquí, por lo que no me extrañaría que esa maldita galerna lo hubiera enviado al infierno. Puede que sea hombre en verdad letrado, pero sospecho que de los asuntos del mar y sus peligros no le enseñaron mucho.
—Es animoso.
—Ser animoso en las actuales circunstancias es como ser médico en un funeral de corpore insepulto. Como sus velas no hagan pronto su aparición, los hombres empezarán a clamar por el regreso.
—¡Dios proveerá!
—Sin ánimo de parecer blasfemo, en estos momentos preferiría que proveyera el bachiller Enciso, que está más cerca.
—Enciso sólo traerá armas y alimentos, mientras que el Señor puede traer un milagro, que es lo que en verdad necesitamos para salir con bien de este atolladero.
Pero no eran tiempos de milagros ni lugar que se prestara a ello, sino más bien todo lo contrario, ya que si mal andaban las cosas para los expedicionarios, peor se presentaron al día siguiente. Sin que nadie consiguiera explicarse cómo pudo suceder, tres marineros que estaban pescando desde una falúa muy cerca de la orilla desaparecieron como tragados por las aguas.
A media tarde les daban por ahogados, pero en cuanto oscureció comenzaron a oír aullidos de socorro y desesperadas llamadas que llegaban de la espesura.
—¡Nos están comiendo! —gritaban presas del pánico—. ¡Ayudadnos, por Dios, ayudadnos! ¡Nos están cortando a trozos y devorando! ¡Capitán! ¡Por favor, capitán!
Seguían alaridos que causaban espanto, helando la sangre.
En un primer momento el Centauro ordenó que hasta el último hombre se dispusiera para el combate, pero el prudente Pizarro le hizo comprender que adentrarse en el pantanal en plena noche sería un auténtico suicidio.
—Estarán muertos cuando lleguemos hasta ellos, si es que llegamos —dijo—. No vuelvas a caer en la trampa de Turbaco; es lo que esas bestias pretenden al dejarlos gritar de esa manera.
Aunque le costó un esfuerzo sobrehumano contener su impulso de acudir al rescate de sus hombres, el Centauro comprendió que el extremeño tenía razón, por lo que mandó llamar a los artilleros y ordenó secamente:
—Disparad todo lo que tengamos contra la zona en que se escuchan los gritos; estoy seguro de que esos desgraciados preferirán morir por nuestras bombas que devorados en vida. Y nos llevaremos por delante a un buen montón de esos hijos de la gran puta.
Durante casi dos horas, hasta que el acero se puso casi al rojo, cañones y bombardas estuvieron escupiendo fuego y plomo sobre una selva que al fin, y pese a la humedad, comenzó a arder iluminando fantasmagóricamente la noche.
Resonaban muchísimos más gritos, pero ya no eran voces españolas suplicando auxilio, sino lamentos de caníbales urabaes heridos o moribundos, pues al parecer no esperaban que el cielo les enviase un castigo semejante.
El alba mostró una desolación extrema en un paisaje ya de por sí desolado.
Y olía a carne asada.
Durante casi toda una semana reinó la paz en el Darién. Ambos bandos se lamían las heridas, que eran muchas y harto profundas, y si bien entre los nativos reinaba el desconcierto a la vista de la matanza que entre sus huestes había causado la artillería, entre los expedicionarios reinaba un hondo pesimismo ante la evidencia de que, aunque hubieran vencido en una cruel batalla, aquélla era una guerra a todas luces perdida de antemano.
La selva que nacía a tiro de piedra de la orilla constituía una fortaleza inexpugnable y un verde muro contra el que no ya doscientos, sino doscientos mil hombres, se habrían estrellado sin conseguir avanzar ni siquiera una legua.
Y tras esa legua al parecer se extendían tres mil leguas de igual modo impenetrables.
Y aun consiguiendo a costa de incontables muertes y sacrificios una victoria pírrica, ¿de qué serviría levantar un virreinato sobre un gigantesco pantano infestado de caimanes, arañas, mosquitos y serpientes?
Allí no había oro, perlas, diamantes, esmeraldas, palo brasil ni nada apetecible que llevarse a la boca, por lo que al final Alonso de Ojeda reunió en torno a una mesa a sus hombres de confianza y los capitanes de las naves para inquirir sin más preámbulos:
—¿Qué debemos hacer, caballeros?
Todos los presentes se observaron un tanto incómodos; por un lado agradecían que se dignara solicitar su consejo, pero tal vez hubieran preferido que les eximiera de la responsabilidad de tomar tan difícil decisión.
—Lo lógico sería retirarnos, pero nos encontramos escasos de bastimentos —señaló el capitán más experimentado tras un momento de vacilación—. Si al abandonar el golfo y adentrarnos en ese imprevisible mar Caribe nos enfrentáramos una vez más a vientos contrarios, lo que por estas latitudes parece el pan nuestro de cada día, corremos el grave riesgo de morir de hambre en alta mar.
—¿Tan escasos andamos de alimentos?
—Lo poco que queda se encuentra ya mohoso y agusanado; más parece veneno que alimento de cristianos.
—Tampoco este lugar ofrece gran cosa que comer.
—Algo de pesca se consigue cerca de las orillas, mientras que en mar abierto no capturábamos más que algún que otro tiburón que escaso apaño hace.
—¡Vive Dios que jamás imaginé que la desgracia nos pudiera perseguir con tanta saña! —masculló casi con desesperación el de Cuenca—. Empiezo a comprender las razones por las que el Señor quiso que este Nuevo Mundo permaneciera ignorado durante miles de años. Debe de ser el cajón de sastre donde fue arrojando todo lo bueno y todo lo malo que le sobró del resto de la Creación.
—Pues a fe mía que mucho debió sobrarle —ironizó Pizarro—. Especialmente árboles.
—E insectos… —apuntó uno de los capitanes—. Miles de millones de insectos de todas las clases, formas y colores, por lo que no me queda un centímetro de piel sin una llaga o una roncha. —Lanzó un malsonante reniego e inquirió—: ¿Dónde diablos puede encontrarse ese maldito Enciso?
—Retozando con las putas de Leonor Banderas o atiborrándose de cochinillo asado en la posada de Catalina Barrancas —comentó un malhumorado asturiano—. ¡Hijo de puta! Cuando me lo eche a la cara le corto los huevos.
—Dudo que se los encuentres.
—Pues le cortaré la nariz, que ésa sí que le sobra.
—Me reservo las orejas.
El Centauro pidió silencio con un gesto y señaló:
—Olvidemos por el momento al bachiller, al que ya me encargaré de pedirle explicaciones y ajustarle las cuentas en su momento. Vayamos a lo práctico. Que levanten la mano los que opinen que es mejor zarpar y arriesgarnos a lo que pueda ocurrirnos en alta mar.
Tan sólo dos de los presentes se decantaron por dicha opción, por lo que quedó aprobado por amplia mayoría que era preferible resistir hasta la llegada de los ansiados refuerzos.
Tomada la decisión, el trabajo se centró en reforzar la cabeza de playa mientras desde las naves se lanzaban toda clase de aparejos de pesca, usando muchas veces como cebo los gusanos que se habían adueñado de los pocos alimentos que quedaban en el fondo de las bodegas.
Tres días más tarde, y en su afán por revisarlo todo personalmente, Alonso de Ojeda cometió la imprudencia de aproximarse demasiado a una espesura de la que surgió de inmediato una flecha que le atravesó limpiamente la pantorrilla izquierda.
Cojeó como buenamente pudo hasta el fortín y ordenó al cirujano:
—Pon un hierro al rojo vivo y cauterízame la herida por dentro.
—¿Por dentro? —se horrorizó el pobre hombre que no daba crédito a lo que oía—. ¿Es que te has vuelto loco?
—Loco estaría si permitiera que el veneno hiciera su efecto.
—¡Pero es que me propones una salvajada!
—Por si no te habías dado cuenta, te aclararé que estamos en tierra de salvajes. Y date prisa porque se trata de mi vida.
Medio centenar de hombres se arremolinaron a observar, con los pelos de punta, cómo su capitán tomaba asiento en un taburete, extendía la pierna para apoyar el pie sobre un tocón de madera, y permitía que un hierro al rojo vivo le atravesara de parte a parte la pantorrilla sin mover un músculo o emitir el más leve lamento.
Aquélla fue la primera ocasión, tras incontables duelos y batallas, en que se pudo comprobar que efectivamente Alonso de Ojeda tenía sangre en las venas. Pero también que debía tratarse de una sangre muy especial, puesto que a media tarde ya andaba de aquí para allá impartiendo órdenes apoyado en una improvisada muleta.
De un brutal incidente que sin duda habría marcado la vida de muchos, sólo dejó constancia a través de una breve anotación:
Aquel día apunto estuve de quedarme cojo.
Ni una sola mención al dolor o la posibilidad de haber muerto por obra de un curare que no debió de tener tiempo ni ocasión de entrar en contacto con la sangre, o si lo hizo fue en una cantidad ínfima.
No obstante, la increíble frialdad y la apabullante presencia de ánimo con que se había enfrentado a unos difíciles acontecimientos en los que estaba en juego su propia vida, tuvieron la virtud de levantar el más que decaído estado de ánimo de una hambrienta y sufrida tropa. Los hombres parecieron pensar que con semejante comandante cualquier proeza resultaba posible.
—Si a mí me quemasen la pierna de parte a parte, los gritos se oirían en Jamaica —comentó un asombrado timonel que no conseguía apartar de la mente el momento en que el fuego comenzó a abrasar la carne—. ¡Ese jodido viejo tiene un par de cojones!
El «viejo» acababa de cumplir cuarenta y un años, aunque cabría asegurar que había vivido un centenar. Pese a la inyección de moral que representó la historia de la pierna atravesada por una saeta, envenenada o no, el hambre comenzó muy pronto a hacer estragos, cuando la mayor parte de los peces de la ensenada fue a parar a la cazuela y el ritmo de capturas disminuía a ojos vistas.
Los cocineros se las ingeniaban para hacer sopa con almejas, cangrejos y cuanto bicho viviente se ponía al alcance de sus manos, incluidas aletas de tiburones, pero a casi dos centenares de bocas jóvenes no les bastaba con tan magro condumio.
Los escasos días en que amainaba el viento en un golfo donde en aquella época del año el viento parecía el único dueño de la zona, media docena de chalupas salía a pescar a poco más de una milla de la costa, con lo que a su regreso, a la caída de la tarde hasta el último hombre bajaba a la orilla con la esperanza de que aparecieran repletas de capturas.
Una chalupa con cuatro hombres a bordo tuvo la mala suerte de romper el palo de la vela y la corriente la arrastró aguas afuera, sin que las restantes embarcaciones lo advirtieran a tiempo y pudieran acudir en su auxilio. El lento goteo de vidas humanas comenzaba a hacerse insoportable y fueron muchos los que cayeron víctimas de las fiebres. Ese lugar siempre se ha considerado uno de los más insalubres del planeta.
El Centauro comenzaba a plantearse seriamente la posibilidad de abandonarlo todo y hacerse a la mar aun a riesgo de no conseguir llegar a parte alguna, cuando una tarde, con el sol ya casi en la línea del horizonte, un vigía aulló desde la cofa del palo mayor de la nao capitana:
—¡Barco a la vista!
Se encontraba efectivamente a la vista, pero tan lejos que casi podía confundirse con un ave que volara a ras del agua.