Ochenta hombres furiosos se abrieron paso a duras penas entre intrincados manglares y una espesa y fangosa jungla en la que no se distinguían ni las huellas de sus agresores, y aún no había transcurrido una hora de fatigosa marcha cuando empezaron a comprender que aquélla era una diabólica trampa natural que los ponía en clara desventaja.
Las empapadas botas se volvían más pesadas a cada paso, lianas y enredaderas se convertían en auténticas cortinas en las que las espadas apenas conseguían abrir hueco, afiladas púas les desgarraban la carne, nubes de insectos les atacaban con furia, y la pólvora comenzaba a humedecerse por culpa de la extrema humedad del bochornoso ambiente.
Y ni rastro del enemigo.
Ni un grito, ni una voz, ni tan siquiera un rumor. Sabían que estaban allí, rodeándoles, pero se mimetizaban de tal forma con la naturaleza, que podría creerse que se encontraban a cientos de leguas de distancia. Ojeda abría la marcha, apretados los dientes y con los músculos en tensión, ansioso por descargar su arma contra el primer salvaje que se pusiera a su alcance, pese a que lo único que acertaba a distinguir eran serpientes.
Docenas, tal vez centenares de serpientes de todas las clases, tamaños y colores.
—¡Que el Señor nos ampare! —murmuró alguien a sus espaldas.
—¡Y la Virgen María, su Santa Madre! —respondió otra voz anónima.
—¿Dónde están?
Yelmos, corazas y cotas de malla parecían haberse convertido en plomo mientras el sudor les corría por el cuerpo como sangre que hubiera decidido salir a airearse.
En ocasiones arrancar una bota del barro en que había quedado atrapada exigía un terrible esfuerzo.
Un chaparrón les empapó como si el gigantesco jardinero hubiese paseado sobre sus cabezas su enorme regadera.
El calor aumentaba por momentos.
Una serpiente coral de medio metro de largo y brillantes anillos de infinitos colores, surgió de entre la hojarasca, mordió una mano y se perdió de vista dejando tras de sí un moribundo.
Cundió el desánimo incluso entre los más decididos, los menos fuertes comenzaron a rezagarse, y si no se quedaron definitivamente atrás fue porque Juan de la Cosa, que cerraba la marcha, les advertía:
—Esos malditos fantasmas se encuentran por todas partes y os irán cazando uno por uno. Nuestra única posibilidad de salvación está en mantenernos unidos.
Al poco, un muchacho que se había detenido a descansar se derrumbó como fulminado por un rayo, lanzó un ronco estertor mientras intentaba arrancarse el pequeño dardo que un hábil tirador de cerbatana le había clavado en el cuello, y expiró antes de que el compañero que tenía más cerca pudiera auxiliarle.
Nunca la muerte fue más invisible, ni la derrota se presentó más silenciosa. No teníamos contra quién luchar y ése es el peor enemigo que conozco.
Podría decirse que los bonda eran sombras, pero ni siquiera llegaban a serlo, como si carecieran de un cuerpo sólido que la luz se negara a atravesar. Cientos, tal vez miles de años de vivir en la selva, les habían enseñado a transformarse en auténticos camaleones, por lo que a los españoles les dolían los ojos de aguzar la vista tratando de diferenciar las gruesas raíces de una ceiba o un tronco nudoso de un brazo o una pierna humana.
Por fin, cuando empezaban a temer que la espesura se los tragaría para siempre, un sol oblicuo acudió a iluminarles, señal inequívoca de que se aproximaban a una zona donde los árboles no eran ya tan increíblemente altos. Al poco desembocaron en una extensa llanura de hierba compacta que les alcanzaba al pecho, y allá a lo lejos, casi a una legua de distancia, distinguieron una docena de grandes cabañas.
Ojeda aguardó a que Juan de la Cosa se colocara a su altura para inquirir con un gesto de la barbilla el pequeño poblado en que no se apreciaba el menor movimiento.
—¿Qué opinas? —quiso saber.
El cartógrafo se limitó a encogerse de hombros al tiempo que inquiría:
—¿Qué opinas tú, que eres el experto?
—Que este mundo no es mi reino, y si lo es de poco va a servirme. Entre la hierba se ocultan esas bestias, pero el verdadero problema estriba en saber cuántas son.
—Más que nosotros sin duda, y con un armamento más apropiado, dadas las circunstancias. ¿Qué piensas hacer?
—Difícil pregunta, querido amigo; dudo que se pongan al alcance de nuestras espadas, y por cada disparo de arcabuz que hagamos tendrán tiempo de lanzarnos media docena de sus malditas flechas antes de que consigamos recargar… —Palpó la hierba para abrir luego la mano, observar el agua que escurría por ella y comentar—: Si no estuviera tan empapada podríamos prenderle fuego, pero con el chaparrón que ha caído no arderá. Creo que lo mejor es buscar refugio en las cabañas y esperar a Pizarro.
Reiniciaron la marcha encaminándose directamente al poblado, pero cuando llegaron al centro de la llanura se desató una lluvia de flechas que describían una parábola desde los cuatro puntos cardinales.
Las rodelas, de apenas medio metro de diámetro, no protegían lo suficiente, por lo que casi de inmediato se oyeron aullidos de dolor mientras los hombres caían atravesados de parte a parte.
El Centauro se cargó a la espalda a un arcabucero que se había desplomado a su lado y se lanzó hacia delante al tiempo que gritaba:
—¡Corred! ¡Corred! ¡Ayudada los heridos y corred!
Algunos ayudaron en efecto a los heridos y corrieron, otros se limitaron a correr sin prestar atención a nada más, y los más ni siquiera corrieron, optando por acurrucarse en posición fetal, cubriéndose con los menguados escudos, y rogando que ninguno de aquellos silbantes dardos emponzoñados les desgarrara la carne.
Pero en cuanto se sentían heridos no podían evitar exclamar:
—¡Que Dios me asista! ¡Soy hombre muerto!
Y ciertamente eran hombres muertos. Al introducirse en el torrente sanguíneo una minúscula parte del letal curare que cubría las puntas de piedra de las saetas bonda bloqueaba de inmediato el sistema nervioso, con lo que apenas quedaba tiempo para musitar una oración de despedida.
Nada resulta más sencillo de relatar que la grandiosidad de una victoria, ni nada más difícil de describir que la confusión de una derrota, y en las afueras del pequeño villorrio de Turbaco, al sur de la actual Cartagena de Indias, las huestes españolas sufrieron su primera gran derrota en el Nuevo Mundo.
La que daría en llamarse «la Batalla Invisible» constituyó en realidad una auténtica carnicería en que las víctimas ni siquiera alcanzaron a ver el rostro de sus atacantes.
Durante todos aquellos años no fui capaz de hacerle comprender que le apreciaba más que si hubiera sido mi propio hermano; grande fue mi amor por él, pero sin duda mayor era su amor por mí, puesto que me protegió con su cuerpo y ofreció generosamente su vida a cambio de la mía.
Alonso de Ojeda se refirió en diversas ocasiones al sacrificio de maese Juan de la Cosa, quien le salvó la vida aquella aciaga mañana, pero siempre se negó a aclarar cómo ocurrieron tan trágicos acontecimientos.
Lo que sí consta en los anales de la historia es que más de setenta hombres murieron en aquella llanura, y tan sólo media docena consiguió escapar del cerco, entre ellos el más ágil, el más rápido, el más decidido, aquel al que ni las espadas, ni las balas, ni las lanzas, y al parecer tampoco la flechas envenenadas, conseguían abatir.
Cierto es que, contra toda lógica, el pequeño cuerpo del mítico Centauro de Jáquimo sobrevivió, pero cierto es, de igual modo, que su alma enfermó para siempre, ya que pasaría el resto de su vida rememorando los trágicos momentos en que tantos amigos y compañeros de armas perecieron entre atroces dolores para después ser devorados por sus invisibles atacantes.
El curare que utilizaba la mayoría de tribus de las selvas sudamericanas mataba al contacto con la sangre, pero no producía el más mínimo efecto dañino cuando la víctima era posteriormente ingerida.
Los habitantes de Turbaco lo sabían, y como lo que en verdad les importaba era la «caza» y no una aplastante y definitiva victoria militar, se despreocuparon de la media docena de «piezas» que consiguieron escapar del cerco para concentrarse en la, para ellos, más reconfortante y apetitosa tarea de recoger el sabroso fruto de sus esfuerzos, al igual que los participantes en una montería cargan con los ciervos abatidos y pronto se olvidan de los que han logrado escapar.
Habían «recolectado» lo suficiente para disfrutar de toda una semana de fiestas y banquetes a base de aquellas blancas criaturas cubiertas en parte de un extraño caparazón de un material desconocido, pero cuya carne resultaba francamente sabrosa.
Alonso de Ojeda y un joven del que únicamente se sabe que había nacido en Utrera pero cuyo nombre no ha quedado en la historia, se internaron en la jungla de regreso a la bahía en la que se encontraban fondeados los barcos, y durante tres días y tres noches vagaron sin rumbo hasta que una mañana el muchacho no volvió a levantarse. Desorientado y solo, hambriento y desesperado, el abatido Centauro debió de desear que la Muerte que tan activa y eficaz se había mostrado con su gente acudiera en su busca, pero como mujer que es y por lo tanto caprichosa, prefirió dejar al capitán de tan desgraciada tropa para mejor momento.
Cómo consiguió arrastrarse hasta los manglares sin que los jaguares, las serpientes, las arañas o los incontables depredadores de la jungla lo abatieran constituye uno de esos sorprendentes fenómenos que contribuyen a forjar las leyendas de los héroes, pero lo cierto es que trascurrió una semana antes de que el incansable Pizarro, que se negaba a aceptar que su maestro y amigo hubiese muerto, lo encontrara inconsciente a menos de doscientos metros de la orilla de la laguna.
En la mano apretaba un escapulario de Santa María de la Antigua.
Devorada la cuarta parte de su «ejército», abatidos y amedrentados los supervivientes, la mayoría marinos y no auténticos hombres de armas, enfermo, debilitado y delirante por culpa de las fiebres su líder, y desaparecido su lugarteniente Juan de la Cosa, una de las mentes más preclaras de su tiempo, el atribulado Francisco Pizarro tomó la decisión de levar anclas y poner rumbo a Santo Domingo dando por abortada la expedición.
No obstante, al segundo día de navegación avistaron la poderosa flota de Diego de Nicuesa, quien, al percatarse del lamentable estado en que se encontraban las huestes de Ojeda, comentó:
—Cierto es que hemos mantenido disputas e incluso cierta enemistad, pero ésta es ocasión de olvidar diferencias. Al fin y al cabo, todos somos españoles y nuestra obligación es mantenernos unidos frente al enemigo común… —Hizo una corta pausa para colocar la mano derecha en el hombro del Centauro—. Capitán Ojeda, pongo a tus órdenes mi ejército, consciente de que eres el más indicado para conducirlo a la victoria frente a esas bestias infrahumanas.
—¡Te lo agradezco de todo corazón! —fue la sincera respuesta del conmovido conquense.
—No tienes por qué; es mi obligación como compatriota, como hombre de bien y como amigo de ese ser excepcional que fue Juan de la Cosa, cuya muerte no puede quedar impune. ¿Qué tenemos que hacer?
—Poner rumbo al este y desembarcar lejos de la zona selvática, dando un rodeo para aproximarnos a ese lugar maldito por el sur. —Ojeda hizo una corta pausa y añadió—: Y sobre todo llevar caballos; muchos caballos.
—Cuento con cuantos puedas necesitar —señaló el de Baeza—. Tuyos son.
La sed de venganza venció al desanimo, y unos hombres que no habían conseguido dormir imaginando la cruel escena de sus amigos devorados por salvajes invisibles, se afanaron en la tarea de afilar unas armas que parecían ansiosas por cortar cabezas.
Navegaron lejos de la costa, hasta unas veinte leguas de la bahía del Calamar, de tan triste recuerdo, donde fondearon y lanzaron al agua todas las chalupas. Doscientos hombres tomaron la playa y establecieron una poderosa batería de cañones en prevención de un posible ataque.
Pero no encontraron rastro alguno de indígenas.
Los bonda continuaban disfrutando del abundante banquete obtenido, probablemente convencidos de que los extraños hombres blancos habían emprendido una huida tan vergonzosa como definitiva.
Ochenta caballeros y trescientos infantes armados hasta los dientes y rebosantes de justa ira iniciaron la marcha en una agotadora y silenciosa marcha, y al amanecer del tercer día divisaron los techos de las cabañas de Turbaco y la ancha pradera donde habían sido masacrados setenta de los suyos.
Entraron al galope, por sorpresa y a sangre y fuego, rodeando el poblado de tal modo que ni un solo caníbal, hombre, mujer, niño o anciano, escapó con vida de lo que constituyó una nueva carnicería, pero esta vez de signo contrario, a tal punto que al caer la tarde más de cuatrocientos cadáveres desnudos se pudrían al sol.
Entre los atacantes sólo hubo cuatro bajas humanas y tres caballos.
Los siguientes dos días se emplearon en dar cristiana sepultura a los pocos despojos que quedaban de quienes habían sido hervidos en grandes ollas de barro, y para cuando los españoles se alejaron de regreso a las naves, miles de aves carroñeras sobrevolaban la zona.
De nuevo en la playa, y tras bañarse largamente para librarse de la sangre y el olor a muerte que impregnaba sus ropas, la nutrida tropa se agrupó en torno a las hogueras a celebrar en una noche cálida y de luna llena su rotunda victoria sobre los devoradores de hombres. Corrió el vino en abundancia, se consumieron los mejores manjares que el poderoso Diego de Nicuesa guardaba en sus bien provistas bodegas, y se cantó y bailó casi hasta el amanecer, tal vez en un intento de olvidar las cabezas conocidas que habían encontrado en el poblado indígena.
En un momento dado, Nicuesa tomó del brazo a quien ahora consideraba su amigo y aliado, para alejarse con él playa adelante e inquirir:
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Poner rumbo a Urabá y fundar una ciudad que se llamará Santa María de la Antigua.
—La mía se llamará Nombre de Dios. —Hizo una pausa antes de añadir—: Pero en mi opinión sería conveniente que, antes de iniciar tan difícil empresa, regresaras a Santo Domingo a reponer fuerzas y recoger a Enciso.
—Si lo hiciera muchos de mis hombres desertarían —respondió el conquense—. Considerarán que lo que han presenciado no es más que una muestra de lo que les espera, y llegarán a la conclusión, y no les culpo, de que es mucho más sencillo y menos peligroso ganarse la vida cultivando caña de azúcar.
—Han demostrado que no son cobardes; lucharon como fieras.
—Lo sé, pero también sé que era la ira la que armaba sus brazos. La venganza se ha consumado, pero te garantizo, amigo mío, que esas malditas flechas emponzoñadas aterrorizan incluso a los más corajosos; una cosa es luchar cara a cara con el enemigo, y otra muy diferente esperar a que del cielo caiga una muerte invisible y silenciosa.
—Trato de imaginármelo.
—No lo conseguirás si no lo has experimentado. Y un consejo: olvídate de las armaduras y las rodelas; utiliza grandes escudos de madera y permite que tus hombres tengan libertad de movimientos. Ésa es la única forma de luchar contra esas bestias.
—Lo tendré en cuenta —dijo el de Baeza—. Me consta que de estos asuntos sabes más que nadie, y estúpido sería si no aprovechara tu experiencia.
—He llegado a la triste conclusión de que aquí no hay experiencia que valga, amigo mío, porque a cada paso nos encontramos con problemas desconocidos; lo único que podemos hacer es improvisar sobre la marcha y confiar en que el Señor tenga a bien echarnos una mano.
—Espero que te escuche.
Al amanecer embarcaron y poco después levaron anclas.
Durante dos días navegaron a la vista los unos de los otros, y al tercero se despidieron con salvas y canciones, deseándose a gritos buena suerte.
Alonso de Ojeda se desvió ligeramente hacia el sur, en busca del golfo de Urabá, y Diego de Nicuesa continuó rumbo noroeste a la búsqueda de su gobernación de Veragua hasta encontrar un enclave que se le antojó apropiado para fundar un puerto al que, efectivamente, denominó Nombre de Dios.
Sin embargo, de poco le valió ponerse bajo la protección del Altísimo, porque la mala fortuna se cebó en él, le sucedieron un sinfín de desgracias y tres años más tarde desapareció en el mar con diecisiete de sus hombres, sin que nunca se supiera a ciencia cierta cuál fue su destino. Cuentan que muchos años después, en un perdido rincón de Cuba, se encontró un grueso árbol en que aparecía grabada una leyenda:
Aquí acabó sus días Diego de Nicuesa, noble hidalgo natural de Baeza, en quien injustamente se cebó la desgracia.