Con la primeras luces del alba del 11 de noviembre de 1508, una nao, una carabela y dos pequeños bergantines aportados a título de préstamo por el propio gobernador, y llevando a bordo poco más de trescientos hombres, zarparon del puerto de Santo Domingo con mar llana y viento alegre, de tal modo que cinco días más tarde avistaron un rosario de diminutas islas a las que el propio Alonso de Ojeda bautizó muy apropiadamente como «Islas del Rosario».

La mayoría de ellas no eran más extensas que la plaza mayor de su pueblo, pero se encontraban rodeadas por unas aguas tan limpias, cálidas y transparentes que invitaban a que los miembros de la tripulación disfrutaran de un agradable baño que, por lo demás, buena falta les hacía. A lo lejos se distinguía ya la costa de Tierra Firme, una larga y estrecha península, abrupta y verde, por lo que al atardecer del día siguiente fondearon en una quieta ensenada que llamaron Calamar, rodeada de palmeras y manglares, y que se les antojó el mejor lugar que nadie hubiera soñado nunca para construir un puerto perfectamente protegido tanto de los ataques por mar como desde tierra adentro.

Razón tenían, puesto que el madrileño Pedro de Heredia fundaría allí mismo, veinticinco años más tarde, la inexpugnable plaza fuerte de Cartagena de Indias, a la que en un principio denominó Cartagena de Poniente con ánimo de distinguirla de la Cartagena de Levante de las costas murcianas, ya que sus bahías se le antojaron muy similares.

Como experimentado militar, el Centauro comprendió de inmediato que aquélla debía ser, sin lugar a dudas, la mejor puerta de entrada al Nuevo Mundo puesto que en su inmensa bahía podrían fondear todas las escuadras existentes, encontrándose al propio tiempo perfectamente resguardada de los vientos que pudieran llegar desde los cuatro puntos cardinales.

El agua de un cercano riachuelo era limpia y abundante, la tierra exuberante y el cálido clima aparecía refrescado con una suave brisa de levante que transportaba embriagadores aromas de la cercana selva.

—¡Nunca encontraremos un lugar mejor que éste para establecernos! —musitó un entusiasmado Pizarro—. ¡Nunca!

El cartógrafo Juan de la Cosa contuvo su entusiasmo al determinar con exactitud gracias a sus conocimientos astronómicos que aquel idílico enclave se encontraba en el corazón de los territorios asignados a Rodrigo de Bastidas, por lo que les estaba prohibido incluso poner un pie en tierra.

No obstante, Alonso de Ojeda fue de la opinión que ningún daño hacían si se abastecían de agua, leña y algunas frutas de las que abundaban en la espesa floresta que bordeaba la prodigiosa ensenada, por lo que, desoyendo los consejos de su lugarteniente y amigo, decidió que a la mañana siguiente enviaría una primera chalupa de inspección a la playa, al mando de su lugarteniente Francisco Pizarro.

Algunos cronistas aseguran que el empeño del de Cuenca por desembarcar se debía en realidad a que Juan de Buenaventura ya le había mencionado años atrás la existencia de tan extraordinario emplazamiento, en el que al parecer había acampado durante su largo vagabundear por la zona, por lo que entraba dentro de lo posible que por sus proximidades discurriera el riachuelo en el que el rondeño había encontrado los diamantes que le habían hecho rico.

Ojeda era de la opinión que apoderarse de unos cuantos de aquellos diamantes no haría daño a nadie y bastaría tanto para reforzar el potencial de su armada como para pagar las deudas de un Vasco Núñez de Balboa al que lamentaba haber tenido que dejar varado en La Española.

—Si loco has sido desde que naciste, no cometas una nueva locura que va en contra de toda lógica —le espetó con severidad el cántabro al comprender que estaba decidido a desembarcar—. Agua, leña y fruta no ameritan arriesgar a que la Corona pierda la confianza en ti.

—En cuatro o cinco horas Pizarro y sus hombres volverán sanos y salvos y nada trascenderá fuera de las naves.

—Trascenderá porque me he comprometido a informar de todo cuanto ocurra en la expedición, y siempre cumplo mis promesas…

Aquél constituyó sin duda el segundo y desde luego mayor error de mi vida; una estúpida equivocación cuyas nefastas consecuencias me acompañarán hasta el fin de mis días.

Cayó la noche y la luna se adueñó del paisaje. Sólo quien haya pasado una noche de luna llena en Cartagena de Indias puede comprender lo que debió de significar para aquellos hombres tumbarse en cubierta a respirar una fresca brisa que olía a flores silvestres.

En las quietas aguas saltaban de tanto en tanto peces perseguidores o perseguidos, y a ratos llegaba, tenue y melodiosa, la voz de un gaviero granadino que cantaba, acompañándose con una guitarra, acomodado justo en la proa del mayor de los bergantines.

—Si en lugar de un viejo marino barbudo y casi calvo fueras una joven, dulce y cariñosa haitiana de cintura de avispa y larga melena azabache, la noche resultaría perfecta… —comentó sonriente el Centauro.

—Y si tú en lugar de un enano saltarín y malas pulgas fueras una robusta moza cántabra, con un culo como un pandero y pechos como melones, estaría de acuerdo contigo —le replicó su amigo en el mismo tono relajado—. En noches como ésta empiezo a plantearme que va siendo hora de fondear para siempre unos cansados huesos que empiezan a crujir como cuadernas desajustadas por demasiada mar de fondo.

—Admito que tu apariencia es ciertamente la de una maltrecha carraca a la que el oleaje ha zarandeado en exceso, pero quiero suponer que aún estás en condiciones de soportar un par de galernas. Así tiene que ser, porque estoy convencido de que el día en que decidas soltar anclas definitivamente, lo haremos juntos.

—Lo dudo —replicó con convicción el de Santoña—. Estoy a punto de alcanzar el medio siglo, lo cual es ciertamente demasiado para un marino en activo, mientras que tú aún no has llegado a los cuarenta, y ésa es la edad en que se comienza una tranquila carrera de orondo gobernador apoltronado.

—Depende de los enemigos que uno encuentre en su camino; como los indios que pueblan Urabá resulten ser hambrientos caribes de los que utilizan dardos y flechas envenenadas, no creo que tenga ocasión de apoltronarme. —El de Cuenca hizo una larga pausa antes de inquirir—: ¿Me permites que te haga una pregunta?

—Siempre que tú me permitas no responder si no me apetece, no veo ningún problema.

—¿Es cierto que, tal como me aseguró el otro día Hernán Cortés, actuaste como espía para la Corona en la corte de Lisboa?

—Depende de lo que consideres ser espía.

—Obtener con malas artes información secreta para favorecer al enemigo.

—En cuanto se refiere a mapas, derroteros, vientos dominantes, bajíos, fondeaderos y rutas mejores y más seguras, es decir, en todo cuanto tiene que ver con al arte de la navegación de altura, intentar obtener información a cualquier precio no se considera auténtico espionaje, dado que las leyes del mar no deben equipararse en ese sentido a las de tierra adentro.

—¿Y eso por qué?

—Porque un espía, llamémosle «normal», lo que pretende es conseguir ventaja sobre sus enemigos a fin de combatirles, mientras que el espía «marino» a lo único que aspira es a salvar vidas, bien sea la suya, o la de sus pasajeros y sus hombres. —El cántabro se volvió para mirarlo a los ojos y añadió—: No me avergüenza haber robado, mentido o sobornado con tal de conseguir averiguar en qué lugar exacto se alza una barrera de arrecifes contra la que tal vez se estrellarían nuestras naves, y te garantizo que si se volviera a presentar la ocasión volvería a hacerlo.

—Visto así parece justo.

—En el mar, todo lo que se refiera a evitar un naufragio es justo. —El cartógrafo se alzó de su asiento, estiró los brazos, echó un largo vistazo a la bahía sobre la que rielaba la luna y concluyó—: Y ahora, con tu permiso, me voy a dormir porque mañana quiero ser testigo ocular y de primera mano de todo cuanto ocurra cuando esos hombres bajen a tierra. ¡Buenas noches!

—Buenas noches.

Amanecía cuando Ojeda mandó llamar a Pizarro para darle sus últimas instrucciones:

—Evita cualquier tipo de enfrentamiento con los nativos. Apresúrate a la hora de hacer aguada y recoger leña y frutas, pero no permitas que nadie se apodere por la fuerza de lo que pertenezca a los lugareños, ya que por suerte no andamos en ese tipo de necesidades. ¿Lo has entendido?

—Perfectamente; nada de violencia.

—¡Exacto! Nada de violencia, a no ser que ellos la inicien injustificadamente, pero hay algo más, y es lo que en realidad importa en este desembarco.

El extremeño inclinó levemente la cabeza en un gesto que repetía a menudo al parecer para observarle mejor.

—¿Y es? —quiso saber.

—El fondo de los ríos —replicó el Centauro, y como el otro no pareció comprender, añadió—: ¿Te acuerdas de la historia que conté sobre un rondeño que cagaba diamantes?

—¿Juan de Buenaventura?

—¡Buena memoria! Ese mismo; es posible que fuera en esta zona donde encontró esos diamantes, o sea que permanece muy atento y si ves brillar algo en el cauce de un río me mandas aviso de inmediato.

—Entendido.

El capitán alzó el dedo en un gesto de advertencia al puntualizar:

—Y ni una palabra a nadie de esto, Francisco, te lo ruego. Si se corriera la voz que aquí, a cinco días de navegación de Santo Domingo, existen ríos que arrastran diamantes como si fueran guijarros, nadie estaría dispuesto a seguirnos a Urabá, y cabe la posibilidad de que si intentáramos obligarles a continuar viaje nos colgaran del palo mayor.

—De eso puedes estar seguro, y desde luego no les culparía; éste es un lugar fabuloso y si además se encontraran diamantes, ni te cuento.

—Pero lo triste del caso es que no nos pertenece, amigo mío —se lamentó el de Cuenca—. Tal vez nadie se establezca aquí jamás, con lo que tanta belleza y posible riqueza se desperdiciarían. Sabes, empiezo a entender a la princesa Anacaona cuando afirmaba que nuestra obsesión por proporcionarle siempre un dueño a cada cosa es lo que nos vuelve tan desgraciados. ¿Por qué razón este paraíso tiene que pertenecer a Rodrigo de Bastidas si tal vez nunca lo ha visto ni nunca lo verá?

—Pues si tú, que sabes leer y escribir, no consigues entenderlo, no creo que un besugo como yo sea el más indicado para explicarlo —repuso el que acabaría siendo virrey del Perú—. Pero de lo que sí me di cuenta hace tiempo, es de que al nacer llegamos a un mundo que ya pertenece a otros que se lo han ido repartiendo a su capricho, y no se me antoja justo. Mis hermanos, como eran hijos de una maloliente y odiosa cacatúa que había aportado una considerable dote al matrimonio, vivían en un palacio y tuvieron estudios; yo, como era hijo de una pobre cocinera que nunca tuvo nada más que su belleza y su dulzura, cuidaba cerdos… —Hizo un amplio gesto indicando el fastuoso horizonte de agua, tierra y selva que se abría ante él, y concluyó—: Al parecer aquí, y hasta que hemos llegado nosotros, todo ha sido siempre de todos, y a mi modo de ver así debería seguir siendo.

—Pues ya ves que no ocurre así, querido amigo; no ocurre así. Hemos empezado a repartirnos el pastel incluso antes de saber de qué está hecho, a qué sabe o qué tamaño tiene.

—¡Con tal que no se nos atragante! —El extremeño se encaminó decidido al sitio de la borda donde una chalupa con ocho hombres a los remos le aguardaba arboleada por la banda de estribor y saltó a ella, al tiempo que se despedía diciendo—: Seré discreto y estaré de vuelta a media tarde.

El capitán trepó al castillete de popa a observar cómo la frágil embarcación se dirigía lentamente hacia la playa al tiempo que el sol despuntaba sobre una suave colina, justo en el punto en que años más tarde se alzaría la imponente fortaleza de San Felipe desde la que se rechazarían todos los ataques de piratas y corsarios que intentaron invadir la futura ciudad.

El mundo parecía estar en perfecta armonía consigo mismo, jugando a un juego que llevaba practicándose desde miles de años atrás. Docenas de pelícanos, ibis rojos y alcatraces iniciaban la diaria tarea de alzar el vuelo para luego zambullirse de golpe en la laguna y volver a emerger con un pez en el pico.

Llovía a lo lejos, muy hacia el sur, y la negra nube que avanzaba empapando la selva a su paso sugería que se trataba de la gigantesca regadera de un aplicado jardinero que cada amanecer cumpliera con el rito de cuidar un inmenso jardín.

Los primeros rayos iluminaron las palmeras y a los hombres que se aprestaban a saltar a tierra a fin de varar la embarcación en la arena, pero apenas lo habían hecho de la espesura surgió una lluvia de largas flechas que se abatieron sobre ellos, derribando a uno.

Un alarido de agonía surcó las aguas y llegó, nítido y estremecedor, hasta quienes observaban la escena desde las naves.

—¡A las armas! ¡A las armas! —ordenó de inmediato la ronca voz de Francisco Pizarro—. ¡Cubríos!

A continuación llegó un clamor de incontables gargantas que aullaban desde la espesura, por lo que Alonso de Ojeda apenas tardó unos segundos en ordenar:

—¡Fuego los cañones! ¡Cien hombres a tierra!

Retumbaron bombardas y culebrinas, más por hacer ruido y causar espanto que con la esperanza de alcanzar a quienes permanecían ocultos entre los árboles, pero a los tres minutos todas las embarcaciones ligeras, cargadas de enardecidos hombres armados y con Ojeda y Juan de la Cosa a la cabeza, volaban más que bogaban en dirección a la playa.

Cayetano Romero, el centauro tranquilo que se ganaba la vida como ayudante de panadero a la espera de una oportunidad que le permitiera cambiar de oficio y convertirse en glorioso conquistador de nuevos territorios, había muerto alcanzado por una larga flecha, empapando de sangre la arena de un continente en el que no había conseguido dar más que cuatro pasos.

Su amargo destino había querido que pusiera el pie en la tierra de los bonda, una tribu caribe devoradora de hombres, astutos guerreros y hábiles en confeccionar toda clase de venenos.

Lo que a primera vista se les antojó un paraíso, había resultado ser un gigantesco nido de serpientes.

¡La suerte!

¡Siempre la maldita suerte!

La llegada de los refuerzos y el estampido de cañones y arcabuces provocó que la invisible horda de atacantes dejara de acosarlos, por lo que al poco los españoles pudieron agruparse en torno a un cadáver que comenzaba a hincharse y ennegrecerse a ojos vistas.

—¡Santo Cielo! —exclamó un impresionado remero de isla Cristina—. ¿Qué le está sucediendo?

—Debe de ser el efecto de una ponzoña extremadamente virulenta —respondió maese Juan de la Cosa.

—¡A mí me hirieron! —intervino otro remero que parecía aterrorizado—. ¿Significa que me han envenenado?

Pizarro observó el brazo rasguñado que el afectado le mostraba y negó con la cabeza.

—Lo tuyo no es más que la rozadura de la parte posterior de una flecha —dijo—. Por lo que se ve, el veneno debe de ser esta especie de betún negro que cubre la punta; la caña y las plumas se encuentran limpias.

—O sea que estoy vivo de milagro.

—Eso parece, hijo, eso parece, pero de ahora en adelante ándate con mucho ojo; los santos no suelen malgastar más de un milagro en cada marinero.

Alonso de Ojeda, que había tomado de manos de su lugarteniente la larga flecha de los bonda, la estudió con detenimiento y luego comentó:

—Que los carpinteros comiencen a hacer grandes escudos de madera en los que las flechas se claven pero sin llegar a atravesarlos. —Empujó despectivamente con el pie la pequeña rodela circular que había utilizado Pizarro durante la refriega y que se encontraba tirada en la arena, y añadió—: Esta mierda no nos protege lo suficiente, y el hecho de ser metálica la convierte en la peor amenaza.

—¿Y eso?

—Porque hace que las saetas reboten y se desvíen, pero por más que se partan o hayan perdido fuerza aún pueden herir ligeramente a alguien cercano, y con eso basta para que el veneno le mate.

—No sabemos luchar a espada cargando un escudo grande —intervino un alférez asturiano—. Nos hará perder movilidad y resultará muy engorroso.

—Pues tendremos que empezar a hacerlo, porque a nuevos mundos, nuevas armas. —El de Cuenca hizo una corta pausa antes de añadir—: Que yo recuerde, ningún ejército ha dispuesto a lo largo de la historia de una ponzoña tan virulenta que no sólo mata a un hombre con increíble rapidez, sino que, además, pudre su cuerpo en cuestión de minutos… —Se inclinó sobre el cadáver para estudiarlo con mayor detenimiento y al poco masculló con profunda preocupación—: Al pobre Cayetano únicamente le atravesaron el muslo, lo cual significa que en otras circunstancias al cabo de un mes andaría correteando por ahí, pero ha muerto y hay que enterrarlo antes de que se pudra del todo.

—¿Quiere decir que todo lo que nos han enseñado sobre el arte de la guerra no nos sirve de nada? —preguntó el alférez.

—Para limpiarte el culo, muchacho —fue la cruda respuesta—. Únicamente para eso, porque me temo que esta nunca será una guerra abierta, sólo una guerra de guerrillas… —Se volvió hacia Francisco Pizarro para ordenarle secamente—: Que desembarquen más hombres, culebrinas, pólvora y víveres, y en cuanto estés listo me sigues. Voy a enseñarles a esos hijos de la gran puta quién es Alonso de Ojeda.

Maese Juan de la Cosa apoyó la mano en el pecho del extremeño como si pretendiera impedir que cumpliera la orden de su comandante y se volvió hacia el Centauro.

—No puedes hacerlo, Alonso —dijo—. Recuerda que aquí careces de jurisdicción y por tanto no puedes iniciar una guerra.

—Yo no he iniciado ninguna guerra, y lo sabes —protestó su amigo—. Desembarcamos en son de paz con intención de hacer aguada, y nos atacaron a traición, abatiendo a uno de mis mejores hombres. ¿Supones que conquistaremos un nuevo continente si a cada paso tenemos que atenernos a unas absurdas leyes sobre derechos territoriales y propiedad privada que redactó un obtuso escribano al otro lado del océano?

—Las leyes son las leyes, las haya redactado quienquiera que las haya redactado, y por muy lejos que se encuentre —le hizo notar el cántabro.

—Pues tus malditas leyes no me valen aquí, delante del cadáver de un hombre que me confió su vida —le espetó el conquense con acritud—. Tal vez mañana esté dispuesto a acatarlas, pero hoy no… ¡En marcha!