Abrió los ojos para descubrirlo despatarrado en su sillón de mimbre, con los pies sobre la mesa y observándole con aquella socarrona sonrisa que tan bien conocía.

—¿Cuándo demonios has llegado? —quiso saber.

—Desembarqué con el alba.

—Podías haberme avisado.

—¿Para qué? Estoy aquí y eso es lo que importa.

Se abrazaron con el afecto lógico en una amistad tan larga y tan auténtica, y se estudiaron mutuamente, como si cada uno buscara en el otro las huellas que hubiera dejado el paso del tiempo.

—¡Tres años, ya!

—Una eternidad se me ha antojado. ¿Qué nuevas traes?

—Las mejores que puedas escuchar: en el puerto te aguardan dos hermosos barcos perfectamente pertrechados y con gente honrada, valiente y decidida a seguirte hasta el fin del mundo.

—¿Dos barcos? ¿Qué clase de barcos?

—Una nao recién botada y una espaciosa carabela. Y dentro de dos semanas arribará el bachiller Martín Fernández de Enciso con otra reluciente carabela, más gente y más bastimentos.

—¿Martín Fernández de Enciso? No le conozco.

—Pero él a ti sí. Un buen día, al salir de misa me abordó para averiguar si era cierto que estaba intentando organizar la expedición que llevaría «al insigne caballero Alonso de Ojeda» a conquistar su Gobernación de Urabá, y al responder que así era, dijo sin pensárselo: «Disponed de mi persona y mi fortuna; con Ojeda al mando iría al fin del mundo». Y a fe mía que tan sólo su fortuna supera la calidad de su persona.

—¿Pretendes hacerme creer que ha aportado el dinero para la expedición y mi suerte ha cambiado?

—Como de la noche al día, querido amigo… —Maese Juan de la Cosa se rascó sonriente la espesa barba al tiempo que repetía—: Como de la noche al día. En un arcón de mi camareta guardo la Real Cédula firmada el pasado diecisiete de junio por el mismísimo rey don Fernando y su hija, la reina Juana, por la que se te reafirma en la Gobernación de los territorios de la orilla occidental del golfo de Urabá, con dos únicas condiciones.

—¿A saber?

—Primera: que yo he de ser tu principal consejero, tu segundo en el mando, y quien te reemplace en caso necesario.

—Lo cual se daba por descontado. ¿Segunda?

—Que debes acatar la decisión de que Diego de Nicuesa sea el gobernador de la llamada provincia de Veragua, al oeste de la tuya.

—¿Diego de Nicuesa? —repitió el conquense, visiblemente molesto—. ¿Pavo Real Nicuesa?

—El mismo.

—¿Y qué servicios ha prestado semejante lechuguino a la Corona para que se le asigne una gobernación que en buena ley me pertenece? —quiso saber un cada vez más incómodo Centauro.

—Lo ignoro, pero como su familia es dueña de medio Baeza, quiero suponer que se las ha ingeniado a la hora de hacer correr el oro por los cauces apropiados, de tal modo que se quede en las manos que redactan las reales cédulas.

—¡Hijo de pu…! Veragua es mucho más rica que Urabá.

—¡Tranquilo, Alonso! Tranquilo; lo que importa no es lo que le han concedido a Nicuesa, sino lo que te han concedido a ti cuando ya no contabas con nada.

El Centauro necesitó tiempo para asimilar cuanto acababan de comunicarle, y por unos momentos pareció a punto de estallar en un ataque de ira, cosa que odiaba, pero al fin acabó por asentir con un leve ademán de cabeza y musitó apenas:

—Su majestad don Fernando, y su hija doña Juana, son los únicos dueños de este Nuevo Mundo, y justo es que sean ellos quienes decidan a quién se lo entregan en custodia. Si méritos hice en un tiempo, no los hice buscando una recompensa, sino porque consideré que era mi obligación. O sea que lo que tengan a bien concederme, bienvenido sea.

—¿Es éste por ventura el hogar de don Alonso de Ojeda natural de Cuenca? —fingió asombrarse el cartógrafo de Santoña—. ¿Es por ventura el auténtico Centauro de Jáquimo quien se muestra tan responsable y comprensivo, o acaso me engañan mis ojos y es un impostor quien de esa forma me habla?

—¡Menos guasa!

—¡Por Dios que me has dejado de piedra! —insistió el cántabro—. Esperaba que empezaras a echar espumarajos por la boca, jurando y perjurando que le abrirías las tripas en canal a un ridículo «adelantado de salón» que te ha jugado tan mala pasada.

—El tiempo no pasa en vano, querido amigo. Nos hacemos viejos, las esperanzas se pierden, y si de pronto te presentas permitiéndolas renacer, no es cuestión de ponerme a discutir si mis méritos son mayores o no que los de ese Pavo Real que se mueve mucho mejor entre pasillos y recámaras que entre selvas y montañas. Cierto es que le he proporcionado muchas más satisfacciones a la Corona que ese payaso, pero cierto es, de igual modo, que debo de haberle proporcionado infinitamente más problemas.

—¡Sabias palabras! —reconoció el otro sonriendo de oreja a oreja—. Has dejado tantos muertos, mancos, cojos y tuertos a tus espaldas que se podría haber organizado con ellos un lucido ejército. A mi modo de ver deberían haberte encarcelado hace años, no por tus actos violentos, sino para evitar que despoblaras el país de brazos capacitados para empuñar un arma. ¿De acuerdo entonces?

—¡De acuerdo! Te prometo que haré cuanto esté en mi mano a la hora de intentar colaborar con Nicuesa.

—No te resultará demasiado difícil porque me consta que te tiene en gran estima.

—Lo que ese pánfilo me tiene es miedo, pero no voy a ponerme a discutir por una simple cuestión de semántica…

Se interrumpió porque en ese momento apareció un desencajado Francisco Pizarro, que sin duda había llegado a todo correr porque inquirió casi sin aliento:

—¿Es cierto?

—Depende de a qué te refieras.

—A que los dos barcos que acaban de atracar son tuyos.

—Míos, lo que se dice míos, no… —replicó el conquense con una abierta sonrisa—. Pero son los que van a llevarme a Urabá.

El recién llegado se quedó como clavado en el suelo, abrió la boca para decir algo, se arrepintió, volvió a intentarlo y al fin balbuceó como si le produjera terror la respuesta:

—¿Me llevarás contigo?

—¡Naturalmente! Eres un auténtico centauro.

—¡Que Dios te bendiga!

—Falta me va a hacer… —Se volvió para señalar al cántabro—. Éste es maese Juan de la Cosa, del que tanto me has oído hablar, y que será el segundo al mando en la expedición. A ti te nombro mi lugarteniente personal, aunque únicamente en cuanto se refiere a hechos de armas. Sabes muy bien que mientras no aprendas a leer y escribir correctamente no puedes aspirar a ningún cargo de mayor rango.

—Ni lo pretendo; con ser tu lugarteniente de armas me basta y me sobra.

El Centauro se dirigió al de Santoña.

—A mi buen amigo Pizarro le puedes confiar vida y hacienda con los ojos cerrados; es honrado a carta cabal y tan terco que pese a ser extremeño merecía ser aragonés. Manejando la espada no llegaría a alférez, pero barrunto que su alma, si es que en verdad la tiene, esconde la sangre fría y la retorcida astucia de un implacable general.

—Buenos soldados son los que vamos a necesitar, que en este tipo de negocios los escribanos lo único que hacen es echar borrones… —sentenció De la Cosa—. ¿Cuántos más de tus famosos Centauros se unirán a la expedición?

—Todos aquellos que quieran… —hizo una significativa pausa— y puedan.

Y es que querer formar parte de una expedición de la Corona era una cosa, y poder hacerlo otra muy distinta. Vasco Núñez de Balboa había contraído tantas deudas y tenía pendientes tantos juicios debido a sus incontables trifulcas cuando andaba borracho, que tenía prohibido abandonar la isla bajo pena de muerte hasta que hubiera abonado hasta el último maravedí que se le reclamaba, para lo cual necesitaría cuatro o cinco largas vidas. Le propuso al conquense que le permitiera salir en una pequeña embarcación a alta mar, justo en la desembocadura del Ozama, donde a poco de zarpar podría recogerle, pero la respuesta de éste no dejó lugar a dudas:

—Sabes lo mucho que te aprecio, Vasco, pero no puedo iniciar la conquista de mi gobernación cometiendo un acto claramente ilegal que me haría perder la confianza que siempre ha puesto en mí la Corona. ¡Lo siento!

—¡Pero no puedo pasarme el resto de mi vida en esta maldita isla! —protestó el otro—. Acabaría por volverme loco.

—Tienes mi promesa de que en cuanto pueda te mandaré dinero para que pagues tus deudas y te reúnas con nosotros. Necesito hombres como tú. Te conozco y sé que estás llamado a hacer grandes cosas.

No quedó en absoluto satisfecho el futuro descubridor del océano Pacífico; tenía plena conciencia de que su amigo siempre cumplía sus promesas, pero también sabía que respetaba las leyes, por lo que nunca conseguiría convencerle de que las transgrediera arriesgándose a poner en peligro una expedición que le había costado tanto tiempo y esfuerzo organizar.

El problema que impedía viajar a Hernán Cortés era de índole muy diferente: un enorme absceso en la ingle le imposibilitaba dar un paso y se sospechaba que se debía a la sífilis, visto que continuaba siendo un hombre excesivamente aficionado a la compañía femenina. En aquellos tiempos se estaba sometiendo a un tratamiento indígena a base de guayacán que a la larga le dio magníficos resultados, puesto que no le quedaron rastros de tan vergonzosa enfermedad, pero lo cierto es que en su actual estado de semiinvalidez no estaba en condiciones de embarcarse en una incierta aventura por tierra de salvajes.

Los Centauros restantes, incluidos Pedro de la Cueva y Cayetano Romero, no dudaron en unirse al grupo, y el único que no lo hizo por propia voluntad fue Juan Ponce de León, que permanecía a la espera de una cédula real que le confirmaría como adelantado con la misión de conquistar la cercana isla de Puerto Rico, de la que acabaría siendo gobernador.

Aunque lenta, increíblemente lenta, puesto que habían pasado quince años desde la llegada a la isla de San Salvador, la herrumbrosa maquinaria oficial se ponía en marcha, ya que casi simultáneamente la expedición de Juan de Esquivel partía para colonizar y apaciguar a los rebeldes nativos de Jamaica que tantos quebraderos de cabeza habían dado al Almirante cuando cinco años atrás naufragara en sus costas.

Una semana más tarde arribó la armada de Diego de Nicuesa, y el espectáculo de su entrada en puerto fue en verdad digno de verse, con cuatro enormes naves recién construidas y relucientes, docenas de banderas y gallardetes al viento, impresionantes cañones, cientos de hombres perfectamente uniformados, cosa nunca vista por aquellos pagos, y un recién nombrado gobernador de Veragua tan entorchado y emplumado, que hacía una vez más honor, y con creces, a su famoso sobrenombre de Pavo Real.

Lo primero que hizo fue convocar en su espaciosa y recargada camareta de adelantado a Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa, a fin de dejar perfectamente delimitadas de antemano las futuras fronteras de ambas gobernaciones.

El conquense intentó hacerle comprender que resultaba harto difícil determinar en aquellos momentos unos límites concretos, puesto que ni siquiera disponían de mapas fiables o una clara idea de hacia dónde se dirigían, por lo que tras una casi interminable y acalorada discusión en la que se disputaban cada legua de tierra como si fuera de oro puro, llegaron a la conclusión de que la línea divisoria quedaría marcada por el cauce del río más caudaloso que desembocara en el golfo de Urabá, cualquiera que fuera la orilla en que se encontrara.

Desde allí hacia el sureste, sin que nadie pudiera por aquel entonces determinar dónde concluía dicho sureste, todas las tierras que se colonizaran quedarían bajo la jurisdicción del conquense.

Desde la orilla del río hacia el oeste, la autoridad pertenecería a Nicuesa.

—Bien mirado, no tenéis derecho a quejaros —concluyó éste en su deseo de quitarle hierro al tema—. Contáis con una infinita extensión de territorio hacia el sur.

—No diría yo tanto… —le hizo notar el de Cuenca—. Si mis informes no están errados, hacia el sur me cierran el paso altas montañas en las que resulta imposible respirar.

—¿Y eso por qué?

—Porque el único cristiano que conoce bien Tierra Firme, Juan de Buenaventura, me contó que allí arriba el aire escasea.

Tanto Juan de la Cosa como Diego de Nicuesa se quedaron observando con extrañeza, como si lo tomaran por loco, a quien había hecho tan absurda afirmación. Al final, el de Santoña no pudo por menos que inquirir estupefacto:

—¿Qué has querido decir con esa estupidez de que falta el aire? ¿Acaso hay algo o alguien que te cierre la nariz o te apriete la garganta?

—No, que yo sepa.

—¿Entonces?

—Es lo que Juan de Buenaventura asegura que le contaron los indios.

—¡Ya! —masculló el cántabro—. Pero por lo que creo recordar, ese tal Buenaventura va contando por Ronda que también se tropezó con una serpiente de cinco metros de largo y cabeza de jaguar, ¿no es cierto?

—Sí, pero…

—¡No hay peros que valgan, Alonso! Pon los pies sobre la tierra; tú y yo sabemos mejor que nadie que vamos a enfrentarnos a un mundo prodigioso y peligroso, pero tampoco conviene exagerar ni prestar oídos a las fabulaciones de quienes acostumbran a convertir dos en cuatro, cuatro en ocho, y ocho en dieciséis. Yo soy cartógrafo, no cronista, y me niego a aceptar que pueda existir un lugar en la Tierra donde falte el aire.

Maese Juan de la Cosa era sin lugar a dudas uno de los hombres más cultos y preparados de su época, pero pese a ello no se le podía exigir que estuviera al corriente de que cuando se asciende una montaña demasiado alta, lo que escasea no es el aire, sino el oxígeno. En los albores del siglo XVI no eran muchos los europeos que mostraban interés por el alpinismo.

Solucionado por medio de un consenso supuestamente amigable el problema de la demarcación de sus territorios, Ojeda y De la Cosa quedaron a la espera del bachiller Martín Fernández de Enciso y sus refuerzos, quien a los nueve días llegó puntual a la cita, cargado de armas y pertrechos.

No obstante, nada más verle, el Centauro llegó a la conclusión de que si bien era un joven encantador que rebosaba entusiasmo y buena voluntad, estaba demasiado verde para afrontar un empeño tan arriesgado como la consolidación de una gobernación en Tierra Firme.

Mucho le debía al bachiller e hice cuanto estuvo en mi mano para pagar tal deuda, pero el instinto siempre me dictó que por sus venas no corría la sangre de los auténticos Centauros. A la hora de enfrentarse a los caníbales más útil resulta un Balboa, incluso borracho, que cien Encisos.

Decidió por tanto que permaneciera en la isla, cubriendo de brea los fondos de su carabela a fin de evitar el ataque de la broma y con la orden expresa de zarpar un mes más tarde abastecido de carne y frutas frescas, para reforzarles de un modo más eficaz cuando ya se hubiera establecido un asentamiento fijo y una primera cabeza de playa.

Lo único que tendría que hacer era poner rumbo sur hasta divisar Tierra Firme, y costear luego proa al oeste hasta penetrar en el profundo golfo de Urabá, donde estarían esperándole los restantes barcos.

Aún tuvo tiempo Alonso de Ojeda de asistir a la vergonzante destitución del detestado gobernador Ovando, así como a la toma de posesión del hijo de un Almirante al que personalmente siempre había considerado un excelente marino aunque un pésimo administrador, por lo que rogó a la Virgen de la Antigua, de quien continuaba siendo fiel devoto, que el joven Diego Colón hubiera aprendido la lección y no cometiera los mismos errores que su progenitor.

Tanto el flamante gobernador como su esposa, la escuálida, amanerada y remilgada María de Toledo, que se ofendía cuando no la llamaban virreina, sentían al parecer una lógica curiosidad por conocer al archifamoso Centauro de Jáquimo, de quien habían oído contar maravillas tanto a don Cristóbal como a su hermano Bartolomé, por lo que a los pocos días de su llegada le invitaron a una opípara cena en el alcázar, a la que tan sólo permitieron asistir a maese Juan de la Cosa, cuya fama apenas iba a la zaga de la del conquense.

Al concluir, mientras disfrutaban de un excelente coñac, y tras una larga charla en la que doña María demostró ser mucho menos torpe de lo que cupiera pensar a primera vista, su esposo quiso saber con visible interés:

—Acláreme una cosa, don Alonso: esos tan mentados Centauros ¿constituyen una especie de secta semirreligiosa, una asociación de amigos de la espada, o una simple pandilla de chiflados que en verdad aspiran a conquistar por sí solos este Nuevo Mundo?

—Vuestro padre se molestaría si os oyera llamar Nuevo Mundo a lo que él continúa considerando una simple antesala del Cipango.

—El hecho de que sea mi padre y le admire tal como se merece por lo que ha hecho, no impide que esté en desacuerdo con él en ciertos aspectos, y éste es sin duda uno de ellos, aunque os agradecería que no se lo hicierais saber.

—Supongo que será muy difícil que vuelva a verle, y ciertamente me alegra que tengáis vuestras propias opiniones al respecto —puntualizó el conquense—. Siempre he creído que la inteligencia del Almirante libraba una dura batalla con su terquedad, que por lo que veo continúa venciendo.

—Así es, por desgracia, y a su edad dudo que cambie de parecer.

—¡Lástima! En cuanto a vuestra pregunta, os aclararé que ese término, Centauros, no es más que fruto de las habladurías del populacho. Al vernos juntos tan a menudo al principio les llamaban «los de Ojeda», pero a alguien se le debió de ocurrir que a causa de un sobrenombre del que no puedo negar que me siento en cierto modo orgulloso, los Centauros sonaba más exótico, y pronto caeréis en la cuenta de que en esta isla lo exótico prima sobre lo tradicional.

—Me di cuenta el primer día, cuando para desayunar en lugar de un vaso de leche y el acostumbrado pan con aceite y jamón, me trajeron zumo de papaya y una serie de frutas de lo más extrañas y coloristas… —intervino la «virreina»—. Y me llama poderosamente la atención esa manía que tienen de aderezar con tomate todos los platos. Nunca los había probado anteriormente, pero me encantan los tomates.

—Gran ventaja es ésa, a fe mía —terció maese Juan de la Cosa—. En esta isla, al que no le gusten el cilantro y los tomates más le vale tirarse al río.

—¡«Bueno es el cilantro, pero no tanto»! —exclamó con una sonrisa el joven gobernador—. Hay noches que me despierto repitiéndolo. Otra pregunta, Ojeda: ¿qué opináis de don Ignacio Gamarra?

—Carezco de opinión; le he visto en alguna ocasión, pero nunca he cruzado una sola palabra con él.

—Sin embargo, por lo que tengo entendido, os aborrece.

—Son tantos los que me aborrecen que me resultaría imposible aprenderme todos sus nombres, por muy buena voluntad que pusiera en ello.

—Del mismo modo que os resultaría mucho más imposible aprenderos los nombres de todos aquellos que os tienen en gran estima, ya que he podido comprobar que sois un hombre que despierta pasiones, tanto a favor como en contra.

—Cuitado aquel que tan sólo despierta indiferencia —replicó el Centauro—. Significa que su vida fue anodina y de nada le valió haber venido al mundo. Como suele decirse, a un hombre se le valora tanto por la calidad de sus amigos como de sus enemigos, pero en mi opinión ese tal Gamarra no es digno de ser tenido en cuenta, ni como amigo, ni como enemigo.

Si ciertamente las paredes oyen, o si más bien Ignacio Gamarra tenía oídos en todas partes, no es posible saberlo con exactitud, pero al parecer de algún modo tuvo conocimiento de tal frase, lo cual aumentó su injustificada inquina hacia el conquense.

De nuevo acudió a Bonifacio Calatayud, aumentando considerablemente la recompensa si acababa de una vez con quien le corroía el alma, más ahora que había pasado de la nada a la gloria, pero de nuevo recibió una rotunda negativa por parte del calvorota.

—Si arriesgado resultaba atentar contra un muerto de hambre por miedo a sus amigos, loco sería atentar contra todo un gobernador, ya que su nombramiento demuestra a las claras que también los reyes le tienen en gran estima. —Golpeó con el dedo el pecho de su interlocutor al añadir—: Y si lo que antaño me proponíais era un simple asesinato, ahora acabáis de proponerme un acto de alta traición. —Sonrió como un lobo al acecho y concluyó—: Estaréis de acuerdo conmigo que en este caso mi silencio bien vale tres mil maravedíes.