Para alguien que solía alimentarse de lo poco que conseguía pescar, los productos de su pequeño huerto y algunas frutas exóticas, el hecho de que le invitaran a una opípara cena en la Taberna de los Cuatro Vientos, donde su famosa dueña, Catalina Barrancas, preparaba el mejor lechón asado de la isla, constituía una tentación irresistible. Así pues, pese a que quien le había cursado la invitación no era en absoluto persona de su agrado ni de la que tuviera buenas referencias, el conquense decidió aceptar, más por hambre que por auténtica curiosidad.

A las ocho en punto se plantó ante el hombre de aire altivo, elegantemente vestido y bien recortada barba que le aguardaba acomodado en la mesa más apartada de la amplia taberna, para inquirir más como afirmación que como auténtica pregunta:

—¿Don Bartolomé de las Casas? —Y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: Soy Alonso de Ojeda.

—Lo sé, y os agradezco que hayáis venido… —respondió el otro al tiempo que le indicaba que tomase asiento—. ¿Un vaso de vino? —Se lo sirvió sin aguardar respuesta y, con una sonrisa forzada, añadió—: Supongo que os estaréis preguntando por qué alguien como yo tiene interés en invitaros a cenar.

—Es natural.

—En primer lugar os diré que en parte se debe a morbosa curiosidad; soy sevillano y debía de tener diez años cuando os vi bailotear sobre un tablón en lo alto de la catedral, lo cual se me antojó lo más fabuloso que hubiera hecho nadie.

—¡Una estupidez propia de la edad!

—Más tarde os observaba atravesar el río en competencia con el joven duque de Medinaceli, y entre los muchachos del barrio se comentaba a diario cómo vencíais, uno tras otro, a cuantos os retaban. Resultaba difícil vencer la tentación de conocer personalmente al héroe de mi juventud.

El conquense no parecía escucharle, puesto que toda su atención se había concentrado en la enorme fuente de cochinillo asado que la mismísima Catalina Barrancas acababa de servirles. Su aroma parecía haber despertado de improviso no sólo sus jugos gástricos, sino muy gratos recuerdos.

—Con permiso —dijo sirviéndose una generosa ración.

—Adelante. Como os iba diciendo, aquellas hazañas, así como el relato de las que más tarde realizasteis al derrotar tan valientemente a los salvajes y capturar a su cacique, aumentó mi admiración, y no os niego que en cierto modo despertó mi deseo de conocer unas tierras que atraían como un imán a personas de tanta relevancia.

El Centauro se limitaba a escucharle mientras continuaba devorando con increíble apetito, aunque sin apartar la vista de su interlocutor, como si tratara de averiguar qué oscuros propósitos escondía tras tanta palabrería aduladora.

Nunca había sido hombre al que le agradara que le ensalzaran en exceso, por lo que probablemente en cualquier otra situación se hubiera marchado, pero aquella apetitosa y aromática fuente lo atraía con la misma fuerza que los rotundos pechos de Beatriz de Montealegre. Debido a ello continuó pegado a su asiento, masticando incansablemente y aguantando la verborrea de alguien de quien sabía a ciencia cierta que no había viajado a las Indias por amor a la aventura o por romanticismo, sino con el propósito de hacerse rico explotando a los nativos.

Amigo personal y, según se murmuraba, testaferro del mismísimo gobernador Ovando, en cuyo barco había llegado tres años atrás a la isla, socio en negocios poco claros del todopoderoso Ignacio Gamarra y tiempo atrás de Amadeo Naranjo, Bartolomé de las Casas tenía fama, merecida al parecer, de haberse convertido en uno de los mayores terratenientes y traficantes de mano de obra esclava de La Española.

Aquella noche, sentado en una amplia poltrona que solía ocupar casi a diario, la mejor de la taberna, y mordisqueando con cierta desgana una jugosa costilla de lechón tan tierna que podían incluso masticarse los huesos, se comportaba con una extraña mezcla de prepotencia y entusiasmo, porque cabría asegurar que incluso los hombres más poderosos e inaccesibles cambian al comprender que se están cumpliendo sus sueños infantiles.

El hecho de tener como invitado a su mesa al que siempre había considerado el más audaz entre los audaces constituía una especie de culminación de todos sus anhelos.

—Cuando era muchacho bajaba cada amanecer a la orilla del río y me ocultaba entre los arbustos con la esperanza de ser testigo de alguno de vuestros duelos… —continuó perorando en idéntico tono de prepotencia—. ¡Señor, Señor! ¡Qué increíble espectáculo! Uno tras otro iban cayendo como si se tratara de cañas secas a las que tronchara el viento, y ni una sola vez os advertí nervioso o agitado, pese a que algunos de vuestros oponentes eran personas de notable valor y, a mi modo de ver, harto peligrosas.

—Ninguno de ellos lo era más que este pobre lechón, se lo aseguro.

—¿Ni siquiera el capitán Gomara? Era muy bueno con la espada.

—¿Gomara? —repitió el Centauro frunciendo el ceño—. No recuerdo a ningún Gomara.

—Baltasar Gomara, al que llamaban «el Tuerto» —aclaró el sevillano.

—Jamás me enfrenté a ningún tuerto… —puntualizó su interlocutor, a todas luces molesto—. Ni tuertos, ni mancos, ni cojos, ni borrachos; nadie que no estuviera en posesión de todas sus facultades. —Hizo un gesto alzando la pata de cochino que sostenía como si pretendiera puntualizar con ella—. A estúpidos sí, pero es que ésos son tantos que resulta inevitable.

—Gomara no era tuerto… entonces —puntualizó De las Casas—. Pero lo fue a partir de aquella mañana.

—¡Es posible! —reconoció Ojeda con un leve encogimiento de hombros—. Siempre he intentado evitar causar ese tipo de daño irreparable, pero el mero hecho de cargar con una espada obliga a los menguados a creer que están protegidos, cuando en realidad esa misma espada se convierte en su peor enemigo, porque siempre existe alguien más diestro a la hora de empuñarla.

—En vuestro caso aún no ha aparecido.

—Tiempo al tiempo. Llegará un día en que ya mi brazo no sea tan fuerte ni mis piernas tan ágiles, y entonces docenas de jovenzuelos ambiciosos de gloria me estarán esperando para ajustarme las cuentas. La Naturaleza es la única, junto a la Muerte, que jamás perdona; tarda más o menos en hacer su aparición, pero al final siempre acude.

—¿Y qué pensáis hacer entonces?

—Lo único que se debe hacer en estos casos: morir con la misma dignidad con que se ha matado, y consolarse con la evidencia de que morir en un duelo tiene una gran ventaja sobre matar en un duelo: al día siguiente ya no puedes arrepentirte de haber tomado parte en él.

—¿Siempre habéis tenido que arrepentiros, pese a que me consta que hacíais cuanto estaba en vuestra mano por evitar la pendencia?

—Casi siempre; y es tanto lo que ello me pesa en el corazón que a menudo tengo la sensación de que se me ha ido bajando hasta los pies y me palpita en los talones… —Alonso de Ojeda dejó de comer por un instante, bebió un sorbo de vino, hizo una pausa, y por último señaló como si se tratara de una dolorosa confesión—: Por muy obtuso, vociferante y ofensivo que resulte el mentecato que te provoca, y por mucho que al fin consiga encenderte el ánimo hasta el extremo de que no te queda más remedio que desenvainar y sacudirle, cuando a los pocos instantes lo observas inerte, pálido, ensangrentado y tembloroso, temiendo que la vida se le escape por el punto en que le has clavado la espada, te arrepientes y te juras a ti mismo que nunca volverás a pasar por un trance tan amargo.

—Pero no tarda en hacer su aparición un nuevo mentecato…

—A veces he llegado a creer que son la única especie en la que nacen más de los que mueren, lo cual significa que siempre queda un remanente, que son los que me envían para que se mantenga el equilibrio… —Dejó el hueso de la pata de lechón, monda y chupeteada, en el plato, y alzó el rostro clavando los ojos en los de su generoso anfitrión—. Y ahora me gustaría que dejáramos de hablar de duelos y pendencias y me aclararais la verdadera razón de esta entrevista.

—De acuerdo —asintió el otro—. Concluida la cena, creo que lo mejor será que vayamos directamente al grano. Se trata de las islas de la bajamar.

Ojeda sabía perfectamente que aquélla era la forma coloquial con que la mayoría de los marinos españoles denominaban al extenso archipiélago de las Lucayas, al que pertenecía San Salvador, la primera isla a la que arribó Colón tras atravesar el océano.

Las denominaban de ese modo porque una gran parte de sus innumerables islotes tan sólo eran visibles cuando descendía la marea, y como la mayoría de los pilotos de la época eran de origen andaluz, la palabra «bajamar» fue degenerando hasta convertirse en «bajamá», razón por la cual cuando el archipiélago pasó a manos inglesas, se transformó en islas Bahamas.

El conquense recordó que su buen amigo, el iluso Juan Ponce de León, le había asegurado que justo allí debía de encontrase la isla de Bímini, así que preguntó:

—¿Acaso andáis buscando la fuente de la eterna juventud?

—¡Dios me libre! —fue la inmediata respuesta, acompañada de una corta y despectiva carcajada—. Nada más lejos de mi ánimo que perder tiempo y dinero persiguiendo quimeras; ya el pobre Amadeo Naranjo se dejó los cuernos en tan absurda aventura, y a fe que era un hombre al que si algo le sobraba eran cuernos.

—¿Entonces…?

—Pretendo establecerme definitivamente allí porque me han asegurado que es un lugar precioso, con un clima mucho menos caluroso que el de La Española y con una tierra muy propicia para el azúcar.

—¿Y qué tengo yo que ver con todo eso? —quiso saber el Centauro, pese a que comenzaba a barruntárselo.

—Os nombraría comandante en jefe de la expedición.

—¿Expedición? —fingió sorprenderse—. ¿Qué clase de expedición? Si las leyes no han cambiado, la única que puede ordenar una expedición de ese tipo es la Corona, y que yo sepa jamás se ha hablado nada respecto a las islas de la bajamar.

—El gobernador aconseja que nos establezcamos cuanto antes en ellas, puesto que de lo contrario se convertirán en refugio de piratas y corsarios. Al parecer es un archipiélago intrincado y plagado de incontables islas que disponen de protegidas bahías en las que podría ocultarse toda una escuadra.

—Como cientos de otras islas en este inmenso mar que nos rodea… —El conquense hizo una pausa, dirigió a su interlocutor una larga mirada que muy bien podía ser de desprecio, y al fin señaló—: La gran diferencia estriba en que sus habitantes son gente pacífica y mal armada a la que resultará sencillo dominar, mientras que las Antillas están ocupadas por feroces caníbales que asaltan y secuestran a sus vecinos con el fin de echarlos en una cazuela. A mi modo de ver, es contra esos caribes contra los que hay que luchar y a los que tenemos la obligación de civilizar y cristianizar, no a unos pobres lucayos que nunca nos han hecho ningún daño.

—Nadie que yo conozca tiene el menor interés en establecerse en las Antillas.

—Lógico, puesto que nadie tiene interés en convertirse en almuerzo de un salvaje por mucha azúcar que se le eche.

—Con los beneficios de esta expedición estaríais en condiciones de organizar otra al Urabá —insistió De las Casas—. Tengo entendido que la Corona os ha otorgado el título de gobernador, pero eso es todo… —Hizo una pausa para añadir con marcada intención—: Yo pago en oro, y por adelantado.

—Mala cosa sería fundamentar mi futura gobernación sobre las espaldas de unas gentes que siempre nos han recibido con los brazos y, sobre todo, las piernas abiertas… ¡Muy mala cosa!

—Serían cien mil maravedíes por adelantado y un porcentaje en los beneficios.

—Me temo que no.

—Ciento cincuenta mil.

—No.

—Doscientos mil y no se hable más.

—He dicho que no, y no me irritéis, puesto que soy un hombre de limitada paciencia. —El de Cuenca se puso en pie dispuesto a marcharse—. Por ningún dinero del mundo aceptaría ir a cazar indios felices para convertirlos en infelices esclavos. —Dio media vuelta y se alejó hacia la puerta, al tiempo que alzaba la mano en un despectivo ademán de despedida y exclamaba—: ¡Gracias por la cena!

Aquella noche, en aquella mesa, el menos cerdo era el del plato, pero el otro andaba desarmado, por lo que no me dio oportunidad de trincharle tal como hubiera sido mi deseo.

Bartolomé de las Casas permaneció tan inmóvil como una estatua, entre desconcertado y ofendido, aunque tal vez le satisfizo comprobar que aquel a quien tanto había admirado en su juventud continuara siendo igualmente admirable.

A nadie se le hubiera ocurrido en aquellos momentos que un personaje tan mezquino, adulador y despreciable como él y al que los sacerdotes no dudarían en afear, incluso desde el púlpito, su cruel y vergonzoso comportamiento para con los nativos, experimentaría años más tarde una sorprendente transformación.

Al escuchar el durísimo sermón que le dedicó fray Pedro de Córdoba, Bartolomé de las Casas no dudó en reconocer en público sus muchos pecados, y tras renunciar a su ingente fortuna dedicó el resto de su vida a corregir el mal que había causado hasta el punto de convertirse en «el Apóstol de los Indios», defendiendo hasta su muerte a aquellos a quienes con anterioridad había esclavizado, denigrado y maltratado.

Pero ni aquéllos eran tiempos de milagrosas conversiones, ni Alonso de Ojeda creía en ellas.

Vinieron tiempos de penuria.

A decir verdad, los tiempos del Centauro de Jáquimo siempre fueron de penuria económica, puesto que parecía un hombre predestinado a pedir limosna a las puertas de la cueva de Alí Babá.

Con ayuda de Hernán Cortés y un par más de sus inseparables discípulos, los únicos que contaban con un trabajo estable y medianamente remunerado, había conseguido adecentar su cabaña dotándola de una amplia cama, una mesa, un viejo sillón de mimbre que solía sacar cada tarde al porche para disfrutar de las hermosas puestas de sol mientras hacían planes para un futuro que cada vez parecía más lejano, e incluso una estantería que le había regalado Catalina Barrancas el día en que decidió remozar la taberna.

De tanto en tanto la india Jineta le enviaba un saco de productos de la huerta, o era él mismo quien pedía un caballo prestado y se iba a pasar una corta temporada en Azúa, junto a su ex mujer y sus hijos.

Malabestia había muerto años atrás.

Pedro de la Cueva había vuelto a España en un nuevo intento de conseguir financiación para la magna empresa de conquistar Urabá, pero las noticias que llegaban muy de tarde en tarde no resultaban nada esperanzadoras.

El tiempo siempre se detiene en el peor momento; a veces creo que la felicidad lo acelera obligándole a devorar los días como si fueran horas, mientras que la desgracia lo frena haciendo que las horas parezcan días.

Aquéllos eran sin duda días que parecían semanas y semanas que se alargaban tanto como los meses, y uno tras otro, desesperadamente monótonos y sin el menor aliciente, transcurrieron los tres años más anodinos de la vida de un hombre del que cabría asegurar que con anterioridad había quemado mil de esas vidas.

Ya ni siquiera lo retaban a duelo.

Los mentecatos tenían plena conciencia de que el borrachín Balboa, el taciturno Pizarro, el entusiasta Ponce de León, el influyente Cortés y una docena más de sus fieles discípulos le ajustarían las cuentas a quien se le pasara por la cabeza la idea de molestar a su maestro.

Las fuerzas vivas de la isla consideraban al grupúsculo de los Centauros una pandilla de vagos malandrines, ya que la mayor parte carecía de oficio o beneficio y prefería perder el tiempo contando sandeces o jugando a las cartas a aprovechar las infinitas posibilidades que se les ofrecían de hacer fortuna «trabajando honradamente».

Y es que ninguno de ellos había cruzado el océano con la intención de trabajar honradamente. Aunque al parecer tampoco les interesaba hacerse ricos deshonrosamente.

En su fuero interno, cada uno de ellos se consideraba un «adelantado», por más que sus enemigos los tratasen despectivamente de «atrasados».

—Para sentarse en un porche a ver ponerse el sol y hablar tonterías podían haberse quedado en Cádiz —solían decir—. Allí también se pone el sol cada tarde.

Ignacio Gamarra intentó que su buen amigo y socio, Nicolás de Ovando, los expulsara de la isla alegando que daban mal ejemplo, pero al gobernador le constaba que Ojeda seguía contando con la protección del obispo Rodríguez de Fonseca, que era quien detentaba la máxima autoridad sobre las Indias Occidentales.

—Últimamente he tomado algunas decisiones que no han sido bien vistas en Sevilla, y mi puesto no está tan seguro como me gustaría, por lo que corro el riesgo de ir a por lana y salir trasquilado —dijo—. Incluso me han llegado rumores de que pretenden que me sustituya el hijo del Almirante, don Diego, y como comprenderás en semejante situación no pienso molestar a Ojeda, que ha demostrado hasta la saciedad que no es un hombre al que se pueda atacar impunemente.

—No es más que un vulgar matachín de taberna.

—Hace meses que no se bate en duelo, apenas asoma por las tabernas y la gente continúa adorándole. Los nativos siguen asegurando que es el destinado a liberarles de la esclavitud, por lo que al enfrentarme a él me arriesgo a provocar un conflicto de incalculables proporciones. ¡Lo siento! —añadió, dando por concluida la conversación—. Ese maldito enano está ahora donde tiene que estar, y lo mejor que podemos hacer es dejarlo en paz.

—Estafó a Naranjo enviándolo a buscar una isla inexistente.

—Lo cual te vino muy bien, puesto que aprovechaste su ausencia para quedarte con algunas de sus fincas de La Vega Real. Si tanta inquina le tienes, y me consta que la tienes aunque nunca he podido entender los motivos, ocúpate de él personalmente y no me mezcles en un asunto que ni me va ni me viene.

Ignacio Gamarra era suficientemente inteligente para comprender que aquél era un camino que no conducía a ninguna parte, por lo que pocos días más tarde tanteó discretamente a un tal Bonifacio Calatayud, del que se aseguraba que tenía más crímenes sobre su conciencia que pelos en la cabeza, lo cual muy bien podía ser cierto puesto que poseía la calva más reluciente y la barba más poblada de la isla.

—¿Ojeda? —repitió el sicario, haciendo un gesto con la mano que daba a entender que no quería ni oír hablar del asunto—. ¡Ni loco! Mis hombres podrían acabar con él, eso es muy cierto; su cabaña está aislada y cuando regresa a ella en plena noche bastaría con apostarse al borde del camino con dos o tres arcabuces… ¡Pan comido!

—¿Entonces…? ¿Dónde está el problema?

—El problema no está en matarle, sino en el loco de Balboa, el cabrón de Pizarro y toda esa cuadrilla de mendrugos que le rodean y que no descansarían hasta vengarle. ¡Lo siento! Búsquese a alguien dispuesto a que lo corten en rodajas, aunque le recomiendo que se ande con pies de plomo, porque en esta maldita isla las paredes oyen.

Gamarra llegó a la conclusión de que todo su oro no bastaba para librarse de aquel a quien tanto aborrecía, e intentó consolarse con la idea de que al fin y al cabo resultaba más satisfactorio verle hundido y arruinado que saberlo muerto.

—¡Ya no es el que era! —se dijo a modo de consuelo—. Ni nunca volverá a serlo.