—Tenía que haber llegado hace más de dos años, con la escuadra del gobernador —comenzó su relato—. Pero en vísperas de zarpar, un padre furibundo me sorprendió en la cama con su hija y escapé como alma que lleva el diablo. Al saltar el muro posterior me rompí una pierna y el muy bestia, que era mulero, me «mulió» a palos, dejándome como recuerdo permanente esta cicatriz del labio. La curación fue larga y dolorosa, y como no podía contarle a mi familia lo ocurrido me vi obligado a embarcarme como freganchín en un barco de contrabandistas que venía cargado de putas y barricas de vino.

—¡Pardiez que no es mala compañía para una tediosa travesía del océano! —se apresuró a comentar Vasco Núñez de Balboa.

—A no ser por el hecho de que el capitán me advirtió que me rompería la otra pierna si me atrevía a catar, sin pagar por ello, a las unas o las otras. Y te advierto que eran de las peores barraganas conocidas, las que no te fían por nada del mundo, y yo no tenía ni un cobre.

—¿Y cómo es que al poco de llegar en semejantes circunstancia conseguiste ese destino de notario en Azúa y veinte leguas de tierra? —quiso saber Ojeda—. No es cosa fácil.

—Es que Ovando es primo segundo de mi padre, y el hecho de que haya estudiado en Salamanca le obliga a suponer que atesoro más conocimientos y méritos de los que en realidad conseguí adquirir. Aquí entre nosotros debo admitir que durante mis años en la universidad pasé mucho más tiempo bajo faldas que sobre libros… —El tan sincero mozo que aún no había cumplido los veinte años se encogió de hombros al añadir—: Y lo cierto es que para ser notario en Azúa basta con saber leer, escribir y tener algo más de luces que un candil de burdel. En cuanto a las tierras, mi intención es arrendarlas.

—¿Acaso no te llama la atención hacerte rico con el oro blanco? —quiso saber Ponce de León—. En cuatro o cinco años podrías regresar a Medellín con una pequeña fortuna.

—Fortuna ya tengo allí, ya que soy hijo único y, tanto por parte de padre como de madre, provengo de familias bien acomodadas. Lo que vengo a buscar no es oro, ni blanco ni amarillo, sino gloria.

—Cierto es que las minas de oro ya se agotaron —puntualizó su primo Francisco Pizarro—. Pero cierto es, también, que casi toda la gloria se la guardó para sí el maestro Ojeda, y la poca que pueda quedar somos muchos los que intentamos apoderarnos de ella. A decir verdad, si me sintiera capaz de aprender a leer y escribir correctamente tal vez aceptaría reemplazarte en ese puesto de escribano y olvidarme del resto.

—Mientes como un bellaco y lo sabes —le espetó Ponce de León—. Ni aunque fueras bachiller y licenciado en Leyes por esa dignísima Universidad de Salamanca renunciarías a tus sueños de grandeza, al igual que no renunciamos ninguno de los que aquí nos encontramos.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque analfabetos o bachilleres, nobles o plebeyos, ricos o pobres, todos cuantos acudimos a intentar aprender algo de Alonso lo hacemos porque hemos comprendido que jamás se presentó anteriormente una posibilidad tan prodigiosa como la que ahora se nos ofrece. Pese a que el Almirante opine lo contrario, nos encontramos a las puertas de un nuevo continente inexplorado; un inmenso pastel al que estamos ansiosos de hincarle el diente.

—Pudiera estar envenenado.

—De ahí que resulte tan atractivo.

—«Quien ama el peligro perecerá en él».

—Y quien teme al peligro muere un poco cada día, dado que ese peligro nos acecha donde menos lo esperamos… —intervino de nuevo el jovenzuelo—. Estuve a punto de morir apaleado por culpa de una golfa sudorosa a la que no le importaba gran cosa que quien compartiera esa noche su lecho se llamara Ceferino Malascabras, Curro Porras o Hernán Cortés, es decir, yo. Por ello he llegado a la conclusión de que si hay que morir, y al parecer ésa es una opción de todo punto inevitable, que sea por algo que en verdad valga la pena.

La mayoría de los asistentes asintieron con la cabeza, dando por sentado que aquélla era una norma de conducta indiscutible, por lo que el conquense comentó:

—Veo que todos estáis de acuerdo, pero lo que siempre he querido que entendáis es que al acudir a que os explique cómo enfrentaros a los peligros de Tierra Firme, perdéis el tiempo. Puede que, junto a mis buenos amigos Juan de Buenaventura y Juan de la Cosa, sea quien más sabe de lo que allí puede encontrarse, pero os advierto que ese continente es como un grueso libro del que aún no he conseguido ni acabar el prólogo.

—Salvo Balboa, los demás ni siquiera le hemos visto las tapas.

—Eso es muy cierto.

—Sigue contando, pues…

—¿De qué queréis que os hable?

—Del principal enemigo que encontraremos al poner el pie en la orilla.

—¿El principal?

—Eso he dicho —insistió Hernán Cortés.

El Centauro de Jáquimo meditó largamente, aceptó de buen grado la pipa cargada de fuerte tabaco que Ponce de León le ofreció, tosió, se rascó las cejas como si ello le ayudara a pensar, y al fin señaló:

—El peor enemigo no está allí; lo llevaréis con vosotros.

—Explícate.

—El enemigo al que más difícil resulta combatir es el miedo a enfrentarse a ese enemigo, así como la acuciante necesidad que te asalta de regresar a la seguridad del barco, y de allí a la seguridad de un lugar conocido.

—Si hemos llegado hasta allí no será para volver con las manos vacías —protestó Pizarro.

—No estés tan seguro, querido amigo —fue la inmediata respuesta—, no estés tan seguro. Una cosa es el valor que se demuestra al emprender la marcha y otro muy distinto el que se necesita cuando se toma plena conciencia de que ya no hay vuelta atrás; es decir, en el momento de desembarcar. —El conquense agitó la cabeza y sonrió como si quisiera aclarar lo absurdo del tema—. De pronto no puedes por menos que preguntarte por qué demonios te encuentras allí, esperando que desde la espesura te lancen una nube de flechas envenenadas, y por qué demonios has hecho tantos esfuerzos si a la larga lo único que vas a conseguir es que te maten.

—Yo lo tengo muy claro… —aseguró Francisco Pizarro—. Estaré allí para no tener que cuidar puercos ni limpiar mesas en una inmunda taberna.

—Lo dices ahora. Pero te garantizo que en esos momentos llegaréis a la conclusión de que ni los puercos ni las mesas eran tan sucios, y echarás de menos las tibias mañanas en que te sentabas bajo una encina a ver pastar los gorrinos, o las tranquilas tardes en que descansabas sirviéndote un buen vaso de cariñena. Sobre todo cuando al fin tengas que internarte en una jungla tan espesa que no consigues ver qué inmenso monstruo con cuerpo de serpiente y cabeza de jaguar y qué diminuta araña ponzoñosa te están acechando detrás de cada liana o cada hoja.

—Todos somos hombres de armas… —intervino una vez más Núñez de Balboa—. O al menos intentamos serlo, y se supone que debido a ello no deberíamos tener miedo a la hora de enfrentarnos al enemigo, pero creo que empiezo a entender lo que Alonso quiere decir. El problema de Tierra Firme no está en el enemigo en sí mismo, sino en que no sabemos a qué vamos a enfrentarnos y eso hace que nuestra imaginación lo exagere… —Se volvió al de Cuenca buscando confirmación a sus palabras—: ¿Me he expresado bien?

—De un modo impropio de ti por lo extremadamente correcto —respondió el otro propinándole un cariñoso coscorrón para demostrarle el sincero afecto que le profesaba—. La gente habla con entusiasmo de un nuevo mundo, pero creo que nadie se ha percatado aún de que no se trata sólo de un mundo nuevo, sino sobre todo de un mundo diferente.

—Creo que me he perdido… —terció Francisco Pizarro—. ¿Podrías aclarárselo a un pobre analfabeto algo duro de mollera?

—¡Deja ya de hacerte el mártir! —le reconvino el Centauro—. Pero como estoy de acuerdo en que eres duro de mollera, te lo aclararé: cuando se te rompen las botas y te compras unas nuevas, simplemente te has comprado unas botas parecidas a las que tenías antes, pero nuevas. ¿Cierto?

—Cierto.

—¿Pero qué harías si vas a comprarte unas botas nuevas y lo que te dan es un sombrero?

—Ponerme el sombrero.

—Pero seguirías descalzo, y tu problema no es la cabeza sino los pies, porque tienes que hacer una larga marcha sobre un terreno pedregoso y el sombrero no te sirve de nada.

—Eso está claro.

—Pues para el caso es lo mismo: tendremos que enfrentarnos con arcabuces e incluso cañones a un enemigo invisible, y cuando digo invisible no me refiero únicamente a un salvaje capaz de ocultarse entre la espesura, sino a unos bichos tan diminutos que se te meten bajo las uñas y no descubres que se encuentran allí hasta que ya tienes la mano paralizada.

—¡No es posible!

—Lo es, te lo aseguro. Allí los ríos son infinitamente más caudalosos, las montañas más altas, las selvas más espesas, los animales más peligrosos, las aguas más sucias y el calor más agobiante… —Se encogió de hombros—. Y me estoy refiriendo únicamente a lo que de momento sabemos. ¡Del resto Dios dirá!