La defensa a ultranza de los derechos de los nativos a no ser esclavizados, su abierta oposición a la política del gobernador Ovando y la malquerencia del incansable Ignacio Gamarra, que continuó actuando en su contra desde las sombras, convirtieron la vida de Alonso de Ojeda en un infierno, ya que una y otra vez tenía que responder a provocaciones que no venían a cuento, pero que le obligaban a desenvainar la espada en una interminable serie de duelos de los que siempre salía ileso, pero que volvían a poner sobre el tapete su aborrecida faceta de matachín.
Probablemente la característica más acusada de la vida del conquense fue que era de ese tipo de hombres que no resultan indiferentes a nadie, y su innegable carisma personal le servía tanto a la hora de ser amado y admirado como el mejor y más recto capitán que hubiera dado nunca España, como a la hora de ser odiado y despreciado como un sanguinario truhán sin entrañas.
Tal dualidad, que lo obligaba a compartir la existencia con amigos incondicionales y enemigos acérrimos, le amargó y entristeció hasta el fin de sus días, por lo que siempre se preguntó por qué jamás pudo mantener una relación que no estuviera marcada por los prejuicios.
Sus casi increíbles hazañas como audaz explorador, afortunado descubridor, general victorioso, intocable espadachín e irresistible seductor, contrastaban con sus rotundos fracasos económicos y políticos, y su fama le precedía de tal modo que resultaba imposible que quien alcanzara a conocerle no tuviese ya una idea más o menos errónea sobre su persona.
Para sus coetáneos, el principal problema de Alonso de Ojeda era que siempre se mostraba humilde con los humildes y altivo con los altivos, y sabido es que, desde el tiempo de los faraones, ésa es la peor forma de intentar medrar, sobre todo en política.
El día que el Centauro nació, la diplomacia y la prudencia se habían ausentado de Cuenca y sus alrededores, y a nadie se le escapa que las virtudes que no vienen con uno al mundo, el mundo rara vez las otorga.
La mano me salva, la lengua me pierde, y si tal como asegura maese Juan, tuviera el corazón más pequeño y más grande el cerebro, no tendría que pasarme la vida mendigando cuanto se supone que en justicia me pertenece.
De todos los capitanes llegados en los primeros tiempos a La Española, él, con ser el que mayores triunfos cosechó y el auténtico e indiscutible pacificador de la isla, fue el único que no amasó una fortuna y carecía de esclavos, siervos, bolsas repletas de oro en polvo y palacios. Aquella mano, tan firme a la hora de sujetar una espada, parecía agujereada el resto del tiempo, incapaz de sostener una simple moneda, que desaparecía de su palma como si un prestidigitador se la escamoteara ante sus propios ojos.
Hay quien asegura que el dinero ama a quien le ama y desprecia a quien le desprecia, y el dicho parece pensado expresamente para personas como Ojeda.
Por ello, el día que al fin consiguió lo suficiente para adquirir un pasaje, tal vez parte del dinero que Ponce de León había obtenido del infeliz Amadeo Naranjo, decidió regresar a Sevilla en busca de una nueva oportunidad de emprender la conquista de su fabuloso reino de Coquibacoa, permitiendo que la cristiana Isabel encontrara momentáneo refugio entre los de su raza, convirtiéndose otra vez en la haitiana Jineta.
Y es que juntos habían llegado a la dolorosa conclusión de que los nativos de la isla no despreciaban a los hijos de un español, mientras que los españoles no aceptaban a los hijos de una nativa por más que se hubiera convertido al cristianismo y los niños hubieran nacido dentro del matrimonio.
Los estableció en las tierras que le había otorgado la Corona en Azúa, y en las que nunca plantó la foránea caña de azúcar, sino únicamente aquello que les permitiera vivir dignamente, tal como habían vivido hasta once años antes sus abuelos maternos.
En el momento de desembarcar en Sevilla, el siempre amable obispo Fonseca ni siquiera le dedicó una palabra de reproche por no haberle escuchado cuando le aconsejó que no se asociara con un par de desvergonzados perdularios.
En cambio, su buen amigo Juan de la Cosa se sentía con derecho a recriminarle por su mala cabeza, y sobre todo por la infantil candidez con que había actuado en tan descabellada aventura, por lo que mientras daban un largo paseo por la orilla del Guadalquivir, casi a los pies de la Torre del Oro, comentó:
—El día que crezcas, aunque mejor sería decir el día que madures, porque lo que es crecer no vas a conseguirlo nunca, serás el hombre más grande que haya dado este siglo. Pero mientras continúes comportándote como un irresponsable arruinarás tu vida y la de cuantos te rodean.
—Quien madura se cae de la rama —replicó el otro con una burlona sonrisa.
—En los tiempos que corren quien no madura acaba colgado de esa misma rama —puntualizó el cartógrafo—. No creo que exista nadie que haya hecho más prodigios que tú, y que, sin embargo, haya obtenido menos provecho. ¡Ya no eres ningún niño! ¿En qué diablos piensas?
—Supongo que en todo aquello en que los demás no piensan.
—En la gloria, imagino —repuso el cartógrafo en tono pesaroso—. Te has cubierto de tanta gloria que temo que se ha convertido para ti en una especie de droga sin la que no puedes sobrevivir. Y conociéndote como te conozco, me consta que al buscar esa gloria no persigues alabanzas, sino sólo una íntima satisfacción por haber sido capaz de hacer lo que otros ni siquiera sueñan. —Hizo una corta pausa, observó con atención a su entrañable amigo e inquirió—: ¿Qué planes tienes?
—Volver.
—¿A Coquibacoa?
—¿Adónde si no? Aunque prefiero llamarla Venezuela.
—Lo que tu llamas Venezuela está dentro de los territorios concedidos por la Corona a Rodrigo de Bastidas, que es un buen hombre, honrado a carta cabal y con el que no deberías enfrentarte.
—Nada más lejos de mi ánimo —se apresuró a replicar el conquense—. Respeto a Bastidas en lo mucho que vale, porque es el único que ha sido capaz de comerciar con los nativos sin necesidad de derramar una gota de sangre.
—Es que ese jodido trianero tiene una labia que engatusa incluso a quien no le entiende. Cuentan que un día que estaban a punto de atacarle una pandilla de caribes, comenzó a batir palmas y cantar por soleares con tal gracia que al poco se había formado una juerga que ni en el Rocío.
—Muy distintas serían las cosas allá en el Nuevo Mundo con media docena de hombres como él.
—¡Cierto! Pero Rodrigo de Bastidas no hay más que uno, de la misma manera que un solo Alonso de Ojeda. ¿Quién te financiará la expedición?
—En eso anda empeñado Pedro de la Cueva, que siempre se las arregla mejor que yo a la hora de sacarle dinero a la gente.
—Con tal que no vuelvas a caer en manos de truhanes…
—Ahora ando con pies de plomo, y lo único que necesito es un barco y medio centenar de hombres.
—¿Un barco y medio centenar de hombres? —se asombró el cosmógrafo—. Pocos reinos podrás conquistar con tan menguada tropa.
—No será un intento de asentamiento, sino de exploración —explicó su amigo—. En mi viaje anterior cometí el error de llevar demasiada gente en son de guerra, saqueo y conquista, y que al no encontrar rápido provecho se impacientaron tanto que me vi obligado a desembarcar en el lugar menos apropiado. Ahora, los que me acompañen sabrán que no habrá oro, perlas ni lucha, y que únicamente se trata de elegir un punto idóneo para cuando llegue el grueso de la expedición.
—¡Prudente se me antoja! E impropio de ti, sin duda alguna.
—Cara me costó la lección.
—De lo cual me congratulo, no por lo mucho que has sufrido y me consta, sino porque al ser capaz de razonar tal como lo estás haciendo, y dados tus conocimientos, tu fuerza de voluntad, tu valor y tu capacidad de liderazgo, te convertirás en el mejor de los adelantados.
—¡No te confundas, querido amigo! —puntualizó el conquense mientras tomaba asiento en un banco de piedra—. No te confundas; en este negocio de intentar ser adelantado en un continente desconocido, ni los conocimientos, ni la fuerza de voluntad, ni el valor ni la capacidad de mando importan demasiado.
—¿Qué es lo que importa, pues? ¿El destino?
—Sin duda, aunque lo cierto es que eso que llamas tan pomposamente destino, no es ni será más que puñetera y caprichosa suerte.
—Nunca he creído que todo lo bueno o malo que nos ocurre se deba achacar a la suerte.
—Pues yo prefiero achacar las desgracias que me han acontecido últimamente a los caprichos de una insensata suerte, antes que a los designios de un Dios demasiado cruel que supuestamente me marcó un destino que me obliga a matar y hacer daño cuando nunca ha sido ésa mi intención.
—Cuida tu lengua, que si te oyera un inquisidor te mandaría a la hoguera…
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el conquense al tiempo que cruzaba los dedos en gesto de auténtica superstición—. Ni se te ocurra mencionar a la maldita Chicharra. Por lo que tengo oído ya han enviado un par de inquisidores a La Española.
—¡No es posible! —se alarmó el cartógrafo.
—Al parecer lo es, querido amigo —fue la resignada respuesta—. Tantas cosas malas hemos llevado allí, que la peor no podía faltar.
—¡Que el Señor nos ayude! —¡Y la Virgen María!
Tenían razón en sus lamentaciones, puesto que desde los albores de 1200, en los que el papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento contra las herejías catara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de Robert le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort y sobre todo el sádico Conrado de Marburgo, bastaba para poner los pelos de punta al más valiente.
El día en que a Conrado de Marburgo le advirtieron que estaba enviando a la hoguera a un inocente, respondió con absoluta tranquilidad: «Nadie que muere en la hoguera es del todo inocente; la experiencia me enseña que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma que tan sólo por semejante ofensa a Dios merece ser quemado».
Sobre los cimientos de tan bárbaras teorías, en el otoño de 1483 fray Tomás de Torquemada reestructuró el Santo Oficio, transformándolo en la no menos Santa Inquisición como arma política al servicio de la Corona, aunque su objetivo no era otro que resolver el grave problema que significaba que la recién creada España estuviera constituida por una compleja amalgama de cristianos, conversos, musulmanes y judíos.
La expulsión de estos últimos significó que si bien una gran mayoría decidió abandonar la Península sin llevar más que lo puesto, casi cincuenta mil optaron por quedarse, renunciando, en la mayoría de casos falsamente, a sus ancestrales costumbres y creencias.
La conquista de Granada, la formación de una nación y el descubrimiento del Nuevo Mundo eran hechos demasiado importantes y demasiado complejos como para controlarlos con los medios habituales, y por ello Isabel y Fernando consideraron que poner en marcha una institución «supranacional» que nadie se atreviera a cuestionar era la única manera de evitar una auténtica debacle.
Crear un Estado centrista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, ideologías y creencias religiosas hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que decidieron recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último rincón del ámbito geográfico, dotándola de un poder y una capacidad ejecutiva de la que hasta entonces había carecido.
El enemigo no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del Bien y un Dios del Mal, o los valdenses que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo ya que sus sacerdotes debían ser ante todo ascéticos y humildes; a partir del advenimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuera su credo, raza o condición.
En cierto modo podría decirse que Isabel y Fernando no se convirtieron en Reyes Católicos por poner sus ejércitos al servicio de Dios, sino por poner los ejércitos de Dios a su servicio.
El hecho de que tras ocho años de relativa tranquilidad, la temida Chicharra hubiera decidido establecerse en el Nuevo Mundo constituía una pésima y preocupante noticia para quienes se encontraban tan directamente relacionados con él, como Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa.
—Acabarán quemando en la hoguera a todos los nativos que hayan conseguido sobrevivir a las guerras, la esclavitud y las enfermedades… —vaticinó en tono pesimista el primero—. Conozco bien a los indígenas, y si trabajo les cuesta adaptarse a leyes más o menos razonables, nunca se resignarán a aceptar sin más las absurdas imposiciones de unos inquisidores que los condenarán por el simple hecho de negarse a aceptar el bautismo, cubrir su desnudez con una manta o dejar de bañarse cada día.
—¿Isabel se baña cada día?
—Dos veces.
—¿Y eso por qué?
—Le gusta sentirse limpia y oler bien.
—Si te bañas dos veces al día no puedes oler ni bien ni mal —sentenció el cosmógrafo—. ¿A ti te gusta que tu mujer no huela a nada?
—Tardé en acostumbrarme… —admitió con sinceridad el Centauro—. Pero lo cierto es que ahora las demás mujeres me repelen. ¡Apestan!
—¡Ver para creer! Te estás convirtiendo en un salvaje.
—Si aceptar lo mejor de sus costumbres es convertirme en salvaje, lo admito. Y tú, que fuiste de los primeros en pisar aquellas tierras, deberías reconocer que eran más felices desnudos y bañándose a diario de lo que nosotros apestando a demonios.
—¿Apesto a demonios?
—A veces…
—Tengo unos amigos para eso…
—La mejor virtud de un amigo, y la que más aprecio en ti, es la sinceridad. Tantas veces me has echado en cara mis muchos defectos, hoy mismo sin ir más lejos, que no deberías molestarte porque, si me lo preguntas, te dé mi sincera opinión: un baño a la semana no te haría ningún daño.
—¿A la semana? —se horrorizó el otro—. ¿Es que te has vuelo loco?
—Balboa, Pizarro y Ponce de León lo están haciendo y de momento ninguno ha muerto.
—¡Tiempo al tiempo! Conozco a Balboa y a Ponce, pero no sé quién es ese tal Pizarro.
—Un extremeño más terco que una mula, pero con una voluntad de hierro y más listo que una ardilla. Si consigo que aprenda a manejar la espada lo llevaré como lugarteniente cuando vuelva a intentar establecerme en Coquibacoa.
—¿Y qué puesto ocuparé yo?
—¿Acaso piensas venir? —se sorprendió el Centauro.
—¡Naturalmente! Si no te acompañé en el otro viaje fue porque tenía que pintar el mapamundi que me encargaron los reyes, y además no me fiaba ni un pelo de Ocampo y Vergara. Pero si lo intentas de nuevo con gente decente no me lo perderé por nada del mundo.
—Me alegra oírlo.
—¿Y qué puesto ocuparé?
—El mismo que yo; seremos socios al cincuenta por ciento, incluso en la gobernación del virreinato, pero a la hora de enfrentarnos al enemigo, Pizarro será mi lugarteniente porque lo convertiré en un buen soldado aunque no sabe leer ni escribir, mientras que tu vida vale mucho.
—Todas las vidas valen lo mismo.
—Sólo para la Muerte, que no es capaz de distinguir a un sabio de un ignorante —le hizo notar el Centauro—. Pero los que sí somos capaces de distinguir, debemos intentar preservar la vida de quienes, como tú, pueden contribuir a que el mundo sea mejor y más justo. Aprecio a Pizarro, pero me consta que jamás hará nada que pueda compararse a tu mapamundi.
—¡Cualquiera sabe! Al fin y al cabo, mi famoso mapamundi no es más que un pergamino que probablemente contiene infinidad de errores.
El siguiente viaje de Alonso de Ojeda fue a Ronda, a cumplir la promesa que le había hecho a Juan de Buenaventura de visitarle para certificar con su presencia que le había encontrado «en tierra de salvajes» y todas las historias que contaba al respecto eran ciertas.
¡Casi todas!
O al menos una parte.
Pero lo más curioso del caso fue que, contra lo que esperaba, no se lo encontró en una plaza pública o una taberna, dedicado a contar sus fantásticas aventuras en el Nuevo Mundo a cambio de unas monedas, sino magníficamente instalado en un precioso palacete alzado justo sobre un acantilado cortado a pico y dominando la llanura desde un emplazamiento no muy lejano a aquel en que acabaría por levantarse una original plaza de toros.
Por lo que le contaron antes de llegar a la puerta de fastuosa mansión, se había convertido en uno de los hombres más ricos de la comarca.
—¿Y todo esto? —se sorprendió un Centauro al que Ronda le recordaba mucho su Cuenca natal, en cuanto reunió con su viejo compañero de avatares—. ¿De dónde ha salido semejante fortuna?
—Del culo… —replicó el otro con una misteriosa sonrisa—. ¡Con perdón!
—¿No pretenderás hacerme creer que te has vuelto afeminado y un generoso bujarrón te ha pagado con semejante fortuna?
—¡Oh, no, desde luego! Eso nunca. Al igual que le ocurre a Balboa, el vino, el juego, la buena comida y las mujeres continúan siendo mis únicos vicios.
—Entonces ¿cómo se explica?
El otro pareció complacerse en retrasar su explicación, sirvió dos generosas copas de un excelente vino de la tierra, le ofreció unos gruesos tacos del mejor jamón la serranía de Huelva y rodajas de chorizo de Cantimpalo, y al final dijo con una desvergonzada sonrisa:
—Lo que sucedió, aunque te cueste creerlo, es que al poco de regresar de las Indias, me afectó una extraña enfermedad… —Bebió muy despacio, se complació en la curiosidad e impaciencia del Centauro, y por fin concluyó—: Descubrí que cagaba diamantes.
—¿Qué quieres decir? —inquirió un perplejo Alonso de Ojeda—. Ningún ser humano caga diamantes.
—¡Yo sí!
—¿Y cómo es posible?
—De la forma más natural del mundo: se caga lo que se come.
—¿Y habías comido diamantes?
—Hasta inflarme.
—¿Dónde?
—¿Dónde va a ser? En Tierra Firme, naturalmente… —El divertido Juan de Buenaventura bebió de nuevo, sonrió de oreja a oreja y se decidió a aclarar por completo el misterio—. Lo cierto es que un buen día, mientras vagaba solo y abandonado por aquellas tierras dejadas de la mano de Dios y de la Virgen, me incliné a beber en un riachuelo y descubrí que el fondo estaba tapizado de diamantes, algunos del tamaño de un garbanzo.
—¡No puedo creerlo!
—Pues mira alrededor y lo creerás, porque cuanto puedes ver, más varias fincas y bosques que se divisan desde ese ventanal, ha sido pagado con una pequeña parte de lo que encontré en aquel bendito arroyo. Como comprenderás, mi primera intención fue arramblar con todo, pero a la semana llegué a la conclusión de que no podía andar subiendo y bajando montañas cargado como un mulo, por lo que decidí seleccionar medio centenar de las piedras que se me antojaron mejores, y que llevaba en una pequeña bolsa colgada del cuello. Al cabo de casi un año, cuando descubrí que la zona se encontraba plagada de soldados españoles, comprendí que, semidesnudo y con una pesada bolsa al cuello, pronto o tarde alguien sospecharía que la bolsa contenía algo muy valioso, por lo que acabarían robándola o requisándome los diamantes con la excusa de que pertenecían a Rodrigo de Bastidas, ya que supuestamente aquéllos eran territorios que le había concedido la Corona.
—¿Y decidiste tragártelos?
—¡Lógico! Y en buena hora se me ocurrió tal idea, porque Ocampo, Vergara y toda su maldita cuerda de perdularios malandrines no hubieran dudado en cortarme la cabeza con tal de despojarme de la bolsa con mayor comodidad.
—Eso puedes jurarlo —aseguró el Centauro—. Pero lo que se me antoja increíble es que consiguieras retener los diamantes en el estómago tanto tiempo.
—Es que no los retenía… El gran problema estribaba en que me veía obligado a hacer mis necesidades en un paño que luego estrujaba para que saliera la mierda y dentro se quedaran únicamente los diamantes.
—¡Qué asco!
—Y que lo digas; un verdadero asco —admitió el rondeño—. Tenía que lavar los diamantes para volvérmelos a tragar, pero con tanto trasiego me salieron almorranas, por lo que había días en que sufría todas las penas del infierno. —Soltó una breve carcajada y añadió—: Hay un refrán que dice: «El que quiera peces que se moje el culo», y yo podría añadir: «Y el que quiera diamantes que se lo rompa».
—¡Pintoresca historia! —admitió el conquense—. Guarra y maloliente como pocas, pero pintoresca.
—De lo único que me arrepiento, puedes creerme, es de no habértela contado allá en Tierra Firme, porque siempre has gozado de toda mi confianza y estoy seguro de que no hubieras traicionado mi secreto.
—Descuida —le disculpó Ojeda—. Eran momentos difíciles en los que no sabíamos qué iba a suceder al día siguiente, porque aquélla era una impresentable pandilla de rufianes. Soy yo quien te está agradecido por tu fidelidad, y ciertamente me ha encantado descubrir que en lugar de encontrarme a un mísero charlatán de feria, me he topado con un rico hacendado y un buen amigo. Isabel me contó maravillas de cómo la cuidaste durante el viaje.
Juan de Buenaventura se puso en pie, abrió un mueble de caoba primorosamente tallado y mientras hurgaba en su interior comentó:
—Es una mujer extraordinaria y mucho más culta e inteligente que la mayoría, lo cual demuestra, aunque yo ya lo sabía por el tiempo que pasé entre ellos, que los nativos sólo se distinguen de nosotros en la educación que han recibido. —Hizo una breve pausa para añadir con un leve cambio de tono—: A menudo me arrepiento de afirmar que estuve perdido «en tierra de salvajes», lo cual suena muy exótico pero no es del todo cierto. La gente de Vergara y Ocampo sí que era verdaderamente salvaje.
Volvió a tomar asiento, depositó sobre la mesa una pequeña caja primorosamente tallada y la empujó hacia su interlocutor.
—Espero que no te importe que lo haya cagado un centenar de veces —dijo—; ahora está completamente limpio, ha pasado mucho tiempo en alcohol.
Ojeda abrió la caja y observó la hermosa piedra que contenía y que lanzó infinidad de destellos al recibir la luz.
—¿Acaso es un regalo? —preguntó desconcertado.
—Una prueba de mi afecto y admiración.
El conquense devolvió la caja empujándola sobre la mesa.
—No puedo aceptarlo —dijo.
—¿Por qué?
—Soy yo quien te debe un favor, no tú a mí.
—No es cierto; si no hubieras organizado tu expedición quizá yo nunca hubiera podido regresar a Ronda, y además me hiciste otro enorme favor al proporcionarme la oportunidad de salir rápidamente de allí, ya que alguno de aquellos malditos truhanes hubiera acabado por descubrir el tejemaneje que me traía con la mierda. En caso de haber atado cabos, ninguno de ellos hubiera dudado en abrirme las tripas con tal de averiguar qué diablos guardaba dentro.
—Aun así no creo que…
—Por favor… —le interrumpió el otro fingiendo molestarse—. Tengo mucho más de lo que necesito, y me han llegado noticias de que intentas armar un barco para volver a Coquibacoa. —Sonrió picarescamente y concluyó—: Si no quieres aceptarlo como regalo, considérame un socio y que ésta es mi contribución a la empresa; estoy seguro de que me devolverás con creces mi inversión.
El Centauro dudó, pero ante la insistencia de Buenaventura, que había empujado una vez más la caja en su dirección mientras le guiñaba un ojo en gesto de complicidad, acabó por guardársela.
—¡De acuerdo! —aceptó—. De la Cueva calcula que necesitamos casi medio millón de maravedíes, o sea que venderé este diamante y te asignaré el porcentaje que en justicia te corresponda.
—Me consta que lo harás, y estaré de acuerdo en el tanto por ciento que me asignes. —El rondeño escanció de nuevo las copas, hizo un mudo brindis como si sellara un trato y, tras beber, señaló—: Y ahora cambiemos de tema. Tengo una gran curiosidad por saber cómo andan las cosas por Santo Domingo.
—Mal.
—Para variar…
—¿Qué quieres que te diga? El Almirante fue un buen marino pero un mal gobernador, Bobadilla un mal gobernador y además un ladrón que mereció acabar en el fondo del mar con todas las riquezas que obtuvo de tan injusta manera, y Ovando es un mal gobernador y un prepotente. —Y lanzó una especie de bufido al concluir—: Cabría suponer que los reyes, que tanta perspicacia han demostrado en muy diferentes asuntos de guerras, buena administración y gobierno, no son capaces de designar al hombre apropiado para dirigir los destinos de la isla.
—Tal vez el problema no esté en los hombres, sino en la isla.
—No te entiendo.
—Es muy simple: probablemente el Almirante, Ovando o incluso el mismísimo Bobadilla hubieran sido buenos alcaldes o gobernadores a este lado del océano. Sin embargo, cabría pensar que al cruzar el mar y encontrarse de pronto inmersos en un mundo tan distinto sufrieron una especie de transformación.
—¿Qué tipo de transformación?
—La que produce la distancia; el hecho de haberse convertido de la noche a la mañana en la máxima autoridad sobre tanta gente, tan lejos del poder central y sin que nadie les fiscalizara directamente, les llevó a considerarse omnipotentes y por lo tanto a perder la cabeza. Suele suceder que los nominados para algo por cualquier circunstancia ajena a ellos, acaben por convencerse de que todo se debió a indiscutibles méritos propios.
—Yo soy de la opinión de que en nuestro país han ocurrido demasiadas cosas en muy escaso tiempo, por lo que carecemos de gente preparada para encarar una empresa tan ardua como explorar, conquistar, civilizar y cristianizar todo un continente —sentenció con convicción Ojeda—. Ninguna nación se ha enfrentado jamás a un reto semejante, y me temo que cometeremos miles de errores cuando intentemos llevarla a cabo, si es que al fin los reyes se deciden a poner los medios para intentarlo.
—De momento no parece que estén por el empeño.
—Hace años la reina habría afrontado el reto, pero se encuentra demasiado cansada y sospecho que se retrae, porque ni siquiera tiene una ligera idea de a qué demonios podemos enfrentarnos allí.
—Razón le sobra, porque soy el que más tiempo ha pasado en Tierra Firme y admito que aún me asombro de la grandiosidad de aquel continente… —reconoció el de Ronda—. Cuando hablo de la altura de los árboles y el caudal de los ríos, o cuento que un día me topé con una serpiente de casi cinco metros de largo y con cabeza de jaguar, me toman por loco.
El otro se detuvo en el momento de llevarse la copa a los labios, le observó de medio lado y al fin agitó la cabeza con incredulidad.
—¡Es que ya te vale! —le reconvino—. Lo de la serpiente aún me lo creo, porque en la desembocadura del Orinoco he visto algunas anacondas, aunque desde luego no tan grandes. Pero con eso de que tenía cabeza de jaguar te has pasado.
—En absoluto. Como supongo que sabes, esa clase de serpientes no son venenosas, pero matan a su presa a base de enroscarse en torno a ella y triturarles todos los huesos. Luego se las tragan enteras, pero dejan fuera la cabeza porque no pueden digerir el cráneo, así que permiten que se pudra el cuello, y la cabeza acaba por caerse sola. —Hizo un gesto alzando su copa, y acabó la explicación—: Lo que en verdad sucedió fue que me tropecé con aquel maldito bicharraco en los días en que estaba empezando a digerir a un jaguar que había cazado. Los nativos aseguran que cuando una anaconda captura una presa tan grande se pasa casi un mes aletargada; en ese tiempo te puedes aproximar a ella sin peligro.
—No seré yo quien lo haga.
—¡Ni yo! A partir de ese día andaba con mil ojos, porque lo mismo te atacan en tierra que dentro del agua, o se dejan caer sobre ti desde lo alto de un árbol.
—¡Menuda broma!
—¡Y tanto! Durante un tiempo lo que más me preocupaba no era la idea de morir, que ésa la tenía muy presente desde el momento en que me embarqué, sino pensar que podía acabar en las tripas de un caribe o una anaconda.
—Debiste de pasarlo muy mal rodeado de bestias tan extrañas y gente tan hostil, sin saber si algún día regresarías.
—Lo pasé muy mal, en efecto, pero siempre supe que tarde o temprano Bastidas volvería en busca de su oro, sus perlas, sus diamantes y sus esmeraldas.
—¿Por qué te abandonó?
—¿Bastidas? Porque me comporté como necio.
El Centauro meneó la cabeza en gesto de incredulidad y comentó:
—Sorprende que alguien admita tan sinceramente su propia necedad.
—¿Y qué otra cosa puedo alegar? —repuso Buenaventura—. Admito que don Rodrigo es un hombre justo, el más decente que he conocido en mi vida y que trata a todo el mundo con afecto y respeto, pero tiene un joven lugarteniente, un pariente lejano al que crió desde que era niño y al que quiere como a un hijo, que constituye la otra cara de la moneda.
—¿Juan de Villafuerte?
—¿Lo conoces?
—Personalmente no, pero Juan de la Cosa sí, y al parecer tampoco le aprecia.
—No me extraña: es uno de los seres más malignos, hipócritas y rastreros que haya parido madre; una auténtica comadreja escurridiza y falsa que me tomó ojeriza porque le decía sin cortapisas lo que opinaba de él. —El rondeño dejó escapar un suspiro de resignación—. Como ya te he dicho, me comporté como un necio, porque a la hora de la verdad yo tenía todas las de perder frente a aquel cerdo adulador y mentiroso. Lo único que espero es que el bueno de don Rodrigo no tenga que arrepentirse por haberme dejado en tierra y no a su sobrino. Algún día acabará por traicionarle.
Los traidores son como los caracoles: babosos, cornudos y siempre encerrados en su caparazón; se diría que no existen hasta que la lluvia —el dinero en el caso de los traidores— les obliga a mostrarse y descubrimos que proliferan por millones.
El tiempo acabaría por darle la razón: el ambicioso y aborrecido Juan de Villafuerte penetró una noche en el dormitorio de su benefactor con intención de apuñalarlo mientras dormía, confiando en heredar su inmensa fortuna así como la gobernación de la ciudad de Santa Marta que Bastidas había fundado pocos años antes.
A los gritos del agredido acudió la guardia, pero por desgracia ya era tarde, las heridas eran demasiado profundas y Bastidas había perdido mucha sangre. Al cabo de un mes y tras una larga agonía, el hombre más bondadoso del Nuevo Mundo expiró no sin antes haber perdonado y rogado clemencia para su asesino.
Sus fieles seguidores le lloraron amargamente, lo enterraron con honores de héroe y virrey, y uno de ellos, no se sabe quién, llegó hasta el calabozo en que se encontraba encadenado Juan de Villafuerte, le sacó los ojos, le cortó los testículos, y por último lo estranguló.
De regreso en Sevilla, el Centauro se encontró con una inesperada y excelente noticia, sin duda la primera realmente buena que le daban en mucho tiempo: el fiel, astuto y perseverante Pedro de la Cueva había conseguido que la cicatera y escurridiza Corona, tan poco amiga de aflojar la bolsa, contribuyera con doscientos mil maravedíes a una nueva expedición de exploración y reconocimiento de las costas de Urabá, que por lo que se suponía se encontraba bastante más al oeste de los territorios asignados a Rodrigo de Bastidas.
La reina se había esforzado una vez más por favorecer al querido y valiente muchacho que tantos años atrás se arriesgara sobre un tablón en lo alto de la catedral de Sevilla, pero en esta ocasión no lo invitó a visitarla debido a que se encontraba demasiado anciana y fatigada. Al conquense le entristeció comprender que ya no volvería a ver a su amable benefactora, y le preocupó comprender que con su desaparición llegarían tiempos muy difíciles para el Nuevo Mundo, porque desde el punto de vista humano y de interés por las Indias Occidentales, el peso de Isabel era infinitamente mayor que el de su esposo.
Era ella quien más había apoyado a Colón, incluso con sus propias joyas, en la gesta del Descubrimiento, y quien más interés demostraba por las noticias que llegaban de allende el océano.
Si tal como maese Juan de la Cosa aseguraba, «Fernando es el cerebro de la Corona pero Isabel su corazón», se corría el riesgo de que en cuanto ese corazón fallara, lo que al parecer ocurriría muy pronto, la Conquista se plantearía más como una fuente de ingresos que como una hermosa aventura religiosa y romántica.
Debido a ello, Ojeda llegó a la conclusión de que urgía partir para no correr el riesgo de que la reina desapareciese y llegara una contraorden respecto a los inesperados e imprescindibles doscientos mil maravedíes.
Con ellos, con lo que se obtuvo del grueso diamante que le había regalado el generoso Juan de Buenaventura, una donación de su viejo compañero de andanzas juveniles, Juan de Medinaceli, y pequeños aportes de parientes, amigos, y amigos de parientes, inició su andadura una paupérrima expedición en la que un grupo de miserables ilusos pretendía encontrar un lejanísimo asentamiento ideal donde crear un nuevo reino allí donde nadie había llegado nunca.
Más locos que cuerdos, más harapos que armas, más sueños que realidades, más hambre que bastimentos… de ese modo zarpamos, confiando en que la Virgen María tuviera a bien tomar el timón de nuestro frágil navío.
El valiente jinete nacido tierra adentro que se mareaba en cuanto sentía bajo sus pies la tablazón de una cubierta o le asaltaba el hedor a brea, parecía condenado a pasar más tiempo dependiendo del viento y las olas que de su espada y su caballo, como si el siempre caprichoso destino se empeñara en disminuir a base de insoportables vahídos y dolores de cabeza su indiscutible capacidad de mando.
Acababa de cumplir treinta y cinco años cuando inició su cuarta travesía del Atlántico, pero en esta ocasión el viento que hinchaba sus velas no eran la juvenil curiosidad y el ansia de aventuras de la primera vez, el deseo de ampliar el conocimiento de la segunda, o la desesperada necesidad de crearse su propio reino de la tercera.
Ya no eran racheados vientos de tormenta, huracán o galerna, sino la brisa tranquila y constante del hombre que ha madurado lo suficiente para comprender que la impaciencia suele ser madre de grandes fracasos.
El hombre joven tiene la angustiosa sensación de que el tiempo se le acaba, pretende apurarlo a toda costa, y ello le obliga a precipitarse y cometer errores. El hombre maduro sabe a ciencia cierta que el tiempo se le acaba, pero también que no debe precipitarse, porque cuando se comenten errores ese tiempo se reduce aún más.
Durante aquel cuarto viaje a las Indias Occidentales ni siquiera puso el pie en tierra con tal de evitar enfrentamientos con los nativos que más tarde pudieran acarrearle graves consecuencias; se limitó a navegar siempre a la vista de las costas caribeñas de Venezuela y la actual Colombia hasta penetrar en el profundo golfo de Urabá, que era el punto a partir del cual la Corona le concedía el derecho a fundar una ciudad que a la larga se convirtiera en la capital de su gobernación.
El destino, su destino, su caprichosísimo destino, le había llevado hasta las mismas puertas del infierno del Darién, una región selvática en la actual frontera de Panamá y Colombia, tan impenetrable, calurosa, insalubre y especialmente pantanosa, que es el único lugar del continente que no ha conseguido atravesar la actual carretera Panamericana, que a lo largo de casi veinte mil kilómetros se extiende desde Alaska a Tierra del Fuego, ya que el gigantesco pantano se la traga irremisiblemente.
¿Por qué razón al mejor de los adelantados le tocó en suerte el peor territorio imaginable?
Existían miles, millones de kilómetros cuadrados por explorar y donde levantar un reino, desde el paso del Noroeste al estrecho de Magallanes, desde las costas de California hasta las de Brasil, pero le correspondió establecerse en el único lugar donde no podría dar un paso sin enterrarse en fango hasta la cintura.
No obstante, Ojeda no podía saberlo, por lo que tras comprobar que el golfo era tranquilo y localizar un excelente fondeadero, llegó a la conclusión de que allí fundaría, en cuanto contara con los medios apropiados, la capital de su «reino».
Pero tendría que ser mucho más tarde, porque en aquellos momentos los escasos alimentos y la también escasa paciencia de sus compañeros de aventura tocaban a su fin, mientras la frágil nave amenazaba con irse a pique atacada por la incontrolable y persistente broma.
Decidió por tanto poner rumbo a Santo Domingo con el fin de abandonar un destrozado barco incapaz de emprender el viaje de regreso a Sevilla, y al poco la carcomida carabela descansó para siempre en la desembocadura del río Ozama. A la vista de ello, el conquense concedió a sus hombres libertad para elegir entre el lucrativo negocio de exigir tierras y siervos nativos y hacerse ricos cultivando caña de azúcar, o regresar a sus casas en la lejana Europa.
En La Española se reencontró con Núñez de Balboa, Francisco Pizarro y un desencantado Juan Ponce de León, que pese a los dineros de Amadeo Naranjo no había conseguido encontrar la mítica isla de Bímini y su fuente de la eterna juventud, por lo que los tres continuaban aguardando la ocasión de lanzarse a la conquista de nuevos territorios.
Pero también se encontró con una amarga sorpresa: Ovando había mandado ahorcar a la princesa Anacaona tras acusarla de encabezar una supuesta rebelión, aunque corría la voz de que el motivo de su ejecución se debía más bien a que la hermosa nativa había rechazado despectivamente y en más de una ocasión las deshonestas proposiciones del libidinoso gobernador.
Al parecer, a Ovando le ofendía sobremanera el hecho de que quien había sido esposa de un rey, amante del legendario Centauro de Jáquimo y, por lo que se murmuraba, amante también del mismísimo almirante Colón, le despreciara públicamente, afirmando en sus celebrados poemas cantados, los famosos areitos que luego corrían de boca en boca entre la población nativa, que ya desde España no llegaban valientes guerreros de caballo y coraza, sino cobardes amanuenses de toga y birrete pero que, aun así, mataban a más gente con una simple pluma de lo que hicieran sus predecesores con la espada.
La primera reacción del conquense fue encaminarse al alcázar con el fin de esparcir las tripas de Ovando por los pasillos, pero por suerte Francisco Pizarro tuvo tiempo de avisar a uno de sus primos, a la sazón escribano de la Villa de Azúa, pero que en aquellos días se encontraba en palacio estudiando unos complejos documentos de distribución de tierras, quien se las ingenió para impedirle discretamente el paso, evitando de ese modo que se viera obligado a enfrentarse, espada en mano, a la numerosa, y malencarada guardia personal del gobernador.
Entre ellos había muchos a los que les hubiera encantado ponerle la mano encima, amparados por el número y sin correr riesgos, al infalible espadachín Alonso de Ojeda.
Por su parte, la cristiana Isabel había decidido convertirse definitivamente en la quisqueyana Jineta, convencida de que su esposo seguiría siendo «un ave de paso» y un ser demasiado libre e independiente como para poder hacerse cargo de una familia.
Entra dentro de lo posible que aún continuara amando al altivo caballero que siendo niña la había alzado a la grupa de su caballo y años más tarde no dudó en convertirla en su esposa, pero las largas ausencias del conquense y su responsabilidad como madre la obligaban a tener que elegir entre que sus hijos se sintieran rechazados por la cada vez más cerrada sociedad insular española, o aceptados por sus más sencillos y afectuosos primos «salvajes».
Los héroes están condenados a vivir solos o corren el peligro de convertirse en simples seres humanos, y Alonso de Ojeda nunca podría descender a la categoría de simple ser humano porque ningún otro había nacido, como él, tan directamente tocado por el dedo del heroísmo.
Sin familia, sin barco, sin hombres y sin dinero, hubiera estado en su derecho a la hora de autocompadecerse por lo injusto de su situación tras haber llegado a ser uno de los hombres más admirados, envidiados y respetados de su época, pero en tan difíciles momentos resumió su verdadero espíritu en una sola frase:
Ésta es la vida que elegí sin que me obligaran a ello, y por lo tanto debo asumir las derrotas con la misma entereza y naturalidad con que acepté las victorias.
Era consciente de que había escogido un difícil sendero por el que en ocasiones había conseguido alcanzar las más altas cimas, pero también en ocasiones le había precipitado a los más profundos abismos, pero aquéllos eran gajes del oficio, al igual que lo habría sido el hecho de que en cualquiera de sus incontables duelos una espada más hábil que la suya le hubiera atravesado el corazón.
Tal como su íntimo amigo y casi hermano, maese Juan de la Cosa, le dijera en cierta ocasión: «La línea que separa el éxito del fracaso es tan delgada que el ojo humano no está en capacidad de distinguirla; tan sólo tomamos plena conciencia de que existe en el momento que descubrimos que nos encontramos a uno u otro lado de ella».
Ahora sabía que se encontraba en el lado oscuro de esa línea, aunque a decir verdad nunca había considerado que se encontrase en el lado luminoso, puesto que aún no había conseguido lo que constituía su verdadero sueño: levantar un reino en una tierra virgen e inexplorada en el que dos razas muy distintas convivieran en paz y armonía como si se tratara de una sola.
Invencible con un arma en la mano, incorruptible por el oro, el poder o las prebendas, devoto de la Virgen a la que se consagraba cada mañana y cada noche, justo y magnánimo con sus inferiores, fiel a sus reyes y sus amigos, afectuoso padre y amante esposo, su fracaso llegaba una vez más por la evidencia de que el bosque de sus sueños le impedía ver la realidad de los árboles.
Superado tiempo atrás el ecuador de su vida en una época que pocos eran los que cumplían los sesenta, todas sus pertenencias se limitaban a seis leguas de tierra que le había cedido a la india Isabel, una pequeña cabaña mal pertrechada a orillas del mar, una muda de ropa, su fiel espada, y un documento que le acreditaba como virrey de los lejanos y supuestamente ricos territorios que rodeaban el golfo de Urabá.
Aquélla era una ingente extensión de territorio mayor que muchas naciones, y más tierras de las que cualquier ser humano que no tuviera sangre real en las venas pudiera desear, pero no era, al fin y al cabo, más que un pedazo de pergamino cubierto de sellos y firmas que de momento tenía idéntico valor que un certificado que acreditase la propiedad de una parcela en la luna.
Sin barcos, sin hombres y sin dinero, la luna y Urabá se encontraban aproximadamente a la misma distancia.