Once años después de que el primer español pusiera el pie en la isla de Haití o La Española, ya podía considerarse que sus antaño numerosos y pacíficos habitantes se encontraban condenados a la desaparición y el olvido. Guerras justificadas, injustificadas razias y desoladoras epidemias de gripe, sarampión, peste porcina y viruela habían diezmado de tal modo a los desconcertados nativos, que los pocos que aún mantenían un ápice de orgullo y no optaban por suicidarse habían huido a las montañas, mientras los más apocados se conformaban con convertirse en esclavos de los invasores.
Al igual que sus antepasados, sabían que si caían en manos de los feroces caribes su destino era ser cebados para acabar sirviendo de plato fuerte en un orgiástico banquete, así la mayoría de los pacíficos araucos se resignaban a transformarse en peones de las minas, criados para todo u objetos sexuales en prostíbulos de tercera categoría.
Y es que incluso en las casas de lenocinio se había establecido una jerarquía a lo largo de aquel primer decenio de la vida dominicana.
En la más selecta, la regentada por la archifamosa Leonor Banderas, no se admitían pupilas judías o moriscas, que ejercían su oficio en los burdeles del puerto, mientras las «hediondas aborígenes», pese a ser las más limpias, se concentraban en los abiertos bohíos de la desembocadura del río, en la orilla de poniente.
Casos como el de Alonso de Ojeda, que tenía a orgullo haberse casado con la india Isabel y no dudaba en acudir con ella a cualquier acto público o pasear por las plazas en compañía de sus hijos, resultaban poco frecuentes.
Con la llegada de las primeras «damas», esposas, madres, hijas o hermanas de militares y funcionarios de poca monta, comenzó a tomar cuerpo una nueva forma de moralidad, que traía de la Madre Patria todo lo falso, hipócrita y retrógrado, olvidando en la orilla opuesta cuanto hubiera podido tener de beneficioso.
Para una mujer vieja, gorda, sucia y que apestaba a entrepierna o a sudor rancio embutida en un grueso corsé de paño pensado para los fríos de la meseta castellana o los helados vientos extremeños, observar cómo una voluptuosa joven correteaba semidesnuda y libre por las playas caribeñas constituía no ya el peor pecado, sino sobre todo la más insoportable ofensa personal.
Tales supuestas «damas de alta alcurnia», en gran número cocineras, verduleras o freganchinas en su lugar de origen, necesitaban expulsar cuanto antes a aquellas «Evas» del paraíso, y para conseguirlo se aliaron con un ejército de frailes ansiosos de alzar sus espadas vengadoras contra todo lo que tachaban de fornicación y libertinaje, que era, a decir verdad, lo que la mayoría de los que habían decidido cruzar el océano venían buscando.
La capital, Santo Domingo, pese a ser la primera ciudad del mundo cuyas plazas y calles habían sido trazadas a cordel, de un modo inteligente y práctico, podía ser considerada un ejemplo de urbanismo y arquitectura racional, pero en su aspecto social y humano crecía como un tumor incontrolable sin que nadie tuviera muy claras las razones de su existencia o su futuro. Si bien resultaba evidente que se había convertido en la cabeza de puente de España en las Indias, la Corona aún no había decidido cuál sería su misión, limitándose a ir a remolque de los acontecimientos e intentar beneficiarse lo más posible de cuantas riquezas fuera capaz de generar.
Las iniciativas tenían que partir de grupos económicos o individuos aislados, y los reyes las autorizaban o no sin arriesgar un solo maravedí en la empresa, como si lo único que continuara interesándoles fuera encontrar una ruta más corta hacia China, sin reparar en que la colonización de un continente virgen resultaría a la larga mucho más beneficiosa.
El gobernador Francisco de Bobadi1la había venido a «poner orden», no a «organizar», dos conceptos aparentemente similares pero muy diferentes en este caso, puesto que sus aplicaciones se limitaban a situaciones ya existentes, sin decidirse jamás a plantear nuevas formas de actuar.
Cabría afirmar que tras el tremendo esfuerzo que había significado la toma de Granada y el desastre social y político que trajo aparejada la posterior expulsión de judíos y moriscos, los reyes se habían vuelto conservadores. Con las arcas reales exhaustas, al mirar hacia el otro lado del océano era lógico pensar más en el oro y las especias que se pudieran importar, que en las armas y alimentos que se debieran exportar.
Por todo ello, los planes de asalto y conquista del Nuevo Mundo y la formación de lo que habría de constituir el mayor de los imperios conocidos, no tenía lugar en las salas de armas o los salones de palacios y fortalezas, ni siquiera en las antecámaras reales, sino en los burdeles y tabernas de un recién fundado villorrio que se movía mejor entre vasos de vino y faldas de barragana que entre legajos y uniformes.
Quien quisiera tomarle el pulso a la nueva «ciudad» o hacerse una idea sobre el próximo paso a dar para iniciar la conquista, debía olvidarse del alcázar del gobernador o los despachos oficiales y centrar su atención en posadas y tabernas, donde se hablaba de las expediciones de Ojeda y Bastidas, las nuevas rutas descubiertas por Pinzón, el mapa pintado por maese Juan de la Cosa, la loca aventura de Ponce de León que recorría los mares en pos de una quimera, o la fabulosa riqueza de los fondos perlíferos de isla Margarita.
Se vendían a escondidas misteriosos planos de minas de oro y tesoros indígenas, derroteros que aseguraban haber encontrado un paso que permitía llegar en tres días de navegación hasta las mismas puertas del palacio del Gran Kan, o cargamentos de clavo y canela que estaban aguardando a quien se atreviera a ir en su busca.
Al propio tiempo se ofrecían espadas y voluntades al servicio de cualquier aventura productiva, una fidelidad a toda prueba e incluso el alma con tal de conseguir escapar para siempre del hambre y la miseria.
Tanta era la necesidad por la que atravesaban los capitanes de fortuna que aspiraban a conquistar imperios, que se aseguraba que en los sótanos de la taberna de Justo Camejo se almacenaba tal cantidad de espadas, lanzas, escudos, armaduras y arcabuces recibidos como prendas a cambio de una cena o un par de jarras de vino, que hubiera sido capaz de armar por sí solo un poderoso ejército. Hay quien asegura que fue por aquel tiempo cuando tuvo lugar una de las más curiosas y pintorescas anécdotas de las muchas que acontecieron a lo largo de la vida del adelantado Alonso Ojeda, aunque él sólo muchos años más tarde hizo una leve mención al hecho.
No me siento en absoluto orgulloso de aquel lance, pero tanto tiempo después debo reconocer que resultó harto divertido formar parte de tan pintoresca conjura, más propia de rapazuelos trianeros que de auténticos «adelantados».
Al parecer todo comenzó una tarde en la que Vasco Núñez de Balboa se dejó caer por la cabaña de Ojeda en compañía de Francisco Pizarro. Ambos venían tan limpios y relucientes que casi costaba reconocerles.
—¿Cómo vosotros por aquí a estas horas y oliendo a rosas? —quiso saber el conquense casi sin dar crédito a sus ojos.
—Necesitamos hablar contigo.
—¿Acerca de…?
—Amadeo Naranjo.
—¿El usurero? —se escandalizó el Centauro—. ¡No quiero ni oír hablar de semejante cerdo! —les advirtió seriamente—. Es uno de los hombres más aborrecibles que conozco.
—¡De eso mismo se trata! —repuso Núñez de Balboa—. Ha llegado el momento de ajustarle las cuentas y de pasada ganarnos unos cobres.
—¿Pero de qué demonios hablas?
—De que ese viejo baboso se ha casado.
—¿A sus años?
Los dos asintieron repetidamente con la cabeza.
—¡A sus siglos! Y aunque te cueste creerlo, su mujer es la criatura más maravillosa que hayas visto nunca. ¡Casi una niña! Una especie de ángel que lo tiene absolutamente enloquecido.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Qué se siente acabado y con razón! Al parecer no puede darle a esa celestial criatura todo el amor que desearía, y se ha empeñado en encontrar la isla de Bímini y su fabulosa fuente de la eterna juventud, convencido de que le devolverá el vigor que tanta falta le hace.
—¡Qué tontería! Esas historias sobre la fuente no son más que patrañas. ¿A quién se le ocurre?
—A Ponce de León, que está seguro de su existencia, por lo que lleva una semana intentando convencer a Naranjo de que le financie una expedición para encontrarla.
—¿Y por ventura se lo ha creído ese cretino?
—Todas sus dudas se disiparon desde el momento en que Ponce le aseguró que estuviste en esa isla y bebiste de esa agua.
—¿Yo…? —se asombró el de Cuenca ante tamaño dislate—. Pero ¿qué barbaridad es ésa?
—Una barbaridad que nos puede sacar de la miseria —respondió Pizarro—. Naranjo robó y engañó a cuantos se cruzaron en su camino y es, junto a Ignacio Gamarra, el hombre más rico y avaro de la isla, pero está dispuesto a gastarse una fortuna con tal de volver a ser joven. ¡Es nuestra ocasión y la mejor forma de aligerarle la bolsa!
—Cierto es que a ladrón y explotador de esclavos no hay quien le gane, pero de ahí a estafarle media un abismo. ¡Al menos para mí!
—¡Se merece todo lo que se le haga y tú lo sabes! Tiene más muertes de nativos sobre su conciencia que el huracán del año pasado, y además es una sanguijuela que explota a los necesitados.
—Ya, pero no es tan estúpido como para tragarse que existe una absurda fuente de la eterna juventud que le devuelva el vigor de los años mozos.
—¡A ti te creería! —insistió el hombre que acabaría por descubrir el océano Pacífico—. ¿Quién va a dudar del gran Alonso de Ojeda, gobernador de Coquibacoa y espejo en el que se miran todos los caballeros?
—¡Menos coba, Vasco, que te conozco!
—¡No es coba! Me consta que te respeta y eres la única persona de este mundo a la que a la vez teme y admira. Asegúrale que existe esa isla y soltará el oro como si fuera arena.
—¡Yo no puedo decir una cosa así! —protestó su interlocutor con aire ofendido—. ¡Nunca he mentido!
—Por una vez. ¡Y a Naranjo…!
—Lo siento pero no. Mi conciencia me lo prohíbe.
—¡Vamos, Alonso! —intervino Francisco Pizarro—. ¡Olvídate por una vez de la dichosa conciencia! ¡Mira a lo que te ha conducido ser tan honrado! Apenas tienes para comer; eres el mejor capitán que ha dado España pero vives en la miseria.
—Mi hambre es cosa mía —fue la seca respuesta—. Nadie podrá decir nunca que Ojeda mintió. Ni siquiera a ese cerdo.
—¡Pues no mientas! —propuso el que llegaría a convertirse en virrey del Perú—. Limítate a no decir ni que sí ni que no; entre Ponce de León, Balboa y yo haremos el resto, con lo que los cuatro iremos a partes iguales.
—Por mí de acuerdo; serán cuatro partes. —Balboa colocó la mano en el antebrazo del Centauro al tiempo que inquiría en tono suplicante—: ¿Qué decides?
—Que no entiendo para qué diantres me necesitáis si tan dispuesto parece a iniciar esa disparatada aventura.
—Es muy sencillo: cuando Naranjo te pregunte le respondes con evasivas, como si lo que en verdad te preocupara fuera mantener en secreto dónde se encuentra esa maravillosa fuente. Al fin y al cabo, parece lógico que no te apetezca revelar al primero que llega que eres de los pocos que has bebido en ella.
—Pero ¿cómo se lo va a creer? —insistió el otro—. ¿Acaso parezco un imberbe jovenzuelo?
—¡No! Pero para tener cuarenta años ofreces muy buen aspecto, y no cabe duda de que estás en plena forma.
—¿Cuarenta años? ¿Es que te has vuelto loco? Aún no he cumplido los treinta.
—Naranjo no puede saberlo —repuso Pizarro—. ¿Acaso estaba presente cuando naciste? Si ya eras famoso por tus duelos antes del Descubrimiento, y de eso hace once años, lo lógico es que hayas superado los cuarenta… ¿O no?
—¡Ni el más imbécil caería en una trampa semejante!
—Nadie es más imbécil que quien supone que una chiquilla que puede ser su nieta le ama por algo más que su dinero. Y Naranjo se lo cree; partiendo de ahí aceptará cualquier cosa.
—Aunque así fuera, y aunque reconozco que me encantaría darle una lección a semejante aborto de la naturaleza, no puedo hacerlo; no quiero que a mi fama de matachín se una la de truhán.
La historia quedó en eso y el Centauro no volvió a acordarse del asunto más que para dedicarle una leve sonrisa benevolente, hasta que a las dos semanas apareció en la puerta de su cabaña una de las criaturas más hermosas, delicadas y angelicales que hubiera visto nunca.
—¡Buenos días! —saludó la desconocida con una cálida voz que pareció envolverlo todo en un velo de irrealidad—. Disculpe las molestias, pero me han asegurado que encontraría aquí a su excelencia el gobernador Alonso de Ojeda.
El Centauro tardó en recuperar el habla, limitándose a mirarla de arriba abajo como si se tratara de una aparición, y por último se puso en pie para inclinarse levemente.
—Yo soy Alonso de Ojeda, señorita —acertó a balbucear apenas—. ¿En qué puedo serviros?
—Señorita no: señora —respondió ella con una encantadora sonrisa—. Me llamo Beatriz de Montealegre y soy la esposa de don Amadeo Naranjo; supongo que le conocéis.
Ojeda se esforzó por contener un gesto de desprecio, sorprendido de que una criatura tan hermosa y delicada se hubiera relacionado con aquel viejo hediondo.
—Sí, naturalmente que conozco a don Amadeo —dijo—. Aunque cierto es que no nos tratamos mucho; frecuentamos diferentes esferas.
—Lo imagino… ¿Puedo sentarme?
—Naturalmente. ¿Un vaso de limonada?
La muchacha asintió en silencio y él le colocó delante una jarra y un vaso. Se quedó en pie observándola, admirado por la firmeza con que la muchacha le sostenía la mirada.
—¿Y bien? —inquirió al fin—. ¿En qué puedo serviros?
—Se trata de don Amadeo… —comenzó ella con aquella voz que era una dulce caricia—. Es ya un hombre… digamos «maduro», y últimamente no se encuentra muy bien de salud.
—Tropecé con él en el palacio del gobernador hace apenas tres meses y me pareció que tenía buen aspecto.
—¡Sí!, es cierto. Entonces sí… —Beatriz de Montealegre lanzó un profundo suspiro como sugiriendo que era cosa del destino, y añadió—: Pero tras la boda ha desmejorado mucho… Yo creo que es cosa de este clima… ¡tan húmedo y sofocante!
Ojeda hizo un enorme esfuerzo para apartar los ojos del generosísimo escote que dejaba a la vista unos pechos tersos y rotundos y asintió con la cabeza, evidentemente nada convencido.
—Es posible —reconoció a duras penas—. En ocasiones el calor se vuelve insoportable y corta el aliento.
—Últimamente le afecta en exceso, se fatiga, respira con dificultad, y hace tres noches le dio un patatús que casi se me queda muerto aquí, sobre los senos.
—¡No me extraña…! —El de Cuenca carraspeó, azorado por aquella impulsiva falta de tacto, e intentó arreglarlo—: Quiero decir que hace tres noches hizo un calor infernal.
—Pues bien —añadió la recién llegada—, parece ser que, según Ponce de León, vos sois una de las pocas personas de este mundo que ha estado en la isla de Bímini y ha bebido de su milagrosa fuente de la eterna juventud. ¿Es eso cierto?
La pregunta colocó al interrogado en una difícil situación, por lo que miró alrededor como solicitando ayuda, y por último alcanzó a replicar con apuro:
—Pues veréis, señora… Cierto, cierto… lo que se dice cierto, es algo difícil de determinar. Como comprenderéis, no es asunto del que se deba hablar con ligereza, porque…
Quien se había presentado a sí misma como Beatriz de Montealegre le interrumpió alzando la mano y extrajo de un bolsillo de su amplia falda una pesada bolsa de monedas que hizo tintinear. Con un pequeño golpe la dejó sobre la mesa al tiempo que rogaba:
—Continuad.
—¿Acaso estáis tratando de comprarme? —fingió ofenderse su interlocutor.
—¡Naturalmente! —fue la descarada respuesta—. No soy tan estúpida como para pretender que me proporcionéis semejante información por mi cara bonita. Por lo que me han contado, sois un hombre increíblemente valiente que se ha arriesgado recorriendo lugares plagados de terribles peligros, y si en el transcurso de esos viajes habéis recalado en Bímini, tal vez a riesgo de perecer, no tenéis por qué hablar de ello de forma gratuita. ¿Os parece justo?
El Centauro de Jáquimo sintió el irreprimible impulso de ponerse en pie y dar varias zancadas por la estancia, nervioso y desconcertado, antes de señalar:
—Sois una joven peculiar, que sabe lo que quiere y cómo obtenerlo, pero el dinero no lo es todo por mucho que yo lo necesite. Como comprenderéis, si estuviese dispuesto a revelar el secreto de la isla de Bímini y la fuente de la eterna juventud, podría hacerme inmensamente rico, pero…
—Perdonad, don Alonso —lo interrumpió ella con desconcertante calma y una nueva sonrisa—. Creo que no me habéis entendido bien, porque no pretendo que me reveléis tal secreto; tengo diecisiete años, por lo que de momento no necesito saber dónde se encuentra esa dichosa fuente; aún aspiro a madurar un poco como mujer.
—¿Ah, no…? —El conquense hizo un leve gesto hacia la bolsa que descansaba sobre la mesa—. ¿Y ese dinero…?
—Ese dinero es para que continuéis guardando el secreto.
—No comprendo.
—Pues es muy simple —señaló ella con un leve encogimiento de hombros y una deslumbrante sonrisa que mostró unos dientes perfectos—. Provengo de una noble familia venida a menos, y mi padre no tuvo el más mínimo escrúpulo en casarme, por dinero, con uno de los hombres más asquerosos del mundo. Lo único que ha impedido que me arroje al mar es confiar en que tan desgraciado matrimonio sea lo más breve posible.
—Resulta comprensible, dada vuestra edad.
—Me alegra que lo entendáis. Las degradaciones a que a diario me somete mi marido me repugnan, y la mera idea de que pueda encontrar esa fuente de la eterna juventud me aterroriza.
—¡Lógico!
—Es una simple cuestión de supervivencia: o él, que ya ha vivido lo que le corresponde, o yo, que tengo toda una existencia por delante.
—¡Demonios! —exclamó Alonso de Ojeda, que parecía haberse caído desde lo alto de una palmera—. ¿Queréis hacerme creer que…?
—Que si el Señor ha dispuesto que don Amadeo Naranjo dure un tiempo determinado, ni él, ni Ponce de León ni vos deberíais intentar enmendarle la plana… ¿Está claro?
—¡Muy, muy claro! ¿Entonces ese dinero es…?
—Para ayudaros a continuar tan mudo como hasta ahora. —Hizo una significativa pausa antes de añadir—: E incluso…
—E incluso… ¿qué?
—E incluso habría mucho más dinero en esa bolsa si enviarais a don Amadeo en busca de esa isla en cualquier otra dirección, de forma tal que pasara unos meses, o tal vez años, navegando por esos mares de Dios.
—¿Acaso os gusta viajar?
—¡En absoluto! Yo me quedaría aquí, esperándole como una buena esposa.
—Si está tan enamorado como es de suponer, no creo que acepte; yo no lo haría, y no creo que consigáis convencerle.
—Yo no, pero vos sí.
—¿Yo…? ¿Cómo?
—Haciéndole comprender que ninguna mujer se puede aproximar a la isla de Bímini so pena de que el agua de la fuente se agrie, tal como ocurre con ciertos vinos cuando una mujer entra en la bodega.
—¿Y quién se va a creer semejante patraña?
—El mismo que sea capaz de creer que existe una fuente de la eterna juventud: un viejo chocho, cruel y degradado, que a diferencia de los famosos monos, está ya medio ciego y medio sordo, pero no medio mudo, y que se niega a aceptar que tiene ya un pie en la tumba y le ha llegado el momento de rendir cuentas por sus infinitas iniquidades.
—¡Empiezo a sospechar que le aborrecéis!
—Si incluso quienes no le conocen le aborrecen por todo el mal que ha causado, imaginaos lo que puede sentir quien tiene que dormir con él cada noche, soportando sus babas y caricias.
El Centauro meditó unos instantes, volvió a tomar asiento y observó a la muchacha con idéntica admiración, pero bajo un nuevo prisma. Desde luego había conseguido intrigarle, divertirle y desconcertarle.
—Me colocáis en una difícil situación —admitió al fin—. Me fascina la idea de ayudaros y aprovechar para ajustar las cuentas a ese maldito avaro, pero me repugna la idea de engañar a alguien que personalmente no me ha hecho nada.
—¡Seréis el único…! Aunque tal vez no; tal vez tengáis algo que reclamarle. Apreciáis en mucho a la princesa Anacaona, ¿no es cierto?
—En mucho, en efecto.
—En ese caso os interesará el borrador de la carta que mi marido ha enviado al gobernador acusándola de traición a la Corona y exigiendo que la ahorque.
—¡No puedo creerlo! ¿Por qué habría de hacer eso?
—Porque lo que en realidad pretende es quedarse con sus tierras allá en Xaraguá, que al parecer son muy apropiadas para plantar caña de azúcar.
Alonso de Ojeda palideció tal vez por primera vez en su vida, meditó unos instantes, y por último empujó la bolsa, devolviéndosela a la hermosísima damisela.
—¡Maldita caña de azúcar! —exclamó—. No acepto vuestro dinero —dijo secamente—. Pero si esa carta existe, haré lo que me pedís y os juro que vuestro marido pasará el resto de su miserable existencia persiguiendo una absurda quimera. ¡Como que me llamo Alonso de Ojeda!
Beatriz de Montealegre se puso en pie y recogió la bolsa dispuesta a marcharse.
—¡Contad con ella! —fue todo lo que dijo.
Don Amadeo Naranjo era un auténtico desecho, una mala caricatura de ser humano, flaco, encorvado, calvo, desdentado y renqueante, pero al entrar en la cabaña en compañía de su joven esposa y de un serio y circunspecto Juan Ponce de León parecía animado por una sorprendente fuerza interior.
Estrechó la mano de Alonso de Ojeda reteniéndola entre las suyas como si con ello se aferrara a la vida, al tiempo que exclamaba:
—¡Cuán feliz me hace volver a veros, capitán! ¡El gran Centauro! ¡El héroe de Jáquimo! No hay un solo día que no os tenga presente en mis oraciones; a vos y al Almirante.
—¿Al Almirante? —repitió Beatriz de Montealegre mostrando su sorpresa—. Siempre creí que le odiabas.
—¡Ya no, querida mía! Ya no; desde que entraste en mi vida soy incapaz de odiar a nadie. Ahora mi corazón rebosa amor; por ti y por los demás. Conocerte me ha hecho reflexionar sobre mi vida pasada y comprender en cuántas cosas me equivoqué. Pero si logro encontrar esa bendita fuente todo será distinto.
—¿Distinto? ¿Qué quieres decir?
—Que tu inocencia y tu bondad me han demostrado que no se debe vivir como un lobo solitario sólo interesado en devorar. Tú me has enseñado lo que significa amar, y te juro que si se me concede una segunda oportunidad convertiré en bien todo el mal que hice.
—Eso suena muy hermoso.
—A ti te lo debo —repuso el anciano con sorprendente dulzura—. Estoy dispuesto a dar cuanto tengo por conseguir tu felicidad, y me consta que hoy en día tu mayor felicidad sería verme joven, fuerte y sano. ¿No es cierto, querida?
—Por supuesto, amor mío —replicó la descarada moza con absoluto desparpajo—. ¿Qué más puede desear una mujer enamorada que mantener eternamente joven al objeto de ese amor?
El hediondo anciano se volvió hacia Ojeda y Pizarro, que permanecían como mudos testigos de tan absurdo diálogo, y exclamó en el colmo del entusiasmo:
—¿Habéis oído? Es un ángel. ¿Sabíais que me obliga a liberar a todos mis siervos precisamente ahora que el gobernador está decidido a imponer la Ley de Encomiendas?
—¿Es seguro eso? —inquirió un preocupado Ojeda.
—Me temo que sí. Admito que no soy el más indicado para opinar, pero incluso a mí se me antoja una barbaridad que se entregue a esos crueles y avariciosos hacendados miles de indígenas que se verán obligados a trabajar de sol a sol sin otra recompensa que ser cristianizados. En lugar de un jornal decente, se les contentará con una comida al día, un padrenuestro y tres avemarías.
—Nunca imaginé que la palabra de Dios pudiera convertirse en moneda de pago —intervino Ponce de León.
—Y bien barata, por cierto. No me extraña que los indígenas prefieran suicidarse; les hemos quitado sus tierras, sus hijos, sus mujeres, y ahora su libertad. Los árboles de los caminos de La Vega Real aparecen adornados por cientos de cadáveres de quienes han optado por ahorcarse. Entre eso, las guerras y las epidemias pronto no quedará un nativo en la isla.
—Y lo peor es que los que huyen corren la voz de lo que ocurre aquí, por lo que cuando pretendamos conquistar nuevas tierras nos recibirán a sangre y fuego —observó Ojeda.
—He intentado hacérselo comprender al gobernador, pero responde que su obligación es «pacificar» la isla y enviar oro a España. Y como ya oro apenas queda, envía azúcar… ¡Ese hombre está obsesionado con el azúcar!
Su esposa, que se limitaba a abanicarse un tanto desinteresada por el tema de la conversación, se detuvo un instante en su tarea de agitar el brazo al tiempo que inquiría:
—A mí eso del azúcar me parecería muy bien si se trajeran labriegos de España para que cultiven los campos; allí hay mucho muerto de hambre.
—Ya te he explicado el problema, vida mía; en cuanto un mísero labriego atraviesa el océano, se cree un hacendado y exige tierras y esclavos que trabajen para él. —La caricatura de hombre se volvió hacia Ojeda—. Beatriz es tan inocente que cree que todo el mundo obra siempre con buena voluntad.
—Lo sé.
—¿Y eso?
—El otro día vino a suplicarme que os ayudara en vuestro empeño; de hecho a ella le debéis que acepte tratar tan delicado tema, siempre, claro está, que vuestra encantadora esposa esté en disposición de cumplir lo prometido.
La hermosa y descarada muchacha se llevó la mano al pecho para darse un golpecito con manifiesta intención, y señaló:
—¡Naturalmente! Aquí, junto a mi corazón, guardo esa promesa.
—¡No entiendo! —se sorprendió el anciano—. ¿A qué promesa te refieres?
—A la que vuestra esposa me ha hecho, de que por mucho sufrimiento que ello le cause, no insistirá en acompañaron en ese viaje —explicó el de Cuenca.
—¿Y eso por qué?
—Porque en caso de que fuera, todos los esfuerzos resultarían inútiles: ninguna mujer puede aproximarse a la isla de Bímini.
—¿Por alguna razón especial?
—Allí se encuentra la fuente de la eterna juventud, y al beber en ella, el alma se purifica y rejuvenece… —Ojeda hizo una dramática pausa antes de continuar—. Y una vez se ha rejuvenecido el alma, a los pocos días rejuvenece también el cuerpo: una cosa trae aparejada la otra.
—Entiendo —exclamó un entusiasmado y fascinado Amadeo Naranjo—. Es muy lógico. Primero el alma… ¡el espíritu!… y luego esa alma actúa sobre el cuerpo. Simple… ¡simple pero maravilloso! Aunque no entiendo qué tiene que ver con las mujeres.
—Como es sabido, las mujeres no tienen alma —observó Ojeda.
Beatriz de Montealegre hizo un notable esfuerzo para contener una carcajada y fingió ofenderse, mientras su marido y Ponce de León parecían estupefactos.
—¿Ah, no…? —inquirió el primero de ellos—. Siempre creí que sólo eran unos cuantos frailes bárbaros y fanáticos los que sostenían tal cosa.
—Pues a la vista de lo que ocurre en Bímini parece que es cierto.
—Y si no tienen alma, ¿qué tienen?
—Ansiedad.
—¿Ansiedad?
—Exacto.
Siguió un silencio en el que los dos hombres parecieron rumiar qué significaba tal respuesta, mientras la mujer a la que le seguía costando contener la risa se puso en pie, fingiéndose dolida y se encaminó hacia la puerta.
—Ya que se va a discutir un tema que me atañe de modo tan directo, prefiero ir a consultar al padre Anselmo si es cierto que no tengo alma, y de paso asistiré al servicio de vísperas.
Y se marchó con la altivez que requería el momento, mientras los tres hombres la observaban incómodos, sobre todo su marido, que no pudo evitar sentirse desolado.
—Está dolida… ¡Mi ángel!
—Lo lamento, pero así son las cosas; el otro día incluso lloraba. Le hubiera gustado tanto acompañaros en ese viaje…
—¡Cielo mío…!
—Hay algo que no me agrada de todo este asunto —terció Ponce de León con aire de suma preocupación—. Si las mujeres no tienen alma inmortal, quiere decir que no van al cielo, y si no hay mujeres en el cielo ¿para qué diantres tenemos tanto interés en ir nosotros? Jamás se me había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista, pero habrá que tenerlo en cuenta… —admitió Ojeda al tiempo que se volvía hacia Naranjo para inquirir—: ¿Continuáis decidido a viajar a Bímini?
—Más que nunca… —fue la firme respuesta del anciano—. Necesito disponer de una vida que entregarle a mi esposa, y de tiempo para compensar a mis damnificados.
—No logro entenderos.
—Pues es muy sencillo: pediré públicamente perdón por mis pecados, y todo aquel que se considere perjudicado podrá venir a reclamarme una compensación; no puedo devolver vidas, pero sí reintegrar haciendas.
—Necesitaréis una inmensa fortuna.
—¡La tengo! Y sabré emplearla de forma que Beatriz se sienta orgullosa de mí. Si el destino ha querido que al final de mi vida me alumbre un rayo de sol, no seré tan estúpido como para ignorarlo. El cielo me ha enviado una señal y debo aceptarla. Ella acude ahora a la iglesia, a rogar que me vuelva joven, fuerte y generoso, y haré cuanto esté en mi mano para que sus deseos se cumplan. Lo comprendéis, ¿verdad?
—¡Naturalmente! —se apresuró a asentir Ponce de León—. Comprendo la grandeza de vuestros sentimientos, y supongo que don Alonso también. Por eso va a ayudarnos… ¿no es así?
—¡Bueno…! —replicó éste un tanto confuso—. El empeño es en verdad difícil. Llevará tiempo, esfuerzo y muchos gastos. Puedo indicar el lugar aproximado donde se encuentra la isla, pero le gusta mostrarse esquiva, ocultarse entre la bruma e incluso cambiar de lugar, pues sólo entrega su secreto a quien tiene auténtica voluntad de encontrarla.
—¡Yo tengo esa voluntad! —se apresuró a afirmar el usurero—. Y mi corazón estará limpio de pecado. Me confesaré tres veces antes de partir… ¿Creéis que bastará?
—Supongo que sí; tenéis una larga historia de fechorías, pero tres sinceras confesiones dan para mucho.
El anciano no pareció ofenderse, limitándose a descolgar una pesada bolsa de su cinturón para colocarla sobre la mesa al tiempo que decía:
—Aquí tenéis un adelanto para que vayáis trazando un mapa lo más aproximado posible sobre la ubicación de Bímini… —Se volvió hacia Ponce de León y lo apremió—: Y vos comenzad a buscar un barco y a los hombres más adecuados para tan magno empeño… ¡Encontraremos juntos esa maravillosa fuente!… ¡Caballeros! Ha sido un placer.
Y sin más se marchó. En cuanto hubo desaparecido, Ponce de León comenzó a dar saltos.
—¡Se ha tragado el anzuelo! —exclamó alborozado—. Pondrá el dinero, fletaré un barco y encontraré la isla…
Ojeda lo observó estupefacto.
—Pero ¿realmente crees en su existencia?
—¡Naturalmente! Por mi parte no estoy engañando a nadie; me limito a emplear malas artes con un buen propósito; el fin justifica los medios.
—¡Estás loco! ¡Rematadamente loco!
—Lo mismo decían de Colón cuando aseguraba que el mundo era redondo y se podía llegar a Oriente por la ruta de Occidente, y aquí estamos. ¿Qué resulta más lógico? ¿Qué vivamos sobre una inmensa esfera sin caernos, o que exista un agua milagrosa que impida el deterioro físico? En Galicia hay fuentes termales que curan las dolencias del hígado y los riñones. ¿Por qué no puede existir otra que lo cure todo?
—¡Mirándolo así! —admitió el Centauro encogiéndose de hombros—. Si en este Nuevo Mundo he visto lagartijas de tres metros que se comen a la gente, y pozos de aguas pestilentes que arden solas, todo es posible. Pero no tengo ni idea de dónde se encuentra esa dichosa isla.
—¡Al norte! —respondió el otro con firmeza—. Mi instinto me dice que ponga rumbo al norte, hacia el archipiélago de la bajamar. Pinta un derrotero que me lleve hacia el norte y yo me ocuparé del resto.
—Pero es que el archipiélago de la bajamar tiene cientos de islas.
—¡No importa! Yo encontraré la que busco.
Parece ser que la rocambolesca historia concluyó con Amadeo Naranjo y Juan Ponce de León navegando durante meses en busca de una mítica isla que nunca quiso mostrarse, mientras la hermosa Beatriz de Montealegre permanecía en Santo Domingo permitiendo que un incontable número de futuros «conquistadores» de imperios empezara a entrenarse en el oficio conquistando sin grandes esfuerzos su siempre acogedor lecho nupcial.
Tantos fueron los que alcanzaron la victoria que acabó recibiendo el justo apodo de Beatriz Montedevenusalegre. Confieso que en otro tiempo y otras circunstancias, de no estar por medio Isabel, me hubiera encantado ser uno de tales «victoriosos».
El agitado viaje por mar y la profunda decepción por no encontrar la ansiada fuente llevaron al viejo avaro a la tumba con más rapidez de la esperada, por lo que al cabo de un tiempo su desconsolada esposa repartió gran parte de sus tierras entre los más necesitados, dio una fiesta memorable que duró tres días y que acabó con la gran bodega de excelentes vinos y la bien surtida despensa de sabrosos chorizos, quesos y jamones de su difunto esposo, y regresó a Pamplona portando cinco arcones repletos de oro y joyas.
Allí contrajo nuevo matrimonio con un antiguo «compañero de juegos», transformándose en una esposa fiel, una excelente madre y una caritativa y respetada dama de la alta sociedad de Navarra.