Ignacio Gamarra se había convertido en uno de los hombres más poderosos de La Española, y la inesperada y sorprendente noticia de que aquel a quien tanto aborrecía, el heroico Alonso de Ojeda, había desembarcado en Santo Domingo cargado de cadenas y acusado de traición a la Corona, pareció colmar todas sus ambiciones.
De inmediato acudió a visitar a Vergara y Ocampo asegurándoles que pondría a su disposición todas sus influencias siempre que estuvieran encaminadas a conseguir que el Centauro de Jáquimo pasara el resto de su vida entre rejas.
Los mercaderes ni siquiera se molestaron en preguntarle la razón de semejante inquina, dando por sentado que un adusto e inquietante personaje que rezumaba rencor en cada palabra que pronunciaba debía formar parte de la interminable lista de los derrotados por el conquense en alguno de sus incontables duelos.
A decir verdad, y eso es algo que ni sus más entusiastas partidarios podían negar, los enemigos de Ojeda proliferaban como las setas tras la lluvia a uno y otro lado del océano por culpa de sus viejas pendencias tabernarias.
El oro de Gamarra, Ocampo y Vergara corrompió sin gran esfuerzo la voluntad del alcalde mayor de La Española, el licenciado Maldonado, quien se apresuró a imputar por un supuesto delito de alta traición al que fuera el vencedor en la primera batalla de la isla.
No obstante, el oro no se le antojó suficiente para condenarlo a muerte y enviarlo al cadalso con la urgencia que exigían quienes se lo entregaban.
Sospechaba, y con razón, que vender la cabeza del Centauro, por cara que la vendiese, podía llevar apareado el precio de su propia cabeza.
Pedro de la Cueva le había visitado discretamente con el fin de comunicarle que había enviado a España, y dirigida a la reina en persona, una carta firmada y rubricada ante el gobernador Ovando, por la que se desdecía de todas sus acusaciones y explicaba con lujo de detalles lo acontecido en Tierra Firme entre Ojeda y sus enemigos.
La reina, anciana y casi moribunda, conservaba no obstante suficiente lucidez como para decretar, según un documento fechado en Segovia el 8 de noviembre de 1503, que se pusiera de inmediato en libertad al hombre en que más había confiado, se le devolviesen todos sus títulos y propiedades, y se procediera a la búsqueda, captura y castigo de quienes tan injustamente le habían acusado.
Ocampo y Vergara desaparecieron con esa extraña habilidad que suelen tener los villanos de esfumarse en cuanto presienten que sus artimañas han quedado al descubierto, y nadie consiguió averiguar nunca en qué remoto lugar consiguieron ocultarse de la justicia.
Por su parte, el astuto Gamarra continuó en la isla ya que había logrado mantenerse al margen en el sonado juicio. Lo único que había hecho era invertir algún dinero e intrigar en la sombra.
No obstante, tan rotundo y público fracaso aumentó aún más, si es que ello era posible, su irracional e injustificado odio hacia un infeliz Alonso de Ojeda que, si bien había quedado en libertad y con su honor intacto, se encontraba ahora más pobre que nunca, lo cual, tratándose de quien se trataba, era ya decir mucho.
Lo único que me hubiera salvado de la miseria era vender gloria, pero nadie quiere comprar glorias ajenas a no ser que pueda hacerlas pasar por propias, lo cual no era mi caso.
La reina le había concedido tiempo atrás seis leguas de tierra en Azúa como pago a sus fieles servicios a la Corona, y aunque al parecer resultaban muy apropiadas para cosechar caña de azúcar, que era lo que por entonces estaba enriqueciendo a muchos colonos, el conquense no se veía azotando indígenas o comprando esclavos africanos, ya que ésta era la única mano de obra que se podía conseguir en la isla en aquellos momentos.
Ningún español se aventuraba a cruzar el Océano Tenebroso con el fin de acabar cortando caña para otros, por lo que lo primero que hacían al llegar a La Española era solicitar tierras en propiedad y un repartimiento de indios.
Quien no se sintiera capaz de obligar a trabajar a los nativos hasta que caían reventados o se colgaban del árbol más próximo, o de adquirir, aunque fuera a crédito, media docena de negros —los únicos que soportaban el sobrehumano esfuerzo que exigían las labores diarias en un ingenio azucarero—, no tenía la menor posibilidad de medrar en aquel Nuevo Mundo.
El Centauro de Jáquimo lo sabía, y de igual modo sabía que el hijo de su madre no había nacido para explotar infelices puesto que el simple hecho de intentarlo empañaba su honor de hombre de armas, por lo que nunca consideró Santo Domingo como un destino final, sino como un lugar de paso hacia tierras salvajes habitadas por hombres igualmente salvajes.
Una nueva andadura sin rumbo marcado, oscuras selvas, ríos caudalosos, bochornosos desiertos o altas montañas en las que «escaseaba el aire», eso era lo que llamaba su atención, y no el hecho de amasar una fortuna cultivando el «oro blanco» que rezumaba de las cañas.
Necesitaba regresar a España para visitar por última vez a su amiga y protectora, de la que se tenían noticias de que se encontraba muy enferma y cada vez más angustiada por la locura de su hija Juana; y también para reencontrarse con su fiel amigo Juan de la Cosa y pedirle perdón por no haberle hecho caso; para recibir los consejos de su primo «El Nano» Ojeda y los del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, y para recorrer de nuevo por la noche las callejuelas del barrio de Triana, pero no tenía ni un mal maravedí para pagarse el pasaje de regreso.
—Yo podría pagarte si me enseñas a manejar la espada.
Le observó con atención: era un hombre enjuto de cabello largo y muy negro, tez cetrina, ojos tristes que miraban como si quisieran taladrarle, manos encallecidas y aspecto de auténtico «desertor del arado».
—Mejor harías en aprender a cultivar caña —respondió—. En esta isla sobran espadachines y faltan agricultores.
—No pienso quedarme mucho.
—¿Ah, no? —se sorprendió—. ¿Y adónde piensas ir?
El desconocido hizo un gesto hacia el mar que se extendía ante ellos y replicó con extraña firmeza:
—Al otro lado; allí donde haya nuevas tierras que explorar y salvajes a los que derrotar. Y para conseguirlo, lo primero que necesito es aprender a manejar la espada. Si al mismo tiempo me enseñas a leer y escribir, te pagaré el doble.
—A leer y escribir pueden enseñarte gratis en la escuela. Lo único que tienes que hacer es no avergonzarte por tener que sentarte junto a los niños. Quiero suponer que si no pudiste aprender en su momento no fue por tu culpa.
—No —reconoció con naturalidad el otro—. No lo fue.
—En ese caso, ahórrate un dinero que tengo la impresión de que no te sobra. Y además, las letras nunca se me han dado muy bien; lo mío es la espada.
—En eso eres el mejor, sin duda alguna. No pretendo que me conviertas en un experto en duelos, sino sólo en alguien capaz de defenderse en un campo de batalla. No me gustan las tabernas; trabajo en una de ellas pero no me gustan.
—Escucha —le espetó el de Cuenca—, ignoro lo que hacías antes, e ignoro lo que significa trabajar en una taberna, pero hay algo que sí sé: la vida en Tierra Firme es dura, demasiado dura y peligrosa, con escasas esperanzas de conseguir fortuna y muchas de dejarte el pellejo en el intento. Acepta un buen consejo: lábrate un futuro aquí y olvídate de lo que imaginas que puedes encontrar al otro lado del mar.
—¿Estoy hablando con el héroe de la batalla de Jáquimo, el mítico Alonso de Ojeda que capturó a Canoabo, gobernador de Coquibacoa y descubridor del río Orinoco, o me he equivocado y he venido a visitar a un impostor?
—Precisamente porque soy el auténtico Alonso de Ojeda tengo la autoridad suficiente para decir lo que he dicho.
—¿Y qué harías si fueras un bastardo que se marchó de casa porque estaba harto de cuidar cerdos, y lo que busca es algo por lo que valga la pena vivir? —quiso saber el recién llegado—. ¿Continuarías limpiando mesas y vómitos de borracho hasta morirte de viejo, o aprenderías a manejar la espada?
—Supongo que aprendería a manejar la espada.
—Pues eso es lo que te pido —repuso aquel hombre enjuto de mirada triste—. Y te pagaré por ello.
—¡De acuerdo! —cedió el conquense—. Yo ya he cumplido con mi obligación al advertirte del peligro que corres, pero eres lo suficiente mayorcito como para saber lo que quieres. Te cobraré un maravedí por cada dos horas de lección.
—De acuerdo.
—Te haré trabajar muy duro.
—Es lo que espero.
—Búscate una vieja espada, cuanto más vieja mejor, y vuelve mañana antes de que empiece a calentar el sol.
—Aquí estaré, como que me llamo Pizarro.
Jamás conocí a un hombre más desesperanzado, pero al propio tiempo con más fe en sí mismo y en lo que el destino le depararía. Jamás conocí a un hombre con tanta fuerza de voluntad en su loco intento por dejar de ser lo que era y convertirse en lo que no era.
Francisco Pizarro fue el primero de los futuros conquistadores o adelantados que florecieron a la sombra de Alonso de Ojeda, y el que más le admiró, amó y respetó.
Muchos años más tarde, ya virrey del Perú y uno de los hombres más temidos y poderosos de su tiempo, no dudó en reconocer que todo cuanto había aprendido se lo debía al Centauro de Jáquimo, su maestro no sólo en el arte de la esgrima, sino sobre todo en el de la vida y la guerra.
A las dos semanas de estar recibiendo lecciones, una mañana se presentó con dos parroquianos de la taberna que no necesitaban aprender a manejar una espada, pero sí querían escuchar lo que el de Cuenca podía contarles sobre lo que encontrarían cuando desembarcaran en la ansiada Tierra Firme.
Uno de ellos ya la conocía de pasada, puesto que tiempo atrás había formado parte de la expedición de Rodrigo de Bastidas, y pese a que había desembarcado en Santo Domingo con una pequeña fortuna, en menos de un año la había dilapidado en vino, juego y mujeres. Tal como él mismo solía decir, «el resto lo malgasté». Vasco Núñez de Balboa era muy bueno con la espada incluso cuando estaba borracho, que solía ser la mayor parte de las noches, y tenía justa fama de ser uno de los pendencieros más sucios, desarrapados y deslenguados de una ciudad en la que proliferaban los pendencieros. Pero admitía, sin rubor que jamás osaría enfrentarse al «número uno» indiscutible, al que admiraba como a un dios y ante el que nunca se atrevió a pronunciar una palabra malsonante.
El tercero en discordia era, como contrapartida a sus compañeros, un hombre tranquilo, amable y sonriente; un auténtico caballero de noble cuna y exquisita educación de los pocos que habían atravesado el océano educación, no por apuros económicos o por la urgente necesidad de escapar a la justicia, sino porque soñaba con encontrar la fabulosa isla de Bímini y su prodigiosa «fuente de la eterna juventud», ya que confiaba en que de ese modo, su madre, a la que adoraba, no envejeciera nunca.
Evidentemente, de sus tres primeros discípulos, Juan Ponce de León era en apariencia el más sereno y ponderado, pero el que sin duda estaba más loco. ¡Una isla de la eterna juventud! ¿A quién se le ocurría?
Más tarde llegaron una docena más de «afiliados», que junto al fiel Pedro de la Cueva conformaron un abigarrado grupo que acabaría por llamarse «los Centauros», y que solían acomodarse a la sombra de una copuda ceiba a orillas del Ozama, junto a su desembocadura, a escuchar embobados el relato de los viajes y las enseñanzas de aquel a quien todos consideraban su gran capitán.
—El principal problema que presentan los salvajes de Tierra Firme estriba en que son guerreros invisibles… —les advertía—. Se supone que nuestras armas son mejores y poseemos resistentes armaduras, pero en la selva somos lentos, pesados y tan previsibles que no tienen mayor dificultad en atravesarnos con sus largas flechas envenenadas o con unos pequeños dardos que disparan por medio de un largo canuto y que contienen una ponzoña tan poderosa que te mata en segundos. Ése es el auténtico peligro: la jungla y la increíble habilidad que tienen los indios para ocultarse en ella. Debéis obligarles a salir a campo abierto o de lo contrario os irán eliminando uno por uno.
—¿Y cómo se les obliga a salir de la jungla? —quiso saber Núñez de Balboa.
—Con astucia. Y con ruido; el golpear de un metal contra otro les pone muy nerviosos puesto que se trata de un sonido que nunca han escuchado, y según me confesó uno de ellos, lo asocian a la idea de demonios que acuden en busca de su alma.
—¡Qué estupidez!
—¡Ninguna estupidez, Pizarro! ¡Ninguna estupidez! He visto a valientes soldados que se enfrentaban a la muerte sin pestañear, temblar al escuchar el escalofriante chirrido de un pajarraco de la selva que nunca se deja ver y cuyo canto hiela la sangre en las venas y pone los vellos de punta. Allí, en mitad de la espesura, con árboles de casi cien metros de altura y miles de lianas entrecruzándose, todo es penumbra, soledad y silencio, pero de pronto, cuando menos lo esperas, canta ese bicho hijo de la gran puta y se te encoge el alma. Sin embargo, los indios ni se inmutan al oírle. Todo es cuestión de costumbres.
—¿Y qué se puede hacer cuando te alcanza una de esas flechas envenenadas o un dardo emponzoñado?
—Morir con dignidad, querido amigo; rezar aprisa cuanto sepas, ponerte a bien con Dios y confiar en que el veneno actúe con presteza. —Hizo una breve pausa y añadió—: Durante mi último viaje, a un mallorquín al que apodan el Guaje le atravesaron un muslo de un flechazo, pasó diez días sufriendo todas las penas del infierno y al fin se le quedó la pierna tan seca y retorcida como un sarmiento, el cerebro más aguado que el vino de tu taberna.
—Conozco al Guaje; ahora le llaman el Cojo Loco.
—No está más loco que cualquiera de nosotros, que soñamos con ir a que nos maten, aunque sí algo más cojo.
—Morir no es el peor destino; peor es cuidar cerdos.
—¡Oh, vamos, Pizarro, no te quejes tanto! Cuidar cerdos en Extremadura es sentarse a la sombra de una encina a observar cómo menean el culo mientras buscan setas o bellotas. Cuando viven en libertad no son tan sucios como se asegura; somos los hombres los que los hacemos sucios al encerrarlos en cochiqueras; si fueran ellos los que nos encerraran a nosotros, también acabaríamos cagándonos encima y apestando a demonios.
—En eso puede que tengas razón.
—La tengo y lo sabes muy bien, porque algunos de vosotros, y no me estoy refiriendo únicamente a nuestro común amigo Balboa, oléis a demonios sin necesidad de que os encierren.
—Es que en esta maldita isla se suda mucho… —se disculpó el aludido.
—Tú olerías a mono incluso en Noruega, Vasco. ¿Cuánto hace que no te bañas?
—No lo recuerdo.
—¡Lógico! Nadie recuerda el día en que le bautizaron… —Ojeda le dedicó una larga mirada en la que se leía reconvención o un profundo malestar, y al fin señaló—: Y ya que ha salido el tema, más vale encararlo de una vez por todas: el próximo día, tanto tú como Pizarro y Cayetano vendréis bañados o no os admitiré en el grupo.
—¡No jodas!
—No jodo; y al primero que se tire un pedo le echo.
—¡Pero bueno!
—¡Ni bueno ni malo! Deberíais aprender de los nativos, que se pasan la vida en el agua y por eso siempre huelen bien.
—Es que son infieles, y los curas aseguran que bañarse tanto es pecado… —intervino un molesto Cayetano Romero—. Incita a la fornicación.
—¡Tanto mejor! Por lo que sé, la mayoría de vosotros no piensa más que en fornicar, y al menos así tendréis una disculpa válida. —Y golpeó el tronco del árbol con el puño al insistir—: ¡Lo dicho! Ahora, más que centauros parecéis machos cabríos, y estoy harto de que al volver a casa mi mujer no me deje coger al niño porque apesto a perros muertos.
Mohínos y cabizbajos, quienes habrían de ser fabulosos conquistadores, gobernadores y virreyes aceptaron en silencio el rapapolvo de su maestro, porque lo cierto es que si bien fueron muchos los adelantos y mejoras que los españoles llevaron al Nuevo Mundo, la higiene no formó ni remotamente parte de ellos.
Alonso de Ojeda había crecido a orillas del Guadalquivir, compitiendo en cruzarlo a nado con su inolvidable amigo Juan de Medinaceli, y más tarde se había acostumbrado con la princesa Anacaona y con su esposa Isabel al voluptuoso placer que significaba introducirse en el mar antes, durante y después de hacer el amor, y por lo tanto el agua no le asustaba. Sin embargo, podría creerse que Núñez de Balboa y compañía le tenían más miedo que al plomo derretido.